viernes, 22 de octubre de 2010

Slavenka Drakulic

Nueva York, no importa cuándo, ni quién, imagina Nueva York. Invierno. Hojas secas con panzas redondas. Frío, frío húmedo incrustado en las paredes que son muros, altos e inaccesibles, como pilares que trepan hacia el cielo, lejos de tus dedos, lejos de cualquier indicio de humanidad. Confieso que he leído, confieso, y es sólo una suposición, que no volveré a leer algo así, nunca, de otro modo perdería la cabeza. La culpa la tiene Slavenka Drakulic, esa mujer que habla entre susurros y esconde secretos bajo su piel, secretos que suenan a ritos silenciosos y bailes de otros tiempos. Al terminar las primeras tres páginas supe que no podría dar marcha atrás, que las horas se convertirían en días, en dilemas sin resolver. Tuve que dejar camino al instinto, reconocer de inmediato esa sensación de desamparo, de habitación cerrada, sentir ese olor a sexo fermentado. “Durante tres días no salíamos de la cama. Nos alimentábamos con los restos, se sucedían el día y la noche. Alguien llamó a la puerta…Cómo es que de repente tenemos tanto apetito, dijo José, como si hasta ahora sólo hubiéramos pasado hambre. Al final del tercer día nuestros cuerpos estaban cubiertos de llagas y sucios. Por primera vez, mientras nos duchábamos juntos, vi claramente su cuerpo, cada vena bajo su piel, cada músculo, cada cardenal, cada mordisco, la forma de los hombros, el abdomen, todo lo que ya había alimentado las palmas de mis manos, mi piel, mi lengua. No sé nada de ti, dije, consciente de que mis palabras eran absurdas. Mi derecho sobre él en aquel momento ya estaba consolidado, un derecho más fuerte que el que me habría podido dar contándome su pasado. Esa mañana, bajo la ducha, supe que todo lo que sucediera entre nosotros debería ser para siempre.”
No tienes por qué alzar la mirada, el estadillo ya ha ocurrido en tu interior, no pretendas recoger los pedazos, demasiado tarde, demasiado ingenuo. Si estás vivo, si alguna vez lo estuviste, éste es tu libro, éste es el manual que te transportará al presente exacto, a la ínfula del deseo. Agárralo con fuerza, tal vez queme tus dedos, no importa, no debería importarte, abre los ojos y léelo con determinación, imagínate resbalando por tu propio vientre, reconoce tus propios latidos, hazte el amor. Acabo de despertar de un sueño que vaticina el futuro, que habla de obsesión y gozo absoluto. Dos cuerpos que se reconocen como uno sólo, sustentados por un hilo que parece hecho de entrañas y que no es más que una soga anidada al sustento. Tereza y José son dos extranjeros en Nueva York, ella es una joven escritora polaca, él, un antropólogo brasileño interesado en el canibalismo. No tienen nada en común, excepto ese afán inexplicable que quizás ya no les pertenece. Hablo de la insaciable sed del otro, de los días contados, de la vida atemporal, hablo de amor cuando el amor es un animal hambriento, hablo, y pido perdón por ello, de la desesperada sensación de soledad. En este juego Tereza es consciente de la debilidad de José, de su incapacidad para actuar, de tomar partido, sabe que sólo puede contar con su indecisión, con su pose rendida, enfermiza, tal vez por eso tome las riendas, para adueñarse de su cuerpo y hacerlo suyo, para llenar su memoria de algo real y perdurable, para no perder. Nueva York como un mendigo esperando que el cielo le caiga encima, puestos de hamburguesas que en otro tiempo fueron carruajes otomanos, bigotes afilados que recorren las calles cortando el silencio, la guerra está en todas partes. Mi apartamento está ahora desnudo, lo lógico sería echarme en el suelo para sentir el tacto de la madera, para sentir el frío como propio, como parte de mi cuerpo, pero la verdad, estoy ardiendo, fiebre, grados centígrados revoloteando en mi cabeza en una verbena colérica.
Hay lecturas obligatorias, otras reveladoras, hay algunas efímeras, que se pierden por el pasillo entre el salón y la cocina, hay otras que son como gritos en la noche, extrañas y amenazadoras, “El sabor de un hombre”, al contrario, es una grieta en nuestras vidas, una oportunidad para rendir cuentas con nuestros tabúes, y quizás, vencerlos.

jueves, 21 de octubre de 2010

W.

Es un hombre libre y nunca le atraparás. Mira a las cosas por encima, pero a la vez mira su interior, y boca abajo, doblando la esquina y a través de una cerradura destrozada. Su ojo es un microscopio, una lupa, un espejo de dos caras y una bola de cristal. Nos lleva una buena delantera, va por su cuenta, crea su propio clima. Ese es W., un tipo sin miedo.

sábado, 9 de octubre de 2010

Tierra o marrón

Y entonces llegó y se sentó para descansar o para escribir o para hacer ver que escribía cuando en realidad estaba imaginando que era una mujer azul porque el crepúsculo más tarde tal vez fuese azul, como él bien sabía, imaginaba que hilaba con hilos de oro las sensaciones, imaginaba que la infancia era hoy y no ayer, como si de repente se hubiese despertado de un largo sueño, imaginaba que una vena se había abierto e imaginaba que de ella manaba sangre morada, le gustaba pensar que de todos los lugares del mundo aquel era el mejor para desangrarse y luego sonrió, como si aquellas gotas de sangre fueran las últimas de una época pasada y ya enterrada, entonces, con la mirada afilda, alzó los ojos y vio aquel tipo que parecía haber salido de la misma tierra y pensó, por qué no, regalarle una sonrisa hechicera...

viernes, 8 de octubre de 2010

Huellas

"No dejo nada aquí
más que huellas de dedos
sobre huellas de dedos
en la piedra
futuros surcos en la historia
de esta ciudad que envejece
con todos nosotros."

Miriam Reyes

martes, 5 de octubre de 2010

Impotencia salvaje

"Es absurdo hacer siempre lo mismo y esperar resultados diferentes." Pintada en un muro derruido del antiguo campo de concentración de Formentera.

N.Y.

¿Qué puede hacer un escritor inerme, un demiurgo indefenso, un hombre al fin sin palabras, un sujeto ya sin poder para sujetar la realidad? Nada, salvo poner el cuerpo en lugar de la palabra, dejarse tocar en lugar de nombrar, abandonarse a la voracidad de la vida, sin reparos, solo, como un eunuco perverso. Se trataba de la invitación, de la llamada, de la urgencia a pasar a una dimensión más humana, más real, real de tan cutanea, epidérmica, susceptible de ser devorada. Dejarse tocar, también lastimar o, ya en lenguaje de escritores, porque no olvido que lo sigo siendo, escuchar, escuchar para dejar de hablar. ¿Qué puede hacer un escritor con dos manos como sartenes? Irse a Nueva York.

lunes, 4 de octubre de 2010

Naufragos

Los primeros días me dejaba caer en el espigón rocoso de la bahía, al parecer sólo allí me atrevía a entender lo que ocurría. Rozaba el mar con la yema de mis dedos ansioso de encontrar en él la respuesta que los hombres horas antes me habían negado. Sentía en su textura el paso del tiempo que la gente había olvidado, los años en los que el viento había guiado sus pasos sin premura, con la constancia adecuada, y que ahora, cansado, se había agotado de soplar. Sin embargo la isla existía en los cuerpos agrietados de sus pescadores, se hacía fuerte y solemne en los ojos oscuros, casi negros, de sus madres, que aún no habían olvidado dónde estaban ni quiénes eran. Lo humano se mostraba como un naufragio que ya había tenido lugar. La mentira se había asentado como una segunda naturaleza y la tristeza se iba imponiendo poco a poco. Pero frente a este paisaje desolador asomaba la lentitud de los viejos que entre susurros te hablaban del vigor de los jóvenes los cuales decían haber descubierto el sentido de sus vidas.

Correr cuando no puedes hacer otra cosa

Eres muy amable conmigo, respondí aferrado a mis palabras. Ella miraba mis cicatrices e imaginaba un pasado cubierto de minas donde la sangre corría demasiado deprisa. Había algo sorprendente en esa mujer, era su absoluta, irremediable, a veces intolerable, incapacidad para mentir. Eso me asustaba. Podía pasar días enteros sin mirarle a los ojos, días que aprovechaba para echarme a correr, sin rumbo ni motivo, simplemente sintiendo el soplido incesante de mi desesperación. Yo quería escribir una novela sin tener la esclavitud de buscar la verdad, sin tener que aceptar la mediocridad que trepaba ansiosa por mis venas. Quería derribar los muros que alguien había levantado frente a mí para sentir el placer de verlos caer igual que yo estaba cayendo. Pensaba que al hacerlo llevaba a cabo un acto de justicia, mi impotencia se solapaba a la impotencia del mundo, así, creía, ya no me sentiría tan solo. Sin embargo mis zancadas nunca fueron lo suficientemente firmes, ni siquiera mi voluntad era tan consistente como creía, simplemente me dejaba llevar por los caprichos de los demás, eran los otros los que conducían mi vida, como si fuera un juguete en sus manos, como si mis decisiones fueran la prolongación o la confirmación de otras extrañas y ajenas voluntades.
Lo recuerdo como si fuera hoy, llegué hasta casa, subí las escaleras de dos en dos, de tres en tres, cerré la puerta a mi espalda, me quité la camiseta y me tendí con el torso desnudo en la cama, agotado. No la oí llegar, puede que flotara por el pasillo, puede que en un alarde de superioridad me mostrara que sólo ella podía desprenderse del suelo, que sólo ella podía convertir mi vida en un lugar apacible y tranquilo. Luego sentí el tacto de sus senos en mi boca y desperté.

domingo, 3 de octubre de 2010

Algo cálido y sinuoso

Al principio nuestro tiempo era la noche, la oscuridad, la conciencia dormida acurrucuda al borde del precipicio, el instante en que nos sumergíamos el uno en el otro y en el que el abismo se desvanecía por completo. Nuestros cuerpos funcionaban igual que dos máquinas perfectas para producir placer. El placer, luego el sueño. Como la muerte. Nuestra cama era una fiesta, así es como ella lo veía, una fiesta ligera y vaporosa que pendía de nuestro aliento. Mientras escuchaba embelesado sus palabras veía como una serpiente hecha de jadeos se colaba entre sus piernas dejándola muda e inconsciente.

