lunes, 14 de diciembre de 2009

El muro que nadie quiere ver

El muro sigue ahí, construido a base de orgullo y prejuicios, solidificado a conciencia por un ejército de ciegos entusiastas. Ya no estoy tan seguro quien ha sido el artífice de tan respetable obra, si una tribu de fanáticos o las garras inapelables del capitalismo. Pensándolo bien el muro no es más que miedo, un miedo solapado a las paredes de mi estómago, que bien podría ser el suyo, el de Henrietta.
Una tarde, hace un mes y medio, se marchó de casa sin ni siquiera haber llegado, sin posar sus pies diminutos en mi alfombra, sin probar el pastel que le esperaba, que tuve que comerme a cara de perro. Uno se pasa media vida esperando una especie de revelación que lo explique todo, que le de sentido a tus decisiones, un momento de claridad absoluta que justifique de algún modo todo el dolor recibido, y cuando llega ese momento te engancha mirando hacia otra parte. Así me ocurrió siempre. Lo más duro no es aceptar que el coraje pueda o no conllevar algún tipo de recompensa, lo peor es no tenerlo, no encontrarlo. Cómo enfrentarse al hecho de que todo lo que crees es una gran mentira. Vivimos en el limbo, en la planta baja de un edificio sin calefacción, y hace frío, mucho frío. Nos enviamos tarjetas de felicitación porque somos incapaces de transmitir emociones, porque nos da pánico mirar hacia adentro. Mentimos continuamente porque tenemos miedo. Estamos muertos de miedo. Las personas deberían saber decir lo que sienten pero no nos han enseñado a hacer tal cosa, sólo sabemos construir rascacielos y levantar muros. El viejo lo sabe mejor que nadie.
Tengo tantas cosas que decirte, que no creo haya en el mundo páginas suficientes, ni siquiera tengo tiempo, lo que no me falta son ganas, por mucho frío que haga seguiré aquí, en manga corta, escribiéndote las cosas que guardo dentro, para que podamos seguir adelante. Lamento no haber podido salvarte, lamento no seguir explicándote historias increíbles, lamento no hacer planes contigo, espero que ellos lo hagan.

“-¿Quieres un chicle?

-Sí, porque no.”

domingo, 13 de diciembre de 2009

La manos de Enrique

El tacto de Enrique me salvó la vida. Él no lo sabe pero fueron sus manos las que me sacaron del frío de la noche, las que me lanzaron a conquistar aquello que había perdido, aquello de lo que huía, fueron sus enormes manos las que me condenaron a sufrir la esperanza. Nunca se lo he dicho pero Enrique acaricia mejor que habla, toca mejor que escribe, abraza mejor que canta, Enrique debería tocarnos a todos, sólo así podríamos salvarnos. Sin embargo el muy tozudo se empecina en escribir y no hay quien le haga cambiar de parecer. No sabe que si hiciera algo con sus manos todo le iría mejor.
Un día, de repente, le vi manoseando un pedazo de arcilla y tuve que felicitarle, me sentí orgulloso. Le dije que no dejara de hacerlo, que ese era el camino, pero el chico no me hizo caso. No tardó en abandonarlo por otra cosa, cualquier estupidez que lo mantuviera entretenido, eso le bastaba.
Aquellos días me sentía perpetuamente en deuda con él aunque por entonces no sabía muy bien porqué. Tenía que ayudarlo como él me estaba ayudando a mí. Más tarde supe como hacerlo pero en aquel momento no tenía ni idea. Por entonces lo verdaderamente excepcional eran los sentimientos respecto a mí mismo, es decir, por primera vez en mucho tiempo sentía como el miedo se iba retirando de mí, era como si mi convivencia con Enrique estuviera provocando esa mutación. Enrique tenía facilidad en extirpar cosas de la gente, ese era otro de sus dones ocultos, extirpaba compromiso, malos rollos, confianza, sueños, y todo sin darse cuenta. Pensándolo bien quizás mis miedos simplemente se estaban marchando o transformando en otra cosa, lo que sí sentía era que el viejo Markus al fin podía sentarse a escribir sin que el corazón le saliese por la boca, y eso sólo podía ser debido a las manos de Enrique, a nada más.

