sábado, 21 de marzo de 2009

La peli de Jose (I)

Durante algún tiempo Pedro se concentró en ganar el Premio Nobel. Luego escuchó un montón de tonterías sobre tipos que desaparecían en los intercambiadores del metro y decidió enamorarse. Pedro sabía que aquel reto sería difícil, que aquella curiosa obstinación era como pasar de curso, cuestión de tiempo, también pensó que no todos podemos acercarnos a la gente y decirles que los amamos con locura, no, eso no está nada bien, sobretodo si te llamas Pedro y usas colonia barata. Hay cosas que debemos ir aprendiendo, como por ejemplo que a menudo nuestras ganas no se corresponden con las ganas de los demás.
No es ninguna mentira si digo que hay tipos que han nacido con el rechazo en el rostro y si así fuera sería mejor llenarse los bolsillos de nubes comestibles y rezar cuatro padrenuestros.

Pedro creció en un barrio donde los bares parecían centros de reclutamiento para la tercera guerra mundial; padres de familia almacenando armas de destrucción masiva bajo sus monos impecables, madres panzudas arañando el suelo en busca de notas de amor, yonquis despedazados pasando el mono junto al calor de los radiadores y un puñado de chiquillos despeinados. Curiosamente ese barrio también fue el mío aunque yo no tuviera ni la habilidad ni el desparpajo de Pedro. Todos compartíamos los mismos sueños, que por su parte eran muy corrientes, que nuestros padres mandaran a la mierda a sus jefes, que nuestras madres nos compraran quilos y quilos de golosinas y que nuestros hermanos mayores besaran a las chicas más guapas del barrio.

Cuando la cabeza te dice una cosa y todo en tu vida dice otra, la cabeza siempre pierde.

—Papá, ¿A dónde se llevan a Carlos? El padre hace como que no ha oído, con la esperanza de que su hijo no vuelva a repetirle la pregunta. —Papáaa. Que te he preguntado una cosa... —¿Qué, cariño? Perdona, no te he oído bien. De todas formas, ¿no te parece que vas un poco lento con tu merienda? Venga, ánimo; cuando termines con el bocadillo te hago un zumo de naranja. —Te he preguntado que a adónde se llevan a Carlos. —¿A Carlos? Pues, bueno, se lo llevan a un sitio para curarlo. Ya sabes, esos sitios donde llevan a la gente para que coman y tomen el sol.

El miedo hace a la gente incapaz de imaginar el futuro.

Pedro se encerraba en el cuarto de baño para concentrarse y así poder tomar decisiones firmes. Pero por mucho que pensara y se frotara las manos su hermano Carlos seguía sin entender las cosas. La vida había querido que su hermano mayor no fuera tan listo como los demás, o al menos, fuera muy listo en algunas cosas y muy tonto en otras. Como si fallara algún tipo de conexión en su interior, a Carlos le resultaba imposible entender cualquier tipo de lenguaje indirecto, es decir, cuando explicábamos algún chiste con doble sentido él siempre acababa mirando hacia otro lado y se abstraía del mundo. Con el tiempo nos fuimos acostumbrando pero para el resto de la gente la presencia de Carlos resultaba por lo menos incómoda. Sólo su asombrosa belleza le salvaba de la inevitable indiferencia. El famoso parecido al actor Jerzy Zelnik, el hijo de Ra en la película de El Faraón, le concedía una áurea mitológica entre los chicos del barrio. Nuestras madres no entendían como alguien tan guapo no tuviera novia pero ellas no sabían que Carlos se pasaba horas y horas ensayando la primera palabra de la primera frase del primer encuentro con la primera chica. Pedro les contaba a todas que su hermano era actor y que se estaba preparando para el papel de su vida y ellas sonrían y soñaban con sus hijas preñadas por aquel ángel tímido.

El error es tratar de hacer lo mismo para no defraudar.

El pobre de Pedro soñaba con levantar una pirámide al final del bulevar para que Carlos por fin pudiera descansar tranquilo. Comenzó por ahorrar un par de pagas semanales pero a la tercera semana salió al mercado el Street Fighter II y su mundo se redujo a patadas voladoras y estirpe marcial, cuestión de honor, decía.

A uno siempre le abandonan los otros.

El desconsuelo llega en oleadas, en acometidas, en repentinos arrebatos que debilitan a las rodillas, ciegan los ojos y borran la inevitabilidad de la vida. Pedro odiaba a los chicos del centro porque siempre se reían de su hermano y acabó odiándolo a él también porque no era el superhéroe con superpoderes que atemorizaban a los malvados sólo con su presencia. La enfermedad siempre iba un paso por delante y era tan difícil tomar atajos que te daban ganas de ahogarte con tus propias manos. Carlos estaba condenado pero por aquel entonces todos creíamos que sería una estrella. Pedro era muy bueno contando historias y Carlos era tan guapo que no había espacio para nada más.