El reto de un hombre libre

Nos sumergíamos cada día más el uno en el otro, sin remedio, con la absoluta certeza de un final próximo, agobiante y reparador. ¿De qué otro modo reconoceríamos nuestros deseos, si no fuera eschuchándolos desde dentro? ¿Cómo hacerlo si no nos hubiéramos adentrado en esos territorios prohibidos que nos habían enseñado a ignorar? ¿Cómo podríamos captar los pensamientos, la visión que teníamos del mundo, si no hubieramos encontrado una forma de estar juntos, de pertecernos eternamente el uno al otro? Me parecía que si lográbamos renunciar a nuestro pasado, si llegábamos a reducir la conciencia a la mínima expresión, entonces, sólo entonces podríamos conseguirlo.

jueves, 9 de septiembre de 2010

Niña prodigio

A la semana siguiente, Tastier, uno de sus vecinos, le habló de un libro que su hija había comenzado a escribir a los cinco años. Lo había titulado Todo lo que dejaré de saber cuando sea mayor. Según Tastier, la niña había comprendido que le estaban arrebatando la vida de las manos, que todo lo que le quedaba por delante era un terreno baldío por el que no podía ni debía transitar. Por ello estaba obligada a ponerlo por escrito, ya que, como también sabía, ella misma lo acabaría olvidando. Aquella, más que ninguna otra, era una época en la que ser un niño era un impedimento, un obstáculo hacia la consumación de los deseos mundanos, un estadio vergonzante cuya salvación se iniciaba con los primeros catecismos y las charlas ejemplarizantes de los mayores. El viejo envidió a aquella niña que había comprendido lo absurdo de la vida e inmediatamente observó que durante un tiempo él también lo había descubierto, y que siendo así, no estaba tan lejos de la salvación. Hacía ya algunas semanas que empezaba a referirse a los adultos como esos tipos terribles, plagados de certezas, que como él, se burlaban de los magos y se apiadaban de los payasos.

viernes, 23 de julio de 2010

Mitic from Beograd

Estoy experimentando la seducción con los ángeles. Y no por ello voy a dejar de percutir mi cuerpo contra la arena, esta arena cubierta de trapos y botellas que me lame la suela de los pies. En mi primera noche la anciana me habló en inglés: «Estarás bien».
Me senté al borde de un lecho iluminado por el crepúsculo, escuchando a través de la pared un catalán arcaico.
Había venido a la isla para inhalar el tiempo absoluto. Los visionarios me soplaban en la cara un olor obsceno.

miércoles, 14 de julio de 2010

Gastón o la ambición de ser

Gastón sufría una angustia emocional terrible e incesante y la imposibilidad de compartir o manifestar esa angustia era en sí misma un componente de la angustia y un factor que contribuía a su horror esencial. Por otra parte el trabajo era una enfermedad a la que se aferraba con la obstinación salvaje de un animal en exitinción, convencido de haber pospuesto la vida para más adelante.

viernes, 9 de julio de 2010

La isla blanca

Una adolescente problemática recién salida del correccional que se acuesta con cualquiera que haya contentado a la muerte. Un moldavo que dice ser ruso porque descubrió su vocación imperialista. Culos y tetas redondos que se muestran con naturalidad. Mujeres rubias y hermosas, ojos azules y piel tostada. Dioses germanos que llegan cabalgando sobre las aguas heladas para tumbarse en la arena hiriente de Iberia. La isla blanca sangrante. Una historia de onanistas, de supremacistas blancos, de sudacas cargados de gloria, del Kalevala, de ojos azules que lloran por la muerte de la belleza del mundo. Una historia que no contiene elementos simbólicos. Que no es ninguna metáfora del mundo. Más bien al revés: El mundo es una metáfora de esta historia.

sábado, 26 de junio de 2010

Voces de arena

Puede que hayan pasado años y no supe darme cuenta, puede que el sol ya no sea mi aliado y se fagocite golpeándome las mejillas, puede que esta isla sea tan sólo una trampa y yo no sea más que un cebo inocente. Diez días son muchos si punteamos sus segundos, si los enroscamos y los estiramos sobre la alfombra llena de arena. Cuando digo "arena" lo que quiero decir es gente, gente dentro de mí y que no estoy dispuesto a adoptar. Voces que me aconsejan, que me disuaden, que me discuten, que me ordenan, que me callan, que simplemente comentan o que a veces dicen cosas sin sentido, o sin sentido aparente. Tengo la sensación de estar no sólo habitado, sino bulliciosamente -a veces belicosamente- manejado por otros. Lo que me aparta de la locura es que tengo cierta conciencia de a quién pertenece cada voz, de dónde procede, y desde dónde habla cada uno.

viernes, 11 de junio de 2010

M.

Suerte que el mundo está lleno de locos hermosos como afirmó Baudelaire, que llenan el aire de bellas extravagancias y de destinos imposibles, y nos otorgan el alivio de pensar que hay otra forma de vivir y pensar. Suerte que existes tú.

miércoles, 9 de junio de 2010

Una revolución invisible está en marcha

Gozo no está a salvo de la avaricia. Hoy ni siquiera sus príncipes salieron a fanear. Y no lo hicieron porque ya no es productivo, ni rentable, es un grano en el culo, un inversión baldía, hueca e inútil, que se resiste a desaparecer. Pero el mundo se acaba. Lo que nosotros llamamos mundo se desvanece ahora y aquí, mientras dos camareros ojerosos desmontan una terraza vacía que clama al desánimo. Avergonzados por la indecencia que ha generado la inapelable guerra de precios, apartan la mirada cuando se les pregunta por la carta, como si en ella se hallará el testimonio de sus desgracias. Se arrastran entre las mesas recordando con nostalgia los días de plenitud, las propinas suntuosas, los brindis con los clientes, las fiestas que en su estallido arañaban al tedio y lo convertían en jaurías salvajes. En Gozo, en esta isla esponjosa que sirvió de escondrijo para dioses y titanes, el cielo es de color rojo, nadie lo ve salvo nosotros, tú y yo. Rojo como la arista de sus iglesias que se erigen vigorosas entre las casas humildes, rojo también como el blasón de sus escudos, rojo como tú y como yo, que fuimos blancos, pero ya no más. Presiento el hundimiento que se avecina y deseo, ese mismo que nos concederá una nueva oportunidad. Así es como lo pienso, deberíamos rehacerlo todo y empezar de cero. Fue en una de aquellas noches, uno de aquellos momentos, raros en la vida, en los que se tiene la impresión de que, a pesar de la brutalidad de los días, hay unos cuantos instantes privilegiados, momentos que hay que saber captar y canalizar, momentos que nos salvan de caer y nos lanzan por los aires donde encontramos de pronto todo lo que anhelábamos en tierra. Todos los años de dudas e infortunios, las búsquedas infructuosas, las preguntas hirientes, los falsos éxitos cobran de inmediato un sentido rotundo que se impone por su evidencia. Una revolución invisible está en marcha. Quién vive lo sabe.

lunes, 7 de junio de 2010

Melinne

He aquí, pues, me dispongo a seguir la pista a William Bibby, el solitario capitán de fragata que partió del puerto de Gibraltar el 7 de julio de 1784 dejando a su paso un reguero de versos pendientes. Se lo explico al camarero que me mira con el mismo desdén que no he parado de coleccionar desde el primer momento en que puse los pies en esta isla. A los ojos de sus habitantes no soy más que un turista excéntrico que deja poca propina y pregunta demasiado, aún así, Gozo, me contagia optimismo. Estoy sentado en una taberna del puerto de Marsalforn dispuesto a comprobar, si como dicen, la mesa es, en su mayor parte, espacio vacío. Y lo es. Por Dios que lo es, un vacío que encierra en sí mismo una larga y pesada travesía por la que, quiera o no, deberé transitar. Es tarde e intento memorizar todo lo que ven mis ojos, quiero retenerlo, metabolizarlo, convertirlo en una extensión de mi cuerpo, porque de otro modo acabaré olvidándolo. Pretendo llevar un registro detallado de los hechos que me acercan a la vida, y eso, aunque suene raro, me lleva en ocasiones a la muerte. Esta palpitante verdad florece en cuanto el camarero me explica que en su isla ya nadie recuerda los días en que los pescadores salían radiantes a fanear, y que ahora, ahogados por las deudas, deambulan angustiados por los muelles. Y aún así no puedo quitarme de la cabeza que hace un rato, en esta misma terraza, cuando el sol empezaba a encogerse, he visto a la mujer más hermosa del mundo. Se llama Melinne y alarga las eses hasta convertirlas en serpientes.

viernes, 4 de junio de 2010

Una piel salvaje

Procuraba no pensar en el futuro o en el pasado y se imaginó aferrado a aquel momento, el precioso presente, como un escalador sin cuerda en un acantilado, apretando fuerte la cara contra la roca y sin osar moverse. Un agradable aire frío acariciaba su torso desnudo. Escuchaba el percutir de las olas lejanas, los graznidos de las gaviotas y el sonido aún latente de sus sueños rotos.

jueves, 3 de junio de 2010

Como dos moscas minúsculas

–¿Sabes qué es lo que más me gusta de ti? –me preguntó.

–¿Qué? -contesté.

Me agarró del cuello y me atrajo hacia ella susurrándome en la mejilla.

–Cómo se te marcan las venas de los antebrazos. Y la musculatura que te recorre la cintura.

–Eso es muy superficial, Lucía.

–No se puede ser profundo sin superficie -respondió.

miércoles, 2 de junio de 2010

Marsalforn

La vida se revela ante mis ojos en Marsalforn. Ella, triste y cabizbaja, quiere tenderle la mano cuando él la solicita, pero no puede, es incapaz siquiera de alzarla sobre la mesa. Los miro y me veo a mí mismo buscando un lugar donde esconderme. Te seguiré a donde vayas, le dije, y ahora me arrepiento. Toneladas de palabras viejas como huellas abandonadas en la arena se disponen a erguirse sobre el paseo. Si en este preciso momento tomase el deseo su forma más perfecta adoptaría la silueta de un pájaro volando hacia mi isla. Pero sigo en Marsalforn, donde mis ojos están aprendiendo a mirar.

lunes, 31 de mayo de 2010

Noche en la bahía

Dar aquel paso era como desenmascararme a mí mismo, revelarme cuan anómalo podía llegar a ser. Hasta entonces había vivido extrañamente aislado en el seno de una normalidad apabullante, una normalidad que se acrecentaba día a día y que no dejaba lugar para nada más. En la isla todo era diferente. Conseguía detenerme a pensar y lo que pensaba me animaba a seguir hacia adelante. Durante las noches, adormilado por el vino gozitano, la pequeña luz de la vela agigantaba las sombras de los camareros, que, entre susurros, conspiraban contra el capataz. La vida, la vida entera que no había dejado de imaginar, estaba allí como un acontecimiento único, casi excesivo.

martes, 25 de mayo de 2010

Gozitian deligths

Le gustaba pensar en sí mismo como un pez, colándose en cuevas ajenas donde la oscuridad parecía recubierta por una fina manta de alegría. Tenía que sentarse y pensar, pensar en todo lo que había ido dejando para mañana. Se echaba hacia un lado y recitaba sus oraciones aunque estuviera demasiado cansado para rezarlas, sólo por el mero hecho de sentir las palabras llenando su boca. "Nunca debería alejarme de este pueblo, decía, pronto llegará el día en que los buenos pescadores me llamen por mi nombre". Sentía todo el peso de su alejamiento, el vasto territorio conquistado sin motivación ni propósitos. Se había aurrinado y con él se había llevado a muchos otros. "No seas idiota -dijo en voz alta-. Y no te duermas. Gobierna tu bote. Todavía puedes tener mucha suerte. Hazlo. Sí, hazlo.

miércoles, 5 de mayo de 2010

Lo sabía, y un día, dejó de saberlo.