Enrique ha venido a verme

Alguien ha entrado en casa, alguien ha entrado en casa y no es el viejo, lo sé porque el viejo jamás cierra de un portazo, lo hace delicadamente, como si no quisiera anunciar su llegada. Quien sea que haya entrado ha cerrado la puerta enérgicamente, decidido a hacerse notar, y luego ha dejado caer las llaves en un cuenco de cerámica que no tengo, que no existe. Me asomo al pasillo para verle la cara. Es un chico muy joven, alto y delgado. Camina desenvuelto, ladeando su cabellera rizada al ritmo de sus pasos, desplegando una seguridad impropia de su edad, una seguridad postiza, irreal. Trae consigo una libreta donde guarda un fajo de poemas de los que se siente muy orgulloso, aunque aún no se los haya enseñado a nadie. La libreta lleva enganchada una pegatina de Comisiones Obreras, con la bandera catalana de fondo, lo sé, porque yo también la llevaba impresa. El chico mira hacia donde yo estoy pero no parece verme, así que decido seguirle hasta la cocina. Abre la nevera y agarra una botella de leche, que tampoco existe, para luego servirse el líquido en un vaso. Suspira de placer tras dar el primer sorbo. Puede considerarse que éste es uno de los mejores momentos del día del chico, lo sé porque también era uno de los míos. Lo tengo delante y no me ve; soy invisible. La misma sonrisa, la misma nariz respingona, el mismo descuido ante las cosas ajenas, esa mirada a medio camino entre el miope y el curioso, soy yo, Enrique Gutiérrez a la edad de catorce años. Da marcha atrás y se encamina hacia el salón. Donde antes yacía el viejo ahora hay un tipo calvo viendo la televisión, a su lado, sentado con la espalda apoyada en el respaldo, hay otro viejo que no deja de incordiar al calvo y a todo lo que hace o dice el calvo, de Markus ni rastro, ha desaparecido. El muchacho saluda efusivamente a ambos y luego pregunta por su madre, el viejo contesta que esa gorda a la que tiene por madre aún no ha llegado. Todos ríen, menos el calvo, que sigue con la mirada fija en el aparato televisor. Yo sigo la escena desde el marco de la puerta, no parecen verme. Por si no había quedado claro, el calvo es mi padre y el viejo tan ingenioso es mi abuelo. El chaval toma asiento junto a su abuelo y pone su mano en la rodilla del viejo, éste responde lanzándole un gancho de derecha al mismo tiempo que le grita “¡Atontao!”. Nunca fue fácil tener un abuelo boxeador, pienso. Luego, más relajado, el chico le pide a su abuelo que le cuente cómo fue eso de disparar en la guerra y éste, mordiéndose la lengua, le dice que no es agradable hablar de aquellos años y que será mejor que hablemos de otro cosa o, porque no, ponernos a cantar. Está bien, cántame la de los policías, esa que me gusta tanto, dice el chaval. “Dos de la policía, de la policía dos…” arranca el viejo. Las lucecitas intermitentes del árbol de Navidad subrayan la escena. Son las ocho de la tarde y por un momento me arrepiento de haber crecido. Mi cuerpo de adolescente ocupa su espacio en el salón, un salón que no es el mío, siento que la vida es injusta y mi abuelo me acaricia la cabeza con sus manos amarillas, me resulta imposible escapar a otro lugar. Aquí es donde empieza todo, aquí es donde debo permanecer.

Marla, el viejo y yo

Llegué a casa y el viejo seguía tumbado en la misma posición, mirando hacia el norte, donde pretendía volver algún día. Dejé la mochila sobre la mesa y tomé asiento. Durante un rato estuvimos en silencio. Llevábamos unos cuantos días encallados, la energía que nos había acompañado las últimas semanas se había ido apagando lentamente. Pensé en lo raro de estar continuamente buscando algo que era incapaz de descifrar, pensé en el viejo y en las cosas que nos unían, y tuve miedo de perderlo a él también. Pensé en las posibilidades de rehacer nuestras vidas e imaginé una casa al borde del mar donde nunca faltarían historias para contar. Cuando ya estaba sintiendo el cosquilleo del sol en la mejilla el viejo se incorporó y preguntó: ¿Y qué pasó con Marla? Era la última pregunta que esperaba oír y sin embargo era la única pregunta que nos permitía seguir. Me tomé mi tiempo en contestarle. Marla está bajo el lago, esperándote, allí es donde deberías ir a buscarla. El viejo se mordió la lengua como había hecho tantas veces en su vida y se puso serio conmigo. Chico, me dijo, no puedes hablar sin tener ni idea, esto no es un deporte, no puedes contestar como si estuvieras jugando un partido de tenis, no estamos compitiendo por ningún torneo, esto es la vida, no es un ningún juego, me oyes, cómo te atreves a decir…mierda…deja a mi madre en paz, quieres…estamos hablando de Marla…o es que no puedes entender lo que eso significa…mírate…tú también la buscas o es que no te das cuenta. Sentí pánico. Marla tiene que estar por alguna parte, zanjó el viejo. Entonces, desde un lugar que soy incapaz de identificar, pregunté: ¿Para qué diablos quieres encontrarla? El viejo me miró y dijo, siento vergüenza y pena de ti, muchacho, no has entendido nada. Luego agarró su chaqueta y se perdió por el pasillo. Me quedé solo en el salón intentando sostener el techo con mis hombros, pero ya no era el de antes, que lo aguantaba todo, ahora me costaba sostener mi propio cuerpo, incluso me costaba hablar con el viejo que al fin se atrevía a decir la verdad, tal vez tenga que hacerme mayor para comprenderlo, tal vez haya llegado el momento de intentarlo.