Soy esclavo del mundo que he vivido. Recuerdo melenudos por casa y fiestas donde lo importante era la conversación. Recuerdo un cuarto estrecho lleno de libros de otra época y un sueño recurrente. La chica más guapa del barrio de la mano de Carlos paseando por plaza Cataluña, sorteando ratas y palomas.

Trabaja. Sueña. Descansa.

Pedro ha acabado enamorándose de su derrota. Está muerto por fuera y por dentro pero su vanidad sigue casi intacta, como entonces. Lo increíble es que siga hablando de su hermano como si fuera el salvador del barrio, y nosotros, sin saber muy bien por qué, nos damos cuenta que necesitamos creerle.

He vuelto a la casa de los maestros para filmar la vida de Pedro. Después de doce años buscándome por todos los rincones del mundo he decidido darme una oportunidad donde nunca las hubo. Tres meses atrás mientras derrochaba mi último adelanto por las calles de Odessa recibí un mail de Pedro en la que se congratulaba por mi éxito y me invitaba a su despedida de soltero. Se casaba con un inmigrante ilegal al que había exigido dos mil euros y un coche de segunda mano. Esta era su tercera boda en menos de dos años y no parecía que iba a ser la última. De repente descubrí una imperiosa necesidad de brindar con ellos y hacer las paces por los que había sentido lástima y rencor. Eran mis amigos.

Fue por las calles del barrio donde aprendimos que es posible tener la razón y aun así sufrir la derrota. Que la fuerza puede vencer al espíritu y que hay momentos en el que el coraje no tiene recompensa. Esto es sin duda lo que explica por qué tantos de nosotros consideramos el drama del barrio como nuestro drama personal. Y por ese mismo motivo en cuanto pude me inventé una excusa para salir de allí.

Pedro nunca salió de las tres calles que daban forma a nuestro mundo. Siempre se sintió a gusto entre polvo y pescaditos, no quiso escoger una casa en las afueras, ni un apartamento en el centro, él tenía la fortuna de haber nacido en su paraíso personal, entre yonquis y canchas de baloncesto. Recuerdo a Pedro frunciendo el ceño frente a la pantalla del ordenador, calibrando la posibilidad de dominar el mundo, pidiéndole consejo a Carlos que lo miraba sereno aún sabiendo que no tenía respuestas.

Pedro dejó los estudios en cuanto pudo y se sentó en un banco del parque a esperar.

No estoy triste, no miento, lucho contra la idea del olvido, quiero recuperarme, quiero hablaros de los mejores años de mi vida.

Los tres nos reíamos a carcajadas y nos convertíamos en docenas, en centenares de chiquillos muertos de risa que pasaban las tardes bajo una espumosa tarta de frambuesa. Los tres somos Pedro, Raúl y yo.

La enfermedad de Carlos se encuadra en el llamado síndrome o trastorno de Asperger. Aún me cuesta creer que Carlos no sea algún tipo de Mesías o algo parecido. Las personas que sufren este trastorno son incapaces de reconocer los estados emocionales ajenos, es decir, no son empáticas. Por el contrario, la mayoría de ellos son atraídos por cosas ordenadas, demostrando capacidades muy por encima de lo normal en la concentración y memorización. Carlos encontró en el Alemán y la papiroflexia su universo particular.

-Carlos, ¿Has olvidado los deberes en casa? –preguntó la maestra- ¿Qué pasa, tu perro se los comió? Carlos permaneció en silencio agarrándose a la silla. –Dime, ¿No me has oído? Primero intentó tragarse la lengua, luego pensó en explicarle que él no tenía perro y que además los perros no comían papel, pero desistió, en vez de eso salió del atolladero con una frase aparentemente inocente: “¿Sabe que mi padre se ha comprado una computadora nueva?” Así era la incomprensible vida de un superhéroe.

El Alemán apareció de repente en nuestras vidas. Alquiló un apartamento en el edificio más alto de barrio y comenzó a inundarlo todo con aviones de papel. Asomado a su balcón lanzaba al vacío de todo tipo de objetos voladores que planeaban durante un rato sobre nuestras cabezas hasta caer al suelo. El Alemán en realidad se llamaba José Antonio Ortega y jamás había cruzado los Pirineos.