Contaba la tragedia y la comedia de la imparable pérdida de la inocencia, la imposibilidad de crecer sin dolor, sin romperse. Madurar era caer en la corrupción insensible de los adultos.

jueves, 29 de abril de 2010

Burdeos

El viejo se había hecho así mismo erigiendo los arrabales de Mérignac y Chabrot, había participado en el desarrollo urbanístico de la ladera izquierda del Garona, e incluso había sido nombrado hijo predilecto del recién levantado barrio de Santos-Dumont. Cientos de edificios desperdigados por el centro y las afueras lucían el sello de su ingenio. Nadie podía seguir su ritmo de trabajo. A la pregunta de cómo conseguía llegar el primero y marcharse el último, siempre contestaba con la misma premisa arrolladora: afán. Afán por permanecer y quedarse, afán por reconstruir un paisaje enigmático en el que, bajo un cielo casi blanco, una mujer tendía la ropa con sigilo.
Sin afán no hay nada o lo hay todo de una manera desbordante y uniforme, escribía en los márgenes de sus diagramas de resistencia, tal vez para no olvidarse del principio, que sin estar en los libros de física, mantenía las cosas en pie.

domingo, 25 de abril de 2010

Para ti, hermana

Es verano y Juan lleva dos días enredado en el cableado que alimenta la televisión de una familia desahuciada. Lo sé porque forma parte de mi experimento; la tentativa de aturdir la vida con un poco de ficción.
Observándolo bien lo veo como un ser medio errabundo a quien la suma de sus imposibilidades, de todo tipo, lo ha instalado en la paradoja de suponer que la única decisión de su vida ha sido electiva. Esa decisión fue temprana y consiste en dar largos paseos caminando. Por repetida, y también debido a su temperamento insubordinado y pesimista, es una actividad que se ha ido vaciando de significado. Pero carece de opciones y debe continuar, eso lo sabe desde hace mucho. Las caminatas, que siempre emprende con ansiedad y energía juveniles, como en sus viejas épocas, un rato después de iniciadas se convierten en experiencias confusas, previsibles y agotadoras.
Hacía calor, el sol caía impecable sobre el borde metálico de las ventanas. Juan caminaba con la intención de convertirse en el título de una novela, o en su defecto, en el hilo conductor de una carta de amor. Un letrero desgastado colgaba de lo alto de una farola anunciando una velada acaecida dos años atrás. Una velada que había traído al mundo a una chiquilla arrojadiza que desvalijaba a su antojo todo lo que le parecía imperfecto o inacabado. Más abajo, tendido en el suelo, había un babero minúsculo que le hacía pensar en una merienda desmantelada a trompicones. Se dijo que el mero de hecho de caminar ya era en sí mismo una voluntad de cambio, y eso lo tranquilizó. A lo lejos podía ver la silueta de dos tipos que avanzaban muy despacio por el sendero, como si no quisieran ir a donde iban. La brisa que soplaba en la cara de Juan estaba impregnada del hedor de los cubos de basura que inundaban las zonas comunitarias de la urbanización. Juan oía voces. Una chiquilla gritaba y cantaba en medio del campo que se erguía impasible al otro lado del cemento. Su joven madre la llevaba a cuestas entre la cebada. Oía sus voces, amortiguadas por el jadeo constante de su respiración. Decidió detenerse y esperarlas. Los altos tallos del sembrado no dejaban ver las piernas de la mujer, pero sí las de la niña, que eran gruesas y robustas. La chiquilla estaba demasiado crecida para acarrearla con comodidad, y madre e hija reían alegres mientras ella pugnaba para abrirse paso a través del campo. La chiquilla calzaba unas bambas demasiado grandes, enormes y blancas, que colgaban pesadas a ambos lados de la madre. Apartaban las espigas de la cebada a medida que avanzaban, entrechocando sus cuerpos con entusiasmo. Luego trazaban círculos al girar sobre sí mismas, dando vueltas y más vueltas. Dos, tres veces, riendo, dando bandazos mientras la niña, agarrada a su cuello, gritaba de placer.
Las dos cayeron al suelo y Juan ya no consiguió verlas. Sólo veía a la cebada y a la copa de los árboles que había más allá, donde el terreno bajaba en pendiente y la riera ampliaba su curva hacia las profundidades del valle.

viernes, 23 de abril de 2010

Una ciudad hembra

La ciudad que observaba haciendo vaho en el cristal no era la que esperaba encontrar cada mañana cuando el sueño le sacudía de la cama. Era otra, la que angulosamente, se mostraba como recién barrida, lijando lo que en un primer momento parecía molesto y que luego acababa siendo indispensable. Necesitaba a Burdeos como Burdeos le necesitaba a él. Vivía en ella mientras fantaseaba con el contorno de otra, con el sabor salado de otra, más ardiente y virtuosa.

jueves, 22 de abril de 2010

Un hombre corriente

Si nos quedamos sin contradicciones, ¿qué haremos para avanzar? Qué placer tan grande ir por la calle y poder detenerse como se detienen las personas normales al borde de una acera, ante un semáforo. Qué formidable poder ser un hombre corriente y también un hombre sumido en la corriente de aire de una multitud que avanza apretujada a lo largo de un bulevar.

martes, 20 de abril de 2010

Creer en el mundo es lo que más nos falta

Yaniv escuchaba la misma canción una y otra vez para matarla, no lo hacía para resolver el problema que escondía, ni siquiera le gustaba, quería desparramarla sobre la mesa y eliminar una a una las astillas que tenía clavadas en sus manos. Seguiría sangrando y seguiría escuchándola una y otra vez hasta que el mundo dejase de existir, pero el mundo seguía existiendo.

viernes, 16 de abril de 2010

Camino firme hasta donde me lleven mis pasos

Lo que ocurría en realidad era que estaba vivo, vivo hacia dentro y hacia fuera, incluso podría decirse que vivía convulsivamente, como si la vida, complaciendo a sus antojos, hubiese decido romper su letargo para recrearse ante su agitación. Por eso a menudo se asustaba, porque no podía controlar la irrupción de la vida en él mismo, porque, hasta ese momento, las secuelas que se sincopaban a sus actos habían encajado en sus expectativas, y ahora, por un ilusorio inconformismo, se lanzaban de bruces contra la línea de flotación del mundo que, con lacerante optimismo, había construido. Aunque lo sorprendente no era eso, lo verdaderamente increíble era, que estando tan próximo a la vida, no podía reconocerla. No hallaba en sus logros un atisbo que lo acercarse a ese instante, por eso pensaba en la muerte, porque en ella había encontrado lo más semejante a la verdad.

martes, 13 de abril de 2010

Y habló.

¿Cómo te llamas?, preguntó el viejo con un hilo de voz, casi arrepentido. Había pasado. De su boca brotaban al fin palabras, más que palabras, cuchilladas que lanzaba sobre sí mismo y que no podía controlar. La respiración del niño se oía pesada, con un latente sentimiento de peligro que le incitaba a lanzarse contra la ciudad. Esquinado en el borde del banco pegó un salto y echó a correr. El viejo no se movió. Pasaron más de dos horas antes de que pudiera levantarse. Pero cuando lo hizo ya era otro, incluso la ciudad era otra. Caminó hacia la parada de autobús reconociéndose en los escaparates, contento de estar vivo y de poder caminar sin sentir el vértigo de la locura, dando respuesta ciegamente a sus instintos.

martes, 6 de abril de 2010

Una brecha, un camino.

Yaniv no es las paredes, tampoco un trozo de lona dejando al descubierto las sábanas, es la lluvia boca abajo, el viento que al último momento se echa para atrás. Pero si lo medito bien, si hago un esfuerzo y consigo borrar este olor ulceroso que me acompaña, me gustaría pensar que Yaniv son sobretodo las palabras que se guarda y nunca dice.
Lo recuerdo zarandeando la cabeza de un lado a otro, como si quisiera desprenderse de algo, una mota de caspa o un presagio inoportuno. Con el tiempo supe que aquellos movimientos tenían una finalidad estratégica, una motivación cercana a lo político de la que dependía buena parte de su comunidad. Agitando la cavidad occipital estaba en realidad concentrándose en el silencio, conquistándolo, cerrando las puertas a las cantinelas que arrasaban la débil vestidura que el mismo se había procurado y que a las ocho de la tarde ya no era sino un mero velo imaginario. Lo vi sentado en un bar para turistas de Nahalat Shiv'ah. Desde el primer momento supe que no era un cliente normal. Arqueado frente a tres botellas vacías y un panfleto vacacional, su mirada parecía serena aunque sus manos no cesaran de moverse. Tuve la impresión de que estaba enfermo y que su enfermedad estaba aún por descubrir. Me impresionó la forma en como le hablaba al camarero, y concretamente el uso refinado de la súplica, que tras una firme hilera de verbos imperativos, asomaba dispuesta a ganarse la amistad del desconocido. Todo aquello le daba un aire un tanto ficticio a sus demandas, como si estuviera jugando un juego y el resto de personas fuéramos sus fichas o como si supiera de antemano cuál iba a ser el resultado de sus peticiones y el simple hecho de efectuarlas fuera una afrenta a la incertidumbre y por ello a la propia vida. Además, había en él un atisbo de irrealidad, una sospecha que lo alejaba del mundo. Pero por muy profunda que fuera esa brecha, no había ni un ápice de ansiedad en su conducta, todo lo contrario.

lunes, 5 de abril de 2010

Desde el Mar del Norte

Tal vez no se pueda vivir en Los Ángeles sino es desde la esquizofrenia, puede que la humildad sea una losa, un estorbo que deberías canjear por un buen bronceado. Recuerdo ahora la noche que decidí, aún no sé por qué, invitarla al mítico Hugos entre Olive y Kings Road, recuerdo la cola interminable para conseguir una mesa, recuerdo como si fuera hoy mismo los amos del mundo bajando de sus descapotables saltándose el turno de los mortales, recuerdo la mirada de X, mi chica, mordiéndose la lengua, gritando hacia dentro para no estropear su peinado, recuerdo que hacía mucho frío para ser L.A. y que todos tiritábamos como si estuviéramos en Toronto o en Moscú, recuerdo mis chistes sin gracia remontando el boulevard de Santa Mónica y precipitándose sobre las casas bajas de Butler Avenue donde impartía clases de portugués sin saber ni una pizca de portugués, recuerdo la mirada del encargado revisando nuestra indumentaria y despachándonos como si fuéramos un error de la selección natural, largo, dejen paso, nos gritaba con aplastante impunidad, háganse hacia un lado, y nosotros, cabizbajos, sin fuerzas para responder, nos volvíamos al resto de la cola buscando complicidad y encontrando desprecio e indiferencia, esto era L.A., la ciudad del estado campeón, del país campeón, del estilo de vida campeón. Pero no era siempre así, también habían días luminosos, días en los que era tan fácil trepar por los rascacielos como levantar un dedo, días tan parecidos a las películas de Hollywood que te hacían creer que vivías en una de ellas, momentos para mirar el cielo tumbado en Trinity Park, momentos para perderse entre los eucaliptos con una pelota de béisbol en la mano, lanzar esa pelota al aire teniendo la seguridad de que volverá a caer, si en no tu mano cerca de ella, pero convencido de que volverá a caer, seguro, segurísimo, jugar con tu chica a los países, un juego aburrido que corrompe a las parejas acercándolas a la realidad, algo, por otra parte, imprescindible, no decir y dejar pasar la brisa entre las piernas como quien deja entrar un invitado, brindar por los razas mestizas, una y mil veces si hace falta, sobrevivir a Schwarzenneger con un poco de vino e ironía, hacer el amor sobre una tabla de surf en Hermosa Beach y jugar con las olas como quien juega con un hermano, eso era también L.A.

domingo, 4 de abril de 2010

Pizarnik

La rebelión consiste en mirar una rosa hasta pulverizarse los ojos.