Síntomas dementes

Un día vino a visitarme un desconocido. Eso lo recuerdo bien. Las visitas no abundaban por aquel entonces, de cuando en cuando venía una señora que decía ser mi hija, pero normalmente compartía las tardes con la que decía ser mi esposa. El desconocido nunca había venido antes. Lo recibí en el salón con mi uniforme de gala. El desconocido dijo buenos días, Moshe, cuánto tiempo. Y yo contesté que no sabía a qué tiempo se refería, y que además, hasta donde yo recordaba, siempre me había llamado Markus, luego le pregunté si lo enviaba la Stasi pero el tipo cambió de tema inmediatamente, como si tuviera algo que ocultar. Y se presentó, me llamo Schlomo, Schlomo Finkelstein y soy tu amigo. Pero no podía ser mi amigo porque yo no lo había visto en la vida, y sonreí, porque a veces sonreír es mejor que permanecer callado. Nos conocemos desde hace muchos años, hombre, dijo, es imposible que no te acuerdes de mí. Tuve ganas de explicarle que mis recuerdos son como un cucurucho de chocolate tomando el sol, pero no lo hice, para calmarlo le dije que sí, que ahora le recordaba perfectamente, mi gran amigo Schlomo, cómo podía olvidarlo. Y él sonrío y dijo eso está mejor, aunque sus ojos seguían estando tan vacíos como al principio. Me explicó que mi verdadero nombre era Moshe y que había sido judío hasta que un día, de repente, dejé de serlo, como si me hubiese cansado de serlo, como si la gente se cansara de ser una cosa y se convirtiera en otra, por placer o simple aburrimiento. Le miré y volví a sonreír porque no quería entristecerlo con mis pensamientos, que podían ser muchas cosas, menos pensamientos propiamente judíos, si es que eso, de algún modo, podía existir. Siguió explicándome que mi padre era un hombre honrado al que habían matado injustamente y que mi madre era célebre por su belleza, y que fue muy triste lo que sucedió, que no tenía por qué torturarme, yo no tenía la culpa, el lago se la llevó y punto, como si el lago se tragara la cosas más bellas de este mundo, y me gustó esa idea, un lago que en sus profundidades guarda un tesoro oculto a los ojos de los hombres. El desconocido no paraba de hablar, de un tema saltaba a otro, y yo no me sentía culpable, aunque él insistiera continuamente en eso, por fin, la que decía ser mi esposa, abrió la puerta e invitó al desconocido a abandonar la sala, el tipo se levantó, me alargó la mano y me entregó una foto de un lago, en la que aparecían un niño y una-mujer-mucho-más-bella-de-lo-que-jamás-hubiese-podido-imaginar. Me la guardé en el bolsillo y esperé a que el tipo se marchara, luego, de nuevo, le eché un vistazo. Inexplicablemente mi corazón comenzó a sangrar.

viernes, 11 de diciembre de 2009

Markus, el ángel.

Markus se convirtió en un ángel cuando se dio cuenta de que todo era posible. Hasta entonces se había pasado la vida intentando sobrevivir, sobreviviendo un poco por encima de su realidad, escondiéndose de las cosas que le hacían daño, del amor y la verdad, almacenando misterios para luego esquivarlos, inventando un pasado a su medida que le condujera por un camino sin baches ni agujeros, dispuesto para no detenerse jamás. Lo que Markus estaba haciendo en realidad era construir una vida imposible, una vida que no estaba viviendo, gracias a la cual aún no se había vuelto loco, ese había sido el verdadero dilema del viejo, cómo vivir sin estar vivo, cómo eludir la traición y cómo hacerlo sin perder la cabeza.
Encontré a Markus no muy lejos de mi casa, al otro lado del Mercadona, acurrucado bajo una casa de cartón. Hacía tiempo que vivía allí y no se acordaba muy bien por qué. Para matar el tiempo, paseaba por la ciudad. Cada día el viejo descubría un lugar nuevo, la belleza del mundo le tenía deslumbrado, no quería dejar de caminar. Cuando se cansaba se sentaba en los parques y se dedicaba a escuchar las conversaciones de la gente, entonces se daba cuenta de lo solos que estaban y la tristeza se apoderaba de él. Con el corazón roto volvía de nuevo a su casa de cartón e intentaba acordarse por qué había llegado hasta allí y pensaba en la gente que había querido. Todos buscamos a alguien, el viejo se buscaba a si mismo y me encontró a mí. Por eso ahora vive conmigo, por eso estoy escribiendo todo esto.