miércoles, 4 de marzo de 2009

El tipo de la silla giratoria

Un cuarto blanco iluminado. Armarios, mesas y una pequeña televisión. Eso es todo lo que se espera de una habitación con vistas al paraíso. Hay un tipo sentado junto a mí en una silla giratoria, aunque el tipo no parece que vaya a girar demasiado. La ventana da a las azoteas de otros bloques más pequeños, hace sol. Desde aquí intuyo el mar, oigo a los niños chapotear y a las madres chillar. Es un fin de semana inolvidable. Todo huele a pescadito frito, todo lo que tocamos y pensamos. Le he preguntado al tipo si quiere jugar un rato conmigo pero dice que está ocupado dibujando a tipos duros con pendientes de tres aros. El tipo me ha dicho que si me porto bien y le presto un poco de dinero me dejará jugar con su balón reglamentario. Le he dicho que aunque no lo crea tengo una caja llena de billetes, también le digo que no hay cosa que me haga más feliz que prestarle dinero a la gente y eso no me convierte en una mala persona sino todo lo contrario. El tipo masca chicle como en otro tiempo vio mascar tabaco a los hombres y me perdona la vida una y mil veces antes de pedirme por favor que le vaya a buscar un zumo a la cocina y, que sólo así, dice, me convertiré en un hombre respetable. Recorro lo que me separa de la habitación a la nevera en tres segundos y dos décimas, por el camino, otro tipo de aspecto mormón me dice que no corra descalzo por casa, que es peligroso y que será mejor que haga caso a mi madre, que las madres siempre tienen la razón. De nuevo en la habitación el tipo levanta la mirada del papel que sostiene entre las manos y arruga la cara, como precisando justo esa palabra, esa que siempre está a punto de salir, pero no, nunca sale. Le oigo decir que me asome a la ventana para ver si están los flacos por ahí abajo, y sí están, arañando el suelo con sus suelas chirriantes y cantando goles en el último minuto. Luego me lanza el balón y me pregunta si estoy preparado para saltar al vacío, me lleno de valor y le digo que sí, que no podía ser de otra manera, que somos quienes somos y no tenemos alternativa. Veo al tipo correr hacia mí, no hay marcha atrás.
Bajamos las escaleras de tres en tres, nos cruzamos con vecinos madrugadores que nos desean los buenos días, dejamos atrás a dos gemelos hablando de una mujer bella que hace el amor con desconocidos, recortamos por el bar La Luna y nos colamos entre las rejas del colegio. Es sábado y los sábados en San Ildefonso se juega al fútbol.
Siempre que pongo un pie en la pista miro hacia arriba, hacia el bloque de los maestros, buscando algún secreto que contar, pero nunca pasa nada, nunca veo a nadie en sus ventanas, nadie riega plantas, nadie arregla las parabólicas, nadie toma el sol. Pienso que están deshabitados, que soy el único superviviente del primer pogrom contra maestros de la Historia. Pienso también que tengo que amagar hacia la izquierda e irme hacia la derecha, enseñar y esconder el balón mientras el tipo de la silla giratoria les mantiene a raya. Los flacos son rápidos pero no lo suficiente. Piso el balón. Veo pasar una nube de pájaros, se mueven juntos a gran velocidad, pero nunca chocan. Arranco decidido, una vecina nos grita de lo alto de un balcón, uno de los flacos se interpone en mi camino, amago el pase y driblo hacia un costado, la punta del pie busca la línea de la baldosa, pasos acompasados, sofisticados, la mismísima reencarnación de Bernardo Schuster. 4 a 0. Así de fácil. Los flacos reclaman revancha.
He olvidado decirlo, el tipo de la silla giratoria es mi hermano. Ambos formamos un gran equipo. No somos iguales, ni siquiera nos parecemos, encajamos, somos simétricos, el detiene los goles y yo los marco, como Oliver y Benji.
Nadie sabe en verdad por qué vuelan los aviones, quién sabe por qué los tipos duros llevan las cejas peladas, nadie conoce a nadie, quien sabe por qué Cochemari se cambió de nombre. En el barrio las cosas no son lo que parecen, los niños pobres huelen a colonia barata y los no tan pobres presumen de padres con superpoderes, fingimos ser gangsters cargados de plomo para poder pasaer por el bulevar agarrados de la mano de chicas guapas. Todo lo que puedo decir es que, en aquel momento, lo que más temía en el mundo era que cualquiera de los dos nos cayeramos por un agujero y no volvieramos a saber del otro, que yo me quedara solo, sin tener a quien lanzarle el balón y él se mordiera las uñas y los dedos y se quedara sin atajar balones.
Nos perseguiamos mutuamente, saliamos de casa contentos y ruidosos, moviéndonos con la gracia de los triumfadores aunque no hubiesemos triumfado en nada, se trataba de saludar a desconocidos y sonreir a las amigas feas de las chicas guapas.
Era un sábado por la tarde de primeros de abril, el aire traía los primeros calores, había pájaros en celo y los niños atontados por el sol bombardeaban las ventanas de los vecinos del primero, el tipo de la silla giratoria, mi hermano, se acercó y me dijo:
- Lo primero es la sonrisa, lo segundo un gesto divertido, lo tercero...lo tercero viene solo.