La piel rota en tajos

El viejo gruñó algo ininteligible y se perdió entre la muchedumbre aún más convencido de su fatalidad, sabiendo que cualquier decisión que tomara era en parte equivocada, que la elección de volver era en realidad el resultado de un descarte, el descarte de otra posibilidad, la de no abrir la puerta, la de quedarse en casa tomado té a las cinco de la tarde, pero no, decidió abrir esa puerta, prefirió escuchar el crujir de las hojas antes que imaginarlo, optó por el hedor de la muerte antes que la muerte en sí misma. El sol se elevaba poderoso a sus espaldas, iluminando lo que sus ojos aún no se atrevían a ver. Caminaba a zancadas, esquivando la obviedad que emanaba de las farolas, de las papeleras llenas, de las fechas inscritas en los bancos que le hablaban de promesas incumplidas y sueños rotos, eludía las pistas del espanto, que como antílopes corrían dispersas entre el aplomo de los depredadores. El viejo dedujo que no era más que un títere en manos de su conciencia e imaginó su cuerpo subastándose en un mercado al aire libre donde fervientes tenderos pujaban por sus miedos. Se sentó porque seguir caminando era imposible, se sentó para descansar aunque el descanso fuera inútil. Imaginó las manos de su padre enredadas en su pelo y se arropó en ellas esperando encontrar el calor y hallando en su lugar el tacto frío de las paredes de su cuarto que era en realidad la casa entera.

viernes, 2 de abril de 2010

Abrigado por el hechizo de un soplo

Sus piernas aún tiritaban tras el meneo constante del tren, ya no recordaba nada de las colinas suaves que había repasado con el dedo, tampoco parecía preocuparle el corte de pelo de los operarios que tanto tiempo había ocupado en sus digresiones anteriores, tan sólo la cobardía le incordiaba, amenazándolo con caer sobre él como fruta madura. Con el corazón inválido seguía con la mirada a una joven de rasgos indianos que barría con ahínco un mar de colillas que se había multiplicado tras la espera. La brisa del Mediterráneo se colaba entre los bordes de su camisa y resbalaba hacia abajo, acariciándolo, creía entonces que no se había ido a ninguna parte, que todo lo que tenía estaba ahí, a su alcance, pero de nuevo el presente acudía para complicarlo todo, los viajeros avanzaban tras las virutas humeantes de las locomotoras, que tras dar varias piruetas en el aire ascendían con descaro hacia la bóveda de la estación. El viejo, porque el tipo era un viejo, un anciano más propenso al abandono que al valor, flotaba entre los días como un objeto desfasado al que ya nadie encontraba utilidad. Cercado en medio del andén se mordía la lengua con la intención de no dejar salir ni una sola palabra, quizás por el miedo a que éstas le obligaran a seguir. Le temblaban los labios. Es mi vida, la vida de mis padres, repetía en sus adentros. El viejo tenía nostalgia de un mundo al que no podía volver, pero al que inevitablemente tendían sus pasos.

lunes, 29 de marzo de 2010

Ya es mío

Caminaba a ráfagas, como si en un despiste alguien se hubiera olvidado de darle cuerda. Sus frenazos repentinos tenían más que ver con una cultivada relación con el titubeo que con un antojo o una simple casualidad. Detenido casi desaparecía, se perdía entre el ir y venir de los viajeros que le miraban extrañados desde el desdén que despierta el que no avanza, el que se hunde con el mundo sin importarle hacia donde va. Tuvo que palparse la cara para cerciorarse de que aún estaba allí, plantado en medio del andén, repasando mentalmente a una gran velocidad los días que había perdido y que ahora le perseguían con la prontitud de un hechizo. Se había arraigado, había dado forma a sus propias raíces, que habían crecido con fuerza, se había salvado de los trenes sin paradas que habían recorrido su infancia, y lo había hecho solo, sin la ayuda de nadie, pero ahora, de pie junto a la pantalla que anunciaba ciudades y pueblos que ya había olvidado, sentía todo el peso de la traición, una traición que el mismo había ejecutado.

miércoles, 24 de marzo de 2010

Una revelación

El que vive en este mundo y no reconoce que todo lo que ve y lo que siente es él mismo, cae en el engaño y el espejismo.

lunes, 22 de marzo de 2010

Intrusos

Eran tres y creían en todo menos en Dios. Se veían a sí mismos como intrusos de un sueño en el que siempre acababan pidiendo perdón. Hicieran o no los deberes todas las tardes terminaban echados en la playa imaginando un cielo que sólo fuera cielo, sin nubes ni pájaros erráticos, moteado tan sólo por las colas blancas de los aviones que parecían anunciar un mundo mejor.

jueves, 18 de marzo de 2010

Cerco de posesiones

Los hombres viven separados unos de otros, separados de lo que son en los otros, separados de sí mismos. El viejo llevaba todo su vida alejándose de lo que había sido. Tal vez por eso le costara tanto aceptarse. Ya no bastaba con comprar lo que fuera para ganarse un lugar en la memoria de la gente, ahora sus posesiones carecían de sentido, ni siquiera un loco las hubiera comprado, pero locos nunca faltaban.

lunes, 15 de marzo de 2010

Juan nunca Juanito

Juan Valdivia fue concebido en un lugar invisible del que sólo se habla en los márgenes de las grandes ciudades. Fue allí donde se cimentó su adhesión a lo irreal, donde construyó la paradoja más intrigante de su vida, cómo existir aún siendo intangible para el resto de la gente. Muy pronto aprendió que la existencia está ligada al mundo del otro, a sus ojos, a su tacto, a sus palabras, y que por mucho empeño que uno ponga si para los demás no eres nadie, desapareces, sin más, y en ese momento culminante, en el que se decide la razón de tu existencia, no eres sólo tú el que pierdes, también tus padres y tus abuelos, los cuales, como tú, fueron invisibles, y en ese bucle infame sus cuerpos se transforman en una espesa bruma por la que debes seguir caminando, quieras o no. La gente existe cuando está ligada a un nombre, pero sobretodo, cuando ese nombre es pronunciado. Por eso Juan se aferraba al suyo como el último de los hombres, temeroso de que la marea se lo tragara, por eso quizás, nunca permitió que le llamaran Juanito, aunque su tamaño se prestara a ello.

lunes, 8 de marzo de 2010

Un león ruge en la pantalla, no soy yo es él.


El viejo era abducido como un imán por el territorio de la barbarie, pero él se retraía, deteniéndose a pensar ¿qué era aquello que había venido a buscar?, ¿qué fuerza lo empujaba hacia adelante, acaso quería librarse de su vida o tal vez pretendía destruir el mundo y sobrevivir a él?, ¿estaba aceptando su incapacidad para comprender o bien se rebelaba ante esa incomprensión? Mientras la ciudad se desmoronaba presa del ruido y la velocidad Juan se imaginaba en la chabola, sentado en esa caja de cartón, que sardónicamente llamaban el trono, con las piernas colgando, sintiendo el frío en las rodillas y preguntándole a su madre por qué Dios se había olvidado de ellos. En ese estruendo medido y deliberado, en el que las palabras tropezaban unas con otras, se dio cuenta de que las deudas debían pagarse y que no hacerlo suponía la aceptación de la mentira y consigo la humillación perpetua.

viernes, 5 de marzo de 2010

Juan siguiendo la sombra de Johnny Rotten


Juan se aproximaba al encuentro con la absoluta certeza de lo aleatorio, adentrándose ya en la lejanía, haciendo hincapié en lo novedoso de su atrevimiento, sintiendo cada paso, cada bocanada de oxígeno, como un regalo, una victoria. Quería permanecer, se trataba de eso, atrapar las olas de su infancia, para anticiparse al expolio que se avecinaba, quería fusionarse con el paisaje, caminar entre las barracas hundidas y pintar de nuevo sus deseos en el espigón, aunque aquello supusiera el delirio, aunque un agujero negro se asentara de nuevo en su espíritu. No había un sentido comunitario en lo que hacía, no era el salvador de nadie, aunque así lo creyera, era una afirmación de su autonomía, de su voluntad emancipadora. Juan enmudeció mil veces antes de escupir sobre la deprimente comodidad que lo cercaba, por momentos, sin embargo, y ya habiendo tomado la decisión de volver, se asombraba por la frialdad de sus sentimientos y la inoperancia de sus palabras, que lo emparentaban con la mentira de la que huía. Inmerso en una de esas luchas intestinas, y reclinado sobre una de las farolas del paseo, descubrió la agudeza de los alcaldes de la ciudad, que, unos tras otro, como directores de marketing, habían delineado el horror en su piel, tatuándole el desprecio y la complacencia.

lunes, 22 de febrero de 2010

L.A (I)

Los Ángeles es una ciudad ficticia, un espejismo en medio de la nada. No soy yo, es el empuje del aire llenando el vacío lo que hace ruido, un ruido que retumba en los granos afilados del desierto que ahora habito. Al parecer fuimos increíblemente felices aquí. Me pregunto si volveremos a serlo alguna vez. Estoy otra vez asustado por la claridad de sus recuerdos y la propagación de sus premoniciones, asustado y desengañado, porque ¿Quién sabe? ¿No es, en medio del amor, el amor mismo lo que uno más teme?
Días de penuria, cielo azul donde jamás se ve una nube y el sol flotando en él, días de abundancia que ya no volverán. Esto es L.A, un semáforo imponente que cambia de color cuando menos te lo esperas.
Hay mucha tristeza en el fondo de mi estómago. No voy a esconderlo, tengo hambre, un hambre animal que me está volviendo loco. ¿¡Cómo!? Os preguntaréis. ¿Cómo se puede tener hambre y pesar ciento cinco quilos? Se puede, por mi madre que se puede. Sin embargo es el dolor ajeno el que me empuja, el que sacude mis recuerdos y me revuelve las tripas. ¿Dónde quedaron los días amables, dónde quedó la ternura? Me la robaron. Ahora recuerdo cuando decías “nunca te apartes del camino”, ahora que estoy en la orilla, borracho y solo, recuerdo como me acariciabas las mejillas y tiemblo como nunca he temblado.
La depresión puede revivirlo a uno si la vence, me dicen los tipos elegantes de Beverly Hills y yo les miro sabiendo que cuando lleguen a sus casas se limpiaran las manos por haberme rozado.
Recuerdo que te levantaste, anduviste tambaleándote hasta el lavabo y te lavaste la cara. Te vi vestirte, me besaste en la frente y te alejaste, oí el crujido de las ramitas que pisaban tus pies inseguros y me eché a llorar convencido de que no volverías. Y así fue.
Siempre tengo la sensación de estar siendo espiado. Unos ojos inquisidores aplacan mi voluntad de seguir sentado, por eso a menudo me levanto y dibujo un círculo con la mirada, para desenmascarar a los espías y darles su merecido.
Pido limosna para que me quieran. Lo digo con esa falsa ingenuidad que me da de comer. Si me preguntáis, no nací aquí, me vine al Oeste en busca de oro y sólo encontré la mirada asfixiante de los dependientes que me siguen a todas partes.