jueves, 10 de diciembre de 2009

Marla

A Markus le pasa lo mismo que a Tomás, las cosas que quiere decir se le encallan en la boca. Empecé a escribir esta historia porque quería comprender, mentira, empecé a escribir esta historia porque el viejo me obligó. Si no lo hacía, me dijo, todo se quedaría como está y eso sería un desastre tanto para él como para mí. Comencé a escribir sin saber muy bien hacia donde iba. El viejo me explicó que escribir era como estar buscando a alguien que no existe, y eso no me ayudó demasiado. Cuando el viejo era pequeño cazaba mariposas con un artilugio futurista que succionaba todo lo que se sostenía en el aire. Por lo que los demás niños lo odiaban tanto que su padre tenía que sobornarles para que acudieran a sus fiestas. Por eso cuando Markus, que por entonces era Moshe, me explicó la historia de Marla, no quise creerle. Por qué si había estado tan enamorado no iba a buscarla, por qué no la había seguido hasta los campos, por qué se había convertido en Markus y se había casado con esa tal Claudia. La única explicación que se me ocurría era que no había tenido más remedio. Markus me hablaba de Marla como de un secreto, me hablaba del sabor de su boca, de la forma de su cuerpo y se le iluminaba la cara y volvía a tener trece años, y se imaginaba paseando por la orilla del Speer, cogidos de la mano, hablando de todas las cosas que esperaban hacer, y luego acababa diciendo que el trigo siempre puede crecer del estiércol y hacía un gesto con la mano como señalando hacia un lugar lejano, donde creía le estaba esperando Marla.

El legado de Tomás

Érase una vez un muchacho que había perdido una guerra, érase una vez ese muchacho llegando a un pueblo como si hubiese vencido, paseándose de un lado a otro con el orgullo intacto, convencido de sus ideas, ahora si cabe, más firmes, érase una vez una muchacha guapa con un miedo atroz, érase una vez ese mismo muchacho, ya convertido en hombre, ganándole cada día al desánimo, érase una vez un tiempo en el que había estado escondido en grietas, sótanos y agujeros, érase un vez un amor secreto que no revelaron ante nadie, una promesa y un hijo, mi padre.
Si Tomás tosía era porque se había pasado media vida fumando, nada tenía que ver con alguna tipo de debilidad. Recuerdo una tos áspera que lo sacudía de arriba a bajo y lo convertía al instante en un muñeco de la tele, balanceándose de una punta a otra de la mesa. Años más tarde aprendí que el viejo quería decirnos algo, esos ataques de tos eran en realidad un mensaje secreto, deseaba explicarnos un montón de cosas pero no podía, cuanto más tiempo pasaba, más ansiaba decirlo y más imposible se le hacía. Aquello que molestaba tanto a María eran palabras perdidas, palabras atemorizadas que vagaban sin rumbo hasta que eran propulsadas al vacío, cayendo sobre nosotros. A veces se despertaba en plena noche con una sensación de pánico. “¡María!”, gritaba. Pero, antes de que las palabras salieran de su boca, él sentía en el pecho la mano de ella, y al oír su voz, se apaciguaba. Y entonces, en vez de decir lo que quería decir, decía: “Nada, no es nada.” Esperaba a que ella volviera a dormirse, se levantaba y salía al balcón.
A veces no hay suficientes palabras para decir lo que uno piensa o siente, en estas ocasiones, lo único que se puede hacer es toser con fuerza o conducir el silencio hasta alguna parte. Mi abuelo optó por la primera opción, así es como, mientras la vida transcurría por su lado, comenzó a almacenar porciones de todo aquello que pensaba y no decía, y que luego, cuando no había más espacio donde guardarlo, acababa echando por la boca.