martes, 9 de febrero de 2010

Lo que nunca leerá el tribunal

El viaje

Xavier de Maistre nos habla sobre los diferentes motivos del traslado, sean estos por curiosidad, por exotismo o por descubrimiento. En mi voluntad de traslado se hallan cada uno de ellos impregnados por una sutil voluntad de permanencia, quiero permanecer para poseer, para aferrarme a la belleza y guardármela para siempre. Soy un viajero imposible, es decir, soy un tipo que transita con el miedo a la pérdida atado a sus tobillos, y eso le impulsa a acumular paisajes y nombres, con la esperanza insana de que un día éstos le poseerán a él. Llevo diez años viajando ininterrumpidamente con el único propósito de sentirme libre, despreocupado, liberado de cualquier obligación y de cualquier función. Dormí en el desierto del Néguev, pedaleé contra el viento en las escarpadas tierras de Gotland, me perdí por las valles angostos de Creta, lo hice con la sensación de que algo bueno me estaba pasando, algo verdaderamente importante, y luego volví, regresé de nuevo a mi vida irreal y pensé en aquellos lugares y me sentí afortunado. A veces los pasos más profundos y largos resultan aquellos encaminados hacia el interior, podría decirse que la acción misma de dar un primer paso es la idea del viaje en si misma.

La escritura

Alguna vez pensé que no podría vivir sin escribir, pero me he dado cuenta de lo contrario, de hecho, puedo, y puedo muy bien. Sin embargo cuando escribo mi vida crece, sería absurdo negarlo. Escribí el Espantapájaros a los seis años y desde entonces no he dejado de intentarlo. Escribo para reinventar el mundo, para comprenderme más y mejor, escribo porque quiero ser libre, para elevarme por encima de lo trivial, lo que considero trivial, lo hago a pesar de jugármela en cada palabra, a pesar de tener que avanzar a oscuras, sin más armas que mi instinto, escribo para corregir mi vida, porque quizás sea lo único que pueda hacer.

jueves, 4 de febrero de 2010

Sangre de mi sangre

Yacían sobre la meseta, sin tocarse, en silencio, Tomás la miraba asombrado, incrédulo, sin entender aún por qué la vida le procuraba tanta recompensa después de tanto desprecio. El viento barría sus rostros y oían como se sacudían las celidonias arrastrándose a duras penas por el muro del molino. Un árbol amortiguaba la intensidad de los sonidos, los suavizaba, María agitaba las pestañas acompañándolos, como si los barriera con los ojos, dispuesta a sentir cualquier rubor que cayera sobre sus hombros. Empezaron a besarse y a tocarse, pero el vacío que les rodeaba se imponía a la excitación, no podían dejar de pensar en lo que había pasado y en lo que iba a pasar a partir de entonces. Tomás puso su dedo índice en los labios de María y cerró los ojos, esperando que el viento se calmara, pero no lo hizo, y siguió azotando con fuerza. Tomás sentía lástima por ella y por si mismo, y empezó a llorar silenciosamente, temeroso de que alguien les pudiera escuchar, María se apretó contra él y aspiró el olor intenso de la tierra.

-Casémonos –dijo Tomás.

Ella se sentía demasiado asustada para responderle. Notaba como si tuviera la voz sepultada bajo el peso de sus antepasados, aplastada bajo un montón de secretos que un día u otro debería resolver. María no contestó, se limitó a observar el vaivén de las espigas que se levantaban por encima de sus cabezas.

miércoles, 3 de febrero de 2010

María

Maria bailaba con una armonía fuera de lo común, aprendida a base de empeño y cabezonería. Todo el pueblo la miraba, los chicos se le arrimaban, y las chicas, con mucho pesar, aceptaban su brillo sin insultos ni reproches. Pero la intención de María iba más allá de la seducción, quería convertir su vida en un baile, en una posibilidad. Cuando cumplió nueve años, un chico que solía pasar los veranos en el pueblo, le enseñó un pase nuevo. Le dijo que aquello sólo era el principio, que luego vendrían más, que de donde él venía las chicas y los chicos bailaban dia y noche, sin importarles nada más. María lo tomó como un regalo con trampa. El chico, mayor que ella, le explicó que en la capital existían lugares donde podías escuchar música Americana y que tarde o temprano aquella música acabaría llegando al pueblo. Pero María sabía que eso nunca pasaba, que el cura y el alcalde se encargaban de mantener las cosas como estaban, por Dios y por la patria. Un día el muchacho se llenó de valor y le preguntó si podía besarla. María no dijo ni que sí ni que no. Entonces el muchacho se inclinó sobre ella ofreciéndole sus labios apenas un instante. Ella notó el calor de su boca y descubrió que había lugares donde Dios nunca podría llegar. Llegó el fin del verano y el chico se marchó del pueblo y nada más se supo de él, dijeron que se había ido a estudiar a Paris, pero María sabía que aquel chico no se había ido a ninguna parte, estaba segura de que formaba parte de su imaginación y que por eso siempre estaría donde ella quisiera, sólo tenía que apretar los ojos con fuerza y ponerse a bailar.
Diez años más tarde, pocos meses después de que acabara la guerra, María seguía bailando. Tomás Ramos, un recién llegado al pueblo, la miraba agazapado en un resorte de la iglesia. Su padre, un capitán degradado de la República, no le quitaba el ojo de encima. Tomás jugaba con la copa de Brandy e intentaba imaginar quién sería aquella muchacha que retaba a la vida con tanta osadía. Le hubiera encantado unirse a ella, pero jamás había conseguido superar esa mezcla de timidez y fastidio que lo asaltaba en cuanto empezaba a mover los pies. Cada vez que hacía el intento de bailar, le parecía ver una legión de dobles suyos sacudiéndose a su alrededor, multiplicándose como en un prisma, mostrándole lo ridículo que él mismo se veía. Entonces ya no conseguía distinguir la torpeza del pudor, y ambas se alimentaban mutuamente hasta que corría a ponerse a salvo en un costado.

martes, 2 de febrero de 2010

Creo en el misterio de esa mano

Creo en el misterio de esa mano, en la melancolía que desprende, creo en el brazo que la sostiene, en la cabeza que la dirige, en el corazón que la siente, creo en el hombre que aún no he visto, el que va a salvarme la vida, un hombre de la medianía que llega a la gran ciudad deseoso de grandes distracciones, que hace de su vida una aventura, no creo en la añoranza, creo en el presente amargo, en el impetuoso paso de los cazadores, creo en los días cálidos y en la belleza efímera, creo en la mujer que le espera ansiosa, creo en ese instante que sigue al destierro, creo en el lecho desarmado, creo en las pulsaciones de ese hombre al verla a ella, sentada con las piernas cruzadas, anhelando su oportunidad, creo a menudo, y perdonadme mi osadía, en la sangre que vierten los que aman, creo en el misterio de esa mano, en la melancolía que desprende.

*Fotografía de Iván Abreu

lunes, 1 de febrero de 2010

La chica de Washburn (V)

Comer, dormir y follar, esas eran las palabras que salían constantemente de su boca. Marilyn me había enseñado a convertir la pereza en una posibilidad soportable, los lunes pasaban a ser domingos, como los martes y los miércoles, de hecho, no había día que no fuese domingo. Aprendí a pasear sin motivo, me dejaba engullir por las calles, que me llevaban de un sitio a otro con la delicadeza de un ciego, de la Ribera al Born, del Born al Gótico, cuando me sentía agotado buscaba un lugar donde sentarme y jugaba a ser turista, al rato reanudaba la marcha. Por las mañanas tomábamos baños de sol y arena mientras los oficinistas de la ciudad arrastraban sus maletines a sus puestos de trabajo, entonces confirmaba mi existencia aislada y particular, mi irreductible separación del mundo. No sé por qué pero siempre acababa hablándole de Grecia, de sus islas, de sus manjares cuantiosos, de la mirada penetrante de sus mujeres, y de María, la chica que amaba a Dios por encima de todas las cosas. Un día Marylin no acudió a la cita que habíamos concertado, sin embargo, se las apañó para dejarme una nota con una dirección, si quería verla, decía, tendría que subirme al metro y caminar los doscientos metros que separaban la casa del señor Boix de la estación de Paseo de Gracia. El señor Boix era un amigo personal del padre de Marylin y solía invitarla a pasar las tardes. En esta ocasión, el distinguido potenciado se había ausentado por alguna causa mayor y le había dejado las llaves del piso, para que disfrutara del piano, le había dicho.
Me abrió la puerta vestida de puta, con un corsé que ensalzaba la magnificencia de sus pechos y unas medias de encaje que embrutecían su aspecto aniñado. “No quiero que abras la boca, ¿me has oído?”, me dijo. Asentí con la cabeza. “Soy tu puta y quiero que me trates como tal”. El culo de Marylin ondulaba mientras iba y venía por todos los rincones de la casa, de la cocina al salón, del salón al pasillo, del cuarto de huéspedes a la terraza. Me quedé un rato de pie observándola. Ella, ansiosa, comenzó a desnudarse. “No, no te quites la ropa”, le ordené. “Acércate al espejo y mírate”. Marylin obedecía con gusto. “Ahora mete las manos bajo la falda y tócate, tócate como si fueras otra”. Me acerqué por detrás sin que se diera cuenta, posé mis manos en sus muslos y la obligué a abrirse de piernas. La penetré de una sola vez, tenía el coño abierto como un fruto. Gimió débilmente y tendió las nalgas hacia mí. La embestí siguiendo el curso de mi respiración, Marylin, de bruces contra el espejo, aguantaba el acoso con la boca abierta, dejando una hilo de vaho en el cristal. Se debatía entre el dolor y el placer, con la falda subida, sorprendida ante mi urgencia. Intentaba darse la vuelta pero la tenía bien sujeta. “¡Estate quieta, puta!”, le gritaba. Cada vez las embestidas eran más intensas. Oía los jadeos de Marilyn, me perturbaba no reconocerlos, no era su voz, no era ella la que gritaba, le agarré el culo con las dos manos y la monté enrabietado. Saldaba alguna deuda pendiente, algún mal gesto de un día anterior, algún reproche, saciado de venganza, hinqué mis rodillas en el suelo y seguí colmándola. Su cabeza daba bandazos de un lado a otro. No podía contenerme; furioso, me zafé de ella. “No te muevas”, dije. Me estrujé el glande con fuerza e inhalé todo el oxígeno que cabía en mis pulmones. Exhausta Marylin se sujetó al espejo y volvió tímidamente su rostro hacia mí. No pude distinguir con precisión sus facciones. “¡No me mires!”, dije severamente. Seguido coloqué mi rabo entre sus nalgas y ella, sin habérselo ordenado, comenzó a frotarse contra él, primero retraída, luego con más ímpetu. Su ano iba cediendo lentamente, dilatándose en cada roce. Marylin rompió su silencio: “¡¡Métemela por atrás!!”. Separó las nalgas con sus manos y me ofreció su agujero. Introduje un dedo y maniobré con él durante un rato, hurgando en la estrechez de su recto. “¡¡Ah, aaah, aaaaaaaah…!!”, gritaba. Me agarré la polla y la introduje delicadamente en su ano, primero la punta, luego entera.”Suave, suave…”, suplicaba. Me deslizaba en su interior sin dificultad. Hablaba, Marylin hablaba y gritaba, escuchaba sus alaridos retumbar en mi cabeza, podía sentir el dolor que ella sentía y me estremecía. “¡Tócame el culo, tócamelo!” Sus palabras precipitaron el vacío. Agarré mi polla con las dos manos y me corrí sobre su coño. Marylin se quedó largo rato de rodillas ante el espejo, ausente, sin entender aún lo que había pasado.

* Collage de Mónica B.






En medio del desorden

En medio del desorden existe un lugar donde apenas se escuchan lamentos, donde un ángel parece haber encontrado un atajo hacia la verdad, si es que ésta habita entre nosotros, si es que puede existir algo tan puro, tan real, si es que tiene sentido habitarla, aunque duela, aunque huela a sangre, aunque el petróleo nos invada, dejándonos ciegos, existe un lugar donde apenas se escuchan lamentos, en la que la vida es la siembra, hombres y mujeres labrando, dando sentido a sus frutos, quemándose las manos con la tierra enferma que algún día habitarán sus hijos, en medio del desorden crecen tres flores que desoyen los consejos de los dioses, tres flores que alargan el cuello en busca de un país donde quedarse.

*Collage de Mónica Buzali

La chica de Washburn (IV)

Marilyn se ha restregado contra todos los puertos, contra todos los amarres y finalmente ha ido a parar a un rincón inexistente donde yo he decidido construir mi hogar. El fuego encendido nos hacía guiños desde el interior de una cueva para gigantes en la que habíamos decidido alojarnos. “Tengo calor”, decía ella, “Acércate”, decía yo. Habíamos abandonado el túnel oscuro por el que avanzábamos torpemente y nos habíamos lazando contra una marea primitiva que nos lamía los cabellos y nos hablaba de los días soleados que estaban por llegar. Marylin llevaba medias de seda negra que le subían por encima de las rodillas. Cuando se agachaba para recoger algo podía ver sus partes sin ningún reparo, los labios de su coño me insinuaban el espesor de la muerte, una muerte por agotamiento que pretendía sin descanso. “Quiero emborracharme”, me decía, “quiero sentir como mi cuerpo se aleja, quiero convertirme en aire”. Coloqué una jarra rebosante de vino sobre la mesa y ella, sin apartar la mirada, volvió a tomar la palabra, “Quiero sentir el vino en mis entrañas, apártate”, me ordenó, “venga, a qué esperas, ayúdame a subir”. Encima de la mesa, flexionando las rodillas, sin separar sus ojos de los míos, se sentó sobre la jarra, pude ver como empapaba sus nalgas ardientes en el vino, como éste se escurría a lo largo de sus piernas, sobre las medias, desembocando en sus pies descalzos. Me situé a la altura de su vientre y ella comenzó a contornearse, arqueando la espalda y agitando la pelvis, por primera vez pude ver el color rosado de su coño y acabé restregando la polla contra el borde la mesa. “Cómeme el coño”, dijo moviéndose de arriba a bajo, “cómemelo ahora”. Chupé su vello púbico como si fuera opio y sentí el ácido corrosivo de su alma, derramándose por todos los conductos de mi cuerpo, transportándome hacia el patio trasero de mí mismo y me quedé solo. De pronto dejé de escuchar mi soledad y me sentía lleno, saciado, mis enemigos habían dejado de llamar a mi puerta, su grosor era ahora inapreciable, me imaginaba atravesando la selva, abriéndome camino con mis propias manos, desafiando a mis sueños, lo que yo creía que eran mis sueños, y sus nalgas me sonreían. “Mírame, no dejes de mirarme”, me decía, y mi mano, como un imán, acariciaba sus senos mientras mi lengua perforaba la calidez de su boca. Hasta aquel momento en mí no había cabida para ese exceso de vida, no soportaba esa impaciencia, mis días se inundaban de vacío, y entonces Marylin acabó con todo, apareció y me preguntó si podía acompañarle hasta la playa, y yo dudé, pero no importaba lo que yo pensara, ella quería ver el mar. Mi palidez me delataba, hacía meses que no pisaba la Barceloneta. Marilyn me agarró de la mano y me remolcó por las Ramblas, no esperó mi respuesta. Me dejé llevar con el cansancio acumulado de toda una vida, y la miré como quien mira a un ángel, ansioso de ser salvado. Nos perdimos por las callejuelas improvisando una nueva vida, sorteando abismos, jugando a ser bandidos acechados por todos los ejércitos del mundo. Hoy ya no soy el mismo, soy otro, pero qué importa si un día fui lo que sigo esperando, qué importa si su olor sigue impregnando mis cuentos. ”No cierres los ojos, mira”, reclamaba mientras se mordía la lengua. Yo contemplaba la suerte de su voluptuosidad, el balanceo de sus pechos, mientras un aroma corrupto invadía mis pulmones, un olor amargo que trepaba desde sus selvas oscuras y se colaba por mi nariz dejándome completamente sordo. “¿Te gusta lo que ves?”, me preguntó. Una dulce erección asomaba bajo mi pantalón, cosquilleándome las ingles. “Sí, me encanta”, contesté. Marylin clavó su mirada en mi entrepierna y sonrió, consciente del poder que la envolvía. Luego extendió su mano hacia mí y la introdujo en mi boca. “Chúpamela”, dijo, “chúpamela como si fuera tu polla”. Era el aquí y el ahora juntos por primera vez en mi vida, el futuro había desaparecido, asustado ante tanta osadía. Afuera seguía la ciudad anunciado catástrofes y yo renunciaba a sus embustes debajo de su lengua, adherido a su piel, cobijado en el perfume de su cueva para gigantes.

viernes, 29 de enero de 2010

Gasparnik y los Asaltadores, parte 24/789

El 18 de diciembre de 1803 moría en Weimar, Turingia, Johann Gottfried von Herder. Entre los allegados que velaron el muerto destacaban dos individuos que mostraban un pesar sincero y digno, casi irreal. Eran Gyula Tizsa y el Coronel de Campo Gebhard von Hötzendorf. Nunca antes se habían visto, no frecuentaban los mismos sitios, ni compartían amistades, treinta y tres años les separaban, pero desde el primer momento en que se conocieron supieron que jamás se separarían. Fue en aquellos días de duelo cuando entablaron las bases de una amistad infranqueable. Desde entonces no hubo semana en la que no se cartearan. Lo que empezó como un hábito acabó convirtiéndose en una necesidad, y eso, al contrario de perturbarles, les tranquilizó. Pero ¿Por qué de repente dos desconocidos que en una situación normal ni se hubieran mirado a la cara se prometían apego eterno? Había una razón evidente, compartían la misma obsesión: el Ensayo sobre el origen de la lengua (1772) del difunto Johann Gottfried von Herder

La chica de Washburn (III)

Marylin por primera vez en su vida quiere divertirse, eso es lo que me dice mientras abre los muslos suavemente, va a hacer lo que le plazca, si quiere follar con un desconocido lo hará, nadie se lo va impedir, por primera vez en su vida cree estar haciendo lo correcto, y eso, tal como está el mundo es casi un milagro. ¿Por qué no lo pasamos en grande está noche?, pregunta. ¿Por qué no ahora y aquí?, contesto. ¿Aquí?, dice señalando el local. Sí, por qué no, contesto dibujando una media sonrisa en mi cara de domingo. Marylin no necesitaba a nadie porque quería ser libre, ahora más que nunca estaba dispuesta a dar un salto a ciegas en la oscuridad, había borrado el mañana de su cabeza, había decido salvarse, lo veía en su forma de pedir la cuenta, en su andar exagerado, en su ropa ajustada, estaba claro, había descubierto su verdadero poder, el mismo que había mantenido escondido durante demasiado tiempo. Quise atarla a tierra firme, clavarla en el fondo del mar, para luego besarla poco a poco, de arriba a bajo, sintiendo su piel en mis labios, pero no pude, ahora era Marilyn quien tomaba las decisiones, me agarró de la mano y me arrastró hasta el lavabo, no pude resistirme, nadie hubiese podido. Cerró delicadamente la puerta y corrió el cerrojo, seguía agarrado de su mano, una mano firme y delicada que acabó tapándome la boca. “Cállate”, me susurró, y callé. Sentí como deslizaba la mano en mi bragueta, como acariciaba mi polla con sus dedos, sentí como apretaba su cuerpo contra el mío, sentía mientras escuchaba conversaciones de mujeres en celo, podía sentir el rencor hacia sus maridos, un rencor que se acrecentaba en cada palabra, y Marylin se adueñaba de él, y de repente yo me convertía en su marido, un marido aburrido con polillas en el ombligo y todo el odio del mundo se cernía sobre mí. Parecía darle un placer especial hacerlo en las narices de la gente, decía que era más divertido, sobretodo cuando podías convertirte en cualquier otra persona, era increíble transformar sus frustaciones en las tuyas y canalizar toda esa energía a tu favor, así es como, mientras escuchábamos todas esas historias tristes, Marylin me sacudía la polla como si le fuera la vida en ello y yo me mordía la lengua y me imaginaba a tipos con zapatillas mirando la tele, y ya nadie se oía al otro lado, tan sólo el zumbido estéril de mis oídos.

jueves, 28 de enero de 2010

Notas sobre Brukman (I)

Martín me habla desde un país inaccesible, donde sólo él tiene pasaporte, un lugar ya desaparecido en el que los minutos se hunden como si fueran arenas movedizas. Me lo imagino caminando por la pampa, golpeando sus botas contra la tierra húmeda, como un niño que se resiste a aceptar el dolor intenso de la vida, preguntándose cómo diablos enterrarán al viejo Gabriel, que lleva tres días en cama, cómo hacerlo si ni siquiera hay plata para comer, cómo mantenerse a flote cuando llevas rocas atadas a los pies, cuando naces con rocas y trasatlánticos atados a los pies, veía alejar su figura por los pastos, con la cabeza baja, buscando una respuesta entre los charcos de Villa Amparito, pero sólo encontraba su reflejo y de repente la imagen del viejo, estirado en su cama con una estúpida manta cubriéndolo el cuerpo, se estaba volviendo loco, esperaba que los ángeles se lo llevaran, pero nadie vino a buscarlo, solo, solísimo, Martín apretaba los dientes y sentía todo el pesar de la rabia acumulada durante quinientos años.
“Tenía la sensación de que estábamos cambiando algo. Oficinistas, abuelas, chicos muy parecidos a mí, todos sentíamos lo mismo, el mismo compromiso. Sabíamos que habíamos tocado fondo, que teníamos que reconstruirlo todo. Partir de cero. Sanear nuestra sangre, una sangre que había estado dormida durante demasiado tiempo.”
Intento atrapar sus palabras y las yemas de mis dedos se prenden, consumiéndose con la toxicidad de su verdad, una verdad inapelable, que mata. Martín vuelve a tener veinte años, vuelve a estar en su Argentina natal, de la que salió huyendo. Me habla desde ese rincón perdido y yo continuo distrayéndome con las imágenes de ese lugar macabro donde las personas no eran nada.
“Cuando en Villa Amparito lamentablemente moría un vecino, no teníamos como enterrarlo y por ahí se quedaba cuatro o cinco días tirado en la cama. A veces teníamos que organizar partidos de fútbol o campeonatos de truco para poder juntar doscientos mangos para poder enterrarlo”

*Fotografía de Iván Abreu

Oleg Pemiakov (I)

Llovía. No era la mejor manera de comenzar un largo viaje, aunque a mis veintidós años me diera lo mismo. El estado de la mar había obligado al Bravo a volver a puerto en dos ocasiones. De pie tras el bauprés, el viento me azotaba la cara, concediéndome una sensación novedosa, un tanto ficticia, que me permitía olvidar quién había sido, mi nombre, mi procedencia, mi pasado. Dejaba atrás la incertidumbre de mi puesto de por vida en el negocio familiar, abandonaba a mi prometida y a mis suegros millonarios, renunciaba a mis años de bonanza y tranquilidad y me embarcaba rumbo a lo desconocido. Dos días antes había simulado un suicidio en el puente de San Cirilo, justo en frente de la catedral de San Isaac, en mi San Petersburgo natal. Durante aquellos años resultaba muy fácil quitarse de en medio, los bajos fondos de la ciudad suministraban las personas y los contactos adecuados para hacerlo. Ningún transeúnte se dignó en ayudar a aquel pobre joven que saltó decidido sobre las aguas heladas del Neva, nunca nadie supo su nombre, tampoco preguntaron, no había por qué, toda la ciudad lo conocía, una mancha en el cuello lo delataba, una mancha idéntica a la mía.

* Fotografía de Ivan Abreu

miércoles, 27 de enero de 2010

La chica de Washburn (II)

Marylin se quitó la ropa sin mediar palabra, se quedó desnuda, expuesta a mi curiosidad. Ante mi asedio se abrazó a si misma, arrepentida de su atrevimiento. Pese a su valentía, no pudo seguir mirándome a los ojos, su tórax subía y bajaba, el valle cóncavo de su estómago respiraba como el de un animal herido, contrayéndose sin descanso, presa del pánico, me gritó: ¡¿Vas a quedarte ahí?! Era hermosa, suave, su piel era tan blanca que dolía mirarla. No tenía más vello que una sombra rubia en la conjunción de sus piernas y eso me hizo pensar en la posibilidad de que me estuviera mintiendo, pero eso era imposible, Marylin era licenciada en Derecho, no podía tener menos de veinticinco años. La única bombilla del cuarto zumbaba brevemente, apagándose y encendiéndose indistintamente, por lo que la oscuridad no era plena. Marylin tuvo que ver como la penetraba, como se tensaban mis músculos mientras sacudía mi pelvis, tuvo que sentir mi aliento en su cuello, mis dedos hundidos en su boca, mi polla rebosando sus entrañas…

La chica de Washburn (I)

Marylin es el rostro de Washburn a los ojos del mundo, ese mundo pesado formado por vacas, plomo y padres severos. Marylin me pidió ayuda para aprender español y yo le pedí a cambio que me abriera las puertas de América, esa América que tenía incrustada en las paredes de mi estómago.
Desde el primer día en la ciudad había estado buscando a un hombre apuesto con el que pasar buenos ratos, pero ninguno le había aceptado, aún no estaba segura del porqué, pero sospechaba que tenía que ver con el tamaño de su cuerpo. Marylin medía un metro y ochenta centímetros y pesaba cerca de noventa y cinco quilos pero no era culpa suya, ni siquiera su acento gringo era culpa suya, había nacido en el seno de una familia conservadora aficionada a los asados y seguía sin sentirse culpable por ello, me lo dijo una vez: es duro ser gorda en América, es muy duro recorrer los pasillos del instituto y descubrir que tu culo tiene mote, “calabaza rellena”, ¿puedes creerlo? lo llamaban “calabaza rellena”, lo peor no fue eso, lo peor fue que mi maldito trasero creció sin que me diera cuenta, se excusaba, de un día para el otro se convirtió en lo que hoy ves, dijo agarrándoselo con las dos manos. Me encanta, le dije. ¿Qué te encanta?, preguntó. Tu culo, contesté, me fascina, me vuelve loco. Marylin apartó la mirada y se escudó tras sus manos. No deberías avergonzarte de tu cuerpo, le dije, te haces daño. Yo no tengo la culpa de ser enorme, está en mis genes, no puedo cambiarlo, mi abuela era una ballena y mi abuelo un rinoceronte, ¿cómo diablos me convierto en un gacela?, ¿me lo puedes explicar? Quiero unos zapatos como esos, con tacón de aguja, ¿los ves?, me decía señalándolos, pero mis tobillos son tan grandes, quiero un vestido de muñequita, quiero los aires de esa, ¿la ves?, mira como camina, dan ganas de casarse con ella, quiero pintarme los labios cada día y sentirme mujer, en ese momento, mientras hablaba, Marylin descubrió una fuerza que nunca supo que tenía ahí dentro, una fuerza que le cambió la mirada y me arrancó del asiento.
Un minuto. El tiempo necesario para observar. El momento propicio para controlar los nervios y humedecerme los labios. Una pausa entre dos asaltos. Tragué saliva sin ser saliva, era bilis, sangre, levanté la copa para brindar por la locura y ella me siguió. Me sentía a gusto en la redondez del planeta, a gusto entre la generosidad de sus senos, para qué negarlo, era feliz. Cuando paseábamos por las Ramblas dejaba que me adelantase para levantarle la falda y ver sus muslos y magrearla a mi antojo, su trasero se volvía completamente hacia mí, anunciándome su entrepierna, ¿qué voy a hacer contigo?, pensaba, te voy a llenar hasta que reboses, hasta que digas basta, tu mirada encendida me acompañará hasta el abismo, lo sé, lo he soñado, acababa divagando, cachondo, derramando mis lágrimas por el paseo, un paseo que jamás había pisado, y Marylin me seguía con sus ojos turbios y me hablaba de los centros comerciales de su país, ocupando un espacio inexistente, que sólo ella conocía, y tiraba de mis jeans, como quien tira de una mula, arrastrándome hasta el portal de su casa, y de allí hasta su cuarto, un cuarto presidido con la foto de Washburn, el lugar al que un día regresaría.

* Fotografía de Ivan Abreu

martes, 26 de enero de 2010

A quinientos pies sobre el nivel del mar (III)

Enrique mira a su alrededor con unos ojos que ya empiezan a estar vidriosos, está cruzando un río, la boca de un río, aunque sus pasos no desembocan en la orilla, sino en su habitación, y allí, junto al póster de Marley, descubre a un chico tumbado en su cama, un chico que bien podría ser él mismo. Camina hacia él, como si bailara, alargando los pasos, esquivando lo que un día fueron sus cosas. Enrique lo observa detenidamente, piensa en perros tumbados al sol y lo resigue con el dedo, nada ha cambiado, todo se ha quedado como estaba, la misma cara, el mismo estupor en sus ojos. Cuenta hasta tres y escucha un portazo, parece que el miedo se ha disfrazado con su propia piel, una piel adhesiva que se solapa a las sabanas de la gente. Enrique alarga el brazo y se topa con unas voces que le envuelven, decidido, enfila rumbo hacia ellas, hundiendo su hocico en las tinieblas del río. Al otro lado le están esperando dos siluetas cóncavas, sin ángulos, que no paran de agitarse, ah, qué alivio llegar a la luz, aunque ésta sea una penumbra vaga, qué alivio notar el calor de las llamas; las palabras salen de su boca, sin tiempo para asimilarlas un hachazo le deja sin aliento, y cae roto, partiéndose la mandíbula.
Aquella fue una noche de cuarenta y ocho horas, no fue un delirio, fue tan real que a menudo se difumina, se pierde entre ensoñaciones, el alcohol le había desengrasado tanto el cerebro y los nervios que por momento pudo ver el mundo tal como realmente era, es decir, como era antes de que lo transformaran en un lugar de desesperación, en una madriguera fangosa cuyo fin era hacer a la gente irritable, afligida y triste. Aquella noche Enrique perdió el vínculo con el tiempo exterior, abandonándose a sí mismo se convirtió en un elemento incontrolado sin continuidad, se transformó en un huracán caprichoso, deteniéndose a veces por completo, otras irrefrenable, remontando montañas, cañones y cerros.

lunes, 25 de enero de 2010

A quinientos pies sobre el nivel del mar (II)

Todo era infinito, nada tenía principio ni fin, un instante y la visión de la realidad se deshacía, se tornaba irreconocible, frente a él las dos chicas devoraban sus almas dejando un hueco en el vacío donde él pretendía esconderse. Enrique tuvo miedo, un miedo digno y tranquilo que lo mantenía despierto. Aún no lo había entendido, pensaba que se trataba de un juego, pero algo sublime estaba a punto de ocurrir, algo que le obligaría a ser, sin excusas, como nunca había imaginado. Carla y Ana se miraron, parecían hambrientas. De nuevo otra vez miedo. Enrique agachó la cabeza y se miró la polla, no había marcha atrás, pensó, una vez dado el primer paso, éste era irreversible. Escuchó los gemidos de las chicas romper en su cabeza, pensó en personas conocidas, en él mismo pateando una pelota en la playa, en los pezones de Andrea asomando bajo su camiseta, pensó en los días perdidos y en Jorge, su amigo, pidiéndole por favor que regresara. Enrique estaba siendo, remontando el río con sus brazos, estaba siendo, aferrándose a su polla, sintiéndola, imaginando el curso de sus venas, estaba siendo, en silencio, blanquísimo, pálido, moribundo, estaba siendo. Cerró los ojos y una luz le guió por un bosque húmedo de paredes blandas, era él mismo quien tenía que guiarse, estaba solo, su ángel de la guarda le había abandonado, su cuerpo ardía, así es como se incendiaba el mundo, pensaba, de dentro hacia afuera.

lunes, 11 de enero de 2010

A quinientos pies sobre el nivel del mar (I)

Enrique tiene dieciocho años, Carla y Ana diecisiete. Enrique soy yo. Puede que sea la primera vez que cuento esta historia, puede que sólo haya ocurrido en mi imaginación, puede que con el tiempo haya olvidado algunos detalles, puede que aquel joven fanfarrón ya no exista, puede que Carla tuviera una peca enorme entre los pechos, puede que Ana no parara de reír, puede que fuera en el pueblo, a quinientos pies sobre el nivel del mar, puede que fuera verano, un verano tórrido que invitaba a quitarte la ropa, puede que Jorge se enfadara conmigo (lo siento, espero que me perdones), puede que tuviera miedo y lo escondiera bajo una sonrisa irresistible, puede que les mintiera diciéndoles que no era mi primera vez, puede que ellas se dieran cuenta y les gustara la idea de incomodarme, puede que Carla me guiñara el ojo antes de que ambas se besaran, puede que haya buscado una piedra como quien busca una salida, puede que ambas me miraran y se perdieran por el monte, puede que empinara la botella de Jack Daniel’s con prisa y las siguiera sin mirar atrás, puede que Jorge gritara mi nombre, puede que la luna llena iluminara el camino, puede que escuchara a Carla decir “¡Ven, Enrique…necesitamos tu ayuda!”, puede que tragara saliva antes de mirar a las estrellas, puede, sólo puede.
¡Éstas empapado!, dice Ana gritando. Enrique las mira asustado, incapaz de aceptar lo que ven sus ojos. Las posibilidades de que las chicas le dejen entrar en su juego es remota, pero el simple hecho de que exista esa posibilidad lo cambia todo, convierte esa noche en “La Noche”, y eso no es cualquier cosa cuando se trata de dos mujeres y un hombre. ¡Ven, no tengas miedo!, dice Carla con el dedo pegado a la comisura de sus labios. Enrique está tan borracho que cualquier paso es una proeza, pero tiene que llegar hasta ellas como sea, cueste lo que cueste. Cuando lo consigue Carla le agarra de la camiseta y lo atrae hacia ella, a un palmo de su cara, le come la boca, retorciendo su lengua hasta la garganta. Enrique se tambalea, a punto de caerse se topa con el cuerpo de Ana, quien comienza a mordisquearle el cuello. Enrique respira hondo, durante unos segundos siente como si flotara, todos sus pensamientos se desvanecen, se ha convertido materia, en piel, sangre y venas. Si en aquel momento le hubieran dicho que aquello era su recompensa por haberles traído aquel helado días antes, cuando nadie les dirigía la palabra, lo hubiese creído, cualquier estupidez se hubiese creído. Enrique comienza a sentir el tacto de los pechos de Ana en su espalda, da media vuelta y los acaricia, ella, a su vez, se quita la camiseta y se los ofrece, exultante, poniendo sus manos bajo el sostén y levantándolos. Enrique fantasea con el vaivén de sus pechos y sonríe. Ana se desabrocha el pantalón y él se arrodilla hundiendo la cara en su coño, restregándose en él, mordiéndolo. Al poco se alza y se topa con la mirada de ambas clavada en su entrepierna, se siente deseado. Tócate, le dicen, queremos que te toques. Enrique se baja el pantalón y comienza a masturbarse (…)

viernes, 8 de enero de 2010

La reina de los bandidos (II)

¿Por qué lo haces?, me pregunta. ¿El qué?, respondo. ¿Por qué me miras así?, interpone. ¿Cómo quieres que te mire?, contesto. No me mires así, me pones nerviosa, eso es todo. La vuelvo a mirar, esta vez tardo en contestar, quiero ser sincero. Te miro así porque mirarte de otro modo sería una traición, y no quiero traicionarme. Apoyo mi mano en su cadera y presiono suavemente en su vientre. Siento, entonces, una corriente que recorre su cuerpo, afluyendo hacia su entrepierna. Ella queda en silencio y baja la mirada. Aprovecho ese momento para acariciarle la nuca y siento un escalofrío. Una lágrima surca la cara de ella. Deberías irte a tu casa, me dice. Esta es mi casa, contesto. No quiero sufrir más, no voy a tolerar otra decepción, me dice. Aún no sabes lo que te puedo ofrecer, puede ser tan bueno como malo, le digo. No importa, déjame en paz. Cómo se hace eso, cómo diablos te dejo en paz si tu corazón late a mil por hora. Le agarro la mano y la acerco a mi boca, ella tiembla. Le desabrocho despacio la blusa, me deja hacer, sumisa. La llevo con suavidad hasta la cama y la desnudo sin prisa. Luego la penetro sin que cese el llanto, y después ella me monta vigorosamente, enrabietada. Me pide que le sujete el culo con las manos y lo apriete con fuerza, luego que clave mis uñas en la parte inferior de sus nalgas. Percibo en el interior de su coño los ecos lejanos de otro mundo, siento la contracción de sus muslos y constantemente su llanto, quiero enterrarme dentro de ella, sacarle del cuerpo todos sus órganos y sostenerlos en alto. Ella arquea la espalda y me suplica que no deje de penetrarla y mi polla devora sus entrañas, secando su vientre, dejándola sin aliento. Llegamos al éxtasis juntos y nos miramos, convencidos que hay algo en el aire que no podemos ignorar, algo que nos obliga a permanecer quietos, esperando algun tipo de revelación, pero no ocurre nada, tan sólo el demonio del amor asomando tras la puerta.

La reina de los bandidos (I)

La vi en la barra y desde ese primer momento supe que pasaríamos la noche juntos, supe el sabor que tendrían sus pechos, supe que no habría manera de detenerla, que por mucho que pusiera de mi parte, su voracidad me secaría, dejándome hueco. Me acerqué a ella con los halagos acumulados de una semana, una semana repleta de éxitos y reproches, mi reportaje sobre los hakujin de Okinawa había acabado con las reticencias de mi redactor en jefe, al fin me había ganado un lugar en la plantilla. De la noche a la mañana me había convertido en el empleado del mes, del año, del siglo, una foto de mi primera comunión presidía el despacho del consejero delegado. Parecía improbable pero lo había conseguido, ya era uno más, un tipo normal con un trabajo normal, lo que todo demente anhelaba para pasar desapercibido. Sonreí y de inmediato me dieron unas ganas locas de arrancarle el vestido pero no entiendo por qué me conformé con mi número especial, ese mismo que me había salvado la vida dos años antes, cuando aún creía que podía conseguirlo, no se resistió, y me dejó entrar en su dulzura devastadora, y perdí. Lo primero que me dijo es que en el lugar de donde ella venía, desde pequeña, le habían enseñado a no quejarse por el sufrimiento, ni a dejarse trastornar por él, nunca el dolor debía impedirte vivir de una manera digna, perseverar era la única manera sensata de pasearse por este mundo infame, mientras decía todo eso me sentía culpable, yo que había pasado gran parte de mi vida en una familia perfecta, con un padre, una madre y unos hermanos perfectos, me resultaba imposible pensar en algo que no fuera amor, comprensión y respeto, me mordía la lengua para no decir idioteces y asentía con la cabeza como queriendo decir que me gustaba la forma en como acababa las frases y ella seguía diciendo que era mejor aceptar la vejez, la muerte y las penalidades pues todo ello formaba parte de la vida y que no hacerlo era propio de gente estúpida sin idea alguna de lo que significaba vivir y yo la miraba completamente borracho esperando una oportunidad para morderle la boca.

jueves, 7 de enero de 2010

Una lucha desigual

Henrietta era una mujer con curvas, de cabello ondulado, del tipo que incita a algunos hombres a chascar la lengua y menear la cabeza. Pero Henrietta tenía un problema, no se daba cuenta de cuanto podia gustar a los hombres, le parecía imposible, absolutamente fuera de su alcance, y eso, si cabe, aumentaba su encanto.
Probablemente si al padre de Tomás no le hubieran destinado a Labajos yo ahora no estaría aquí, tal vez estaría de otro modo, menos preocupado por lo que he hecho o dejado de hacer, tal vez estaría persiguiendo patos en la charca, provocando la carcajada de mis hijos. Siento que mi vida sería más fácil, pero nadie puede estar seguro de ello. También siento que la necesidad de escribir no me convierte en escritor, ni siquiera haber leído ese montón de libros que escondo bajo la cama me convierte en escritor, lo que en realidad me convierte en Enrique Cubiertos son los mil días que pasé junto a ella, nada más.
Abrí los ojos pero seguía durmiendo, me rodeaba la misma oscuridad, la misma innegable presencia de la noche contra la que mi cuerpo se resistía. Al principio tan sólo era una silueta inofensiva, del tamaño del dedo meñique, después comenzó a crecer, a multiplicarse, salían de todas partes, eran tantos que no podía contarlos, nos embestían, uno tras otro, ahogándonos en sus propias heces, sepultándonos bajo un montón de palabras vacías, una montaña de hombres sin rostro que se dilataba y se dilataba cada vez más, un ejército de iluminados que nos señalaba con el dedo y maldecía nuestros nombres, y mi pequeña sufría, agachaba su cabecita entre las rodillas y rezaba, porque nada parecía seguro, porque alguien se había olvidado de explicarle que el amor está reservado para los elegidos y que nosotros, no éramos más que polvo, entonces me armaba de valor y le decía que todo saldría bien, y al instante sentía como mi rostro se descomponía, y que un inmenso vacío, un mundo carente de consistencia y de forma, se instalaba en mí, y maldecía a todos los dioses del universo y me prometía a mi mismo que nunca dejaría de perseguir lo que ardía dentro de mí, fuera eso lo que fuera.

domingo, 3 de enero de 2010

Dar pasos (I)

Enrique caminaba hacia la fiesta con la seguridad de haber elegido el mejor momento para cambiar su vida, unos segundos antes había echado por la borda la indecisión que había asumido como inevitable, nunca más esperaría lo que otros llamaban azar, lo que él simplemente llamaba miedo, un miedo animal que reptaba por los conductos de su cuerpo hasta solidificarse en la punta de su lengua, inutilizándola.
Los monjes budistas se sientan en los tejados, ayunan y no duermen hasta que llegan a la revelación. Yo no tuve que sentarme en ningún sitio, tampoco tuve que dejar de comer ni dormir, como y duermo en cantidades industriales, mi revelación vino por un tipo agresivo de invalidez, la imposibilidad de comprender lo incomprensible, así es como lo viví. De acuerdo con Platón, no aprendemos nada. Nuestra alma ha vivido tantas vidas que lo sabemos todo. Pero hay cosas que se me escapan. También dice que nuestra tristeza es la fuente de inspiración, nuestra musa, que el sufrimiento nos saca de nuestro autocontrol racional y permite que lo divino se canalice a través de nosotros. Es decir, el dolor puede provocar milagros. Mi milagro tiene nombre de película de acción y tiene que ver con eso, con la acción más primaria que existe, la de dar el primer paso.

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