miércoles, 9 de diciembre de 2009

La abuela de Enrique

Faustino yacía arrodillado aguantando la respiración. A lo lejos se oían los quejidos punzantes de sus vecinos, arrastrándose hacia la balsa. María, su hija, limpiaba los trastos con un desdén inusitado, víctima de una preocupación que la mantenía en vilo desde hacia más de un año. Aquella noche, después de dar las buenas noches a sus hijos y de besarlos delicadamente, sintió un ligero temblor cuando escuchó el rugir de un motor acercándose por la carretera. Un camión lleno de hombres armados arribó al pueblo. Faustino deseaba que no le pasara nada al señorito, que no le pasara nada a sus tierras, ni a sus ahorros, esperó tener faena el resto de la semana, el resto del año, en ningún momento pensó en Teodomiro, ni en Félix, ni siquiera, en su gran amigo, Juan Gandia, no pensó en ellos porque eran hombres honrados, como él, pero en aquella noche bastaba con ser pobre, con no tener nada, bastaba con tener las manos doloridas para ser culpable, para no tener voz, ni alma. María no durmió aquella noche, ni muchas que vinieron, pero esa es otra historia.

lunes, 7 de diciembre de 2009

Cada día entiendo más al viejo

Imagínate apiñado en una barcaza en el Danubio, imagínate protegiendo un mendrugo de pan, resguardándolo de las miradas ajenas, imagina que no te puedes mover, si lo intentas es posible que acabes cayéndote al agua, estás rodeados de desconocidos que a partir de ahora serán tu familia, imagina que cada vez que intentas poner un pie en tierra eres rechazado por una multitud que espera agazapada en la orilla, lo intentas por todas partes, Eslovaquia, Hungría, Austria, Voivodina, pero ninguno de sus habitantes quiere acogerte, estás condenado a errar por las aguas del río hasta que la madera de la barca se pudra.

A punto de dar marcha atrás o la osadía de Herschel Grynspan (II)

Herschel recibe una postal de su madre Berta fechada el 31 de octubre de 1938. Le dice que han sido desposeídos de todo lo que tenían y obligados a emigrar de nuevo hacia al Este. Le escribe desde una estación de tren en Polonia donde están siendo retenidos. Llevan dos semanas allí, sin comida ni abrigo, esperando que alguien les diga cual va ser el siguiente paso, pero éste no llega. La paciencia tiene un límite, incluso para el pueblo judío. Berta le pide que envíe un poco de dinero y que haga todo lo que está en sus manos para conseguir un pase para América, la única salida que les queda. Herschel ha perdido su trabajo y su permiso de residencia, ahora es un ilegal, no puede quedarse ni salir de Paris, la gendarmería lo persigue y sus hermanos le dan la espalda. Su tío Abraham no le presta dinero escudándose en su situación financiera y sus primos huyen de él como de la peste. Estamos a 6 de noviembre, Herschel furioso cruza la calle con 300 francos en el bolsillo decidido a poner fin a esta opresión. Pasará la noche en un hotel barato de Marais maquinando su plan. A la mañana siguiente escribirá una postal de despedida a sus padres y se la guardará en el bolsillo. Luego, con una idea fija en su cabeza, se echará a la calle. En la armería de la Rue du Faubourg St Martin comprará un revólver del calibre 6 y una caja de 25 balas, por 235 francos. Satisfecho se sube al metro en la estación de Solferino, luego caminará hasta la embajada alemana en el 78 de la Rue de Lille.
A las 9.45 a.m frente a la recepción de la embajada, Herschel miente y dice que es un residente alemán y pide ver a un funcionario. Ernst Vom Rath le recibe en su despacho sin imaginarse que el suelo va a abrirse bajo sus pies. Herschel saca su revolver y dispara a bocajarro, directo al abdomen. Vom Rath se lleva las manos al estómago y trata de imaginarse que todo ha sido un sueño, pero el dolor es tan intenso que no puede acallar sus quejidos. Herschel se acerca a su victima y dice: “No fui yo quien disparó, fueron ellos, mis padres, mis vecinos, mis amigos, mis antepasados, mi futuro, todos ellos te mataron, no lo olvides nunca, Herschel Grynspan te mató”.
Herschel no hizo ninguna tentativa de resistir o escaparse, se identificó con su verdadero nombre en la Comisaria de las Tullerias. Seguido confesó el asesinato de Vom Rath y dijo haberlo hecho para vengarse de los 12.000 judíos deportados hacia el Este. En su bolsillo encontraron la postal que había escrito esa misma mañana, decía: “Con la ayuda de Dios. Estimados padres, perdónenme, no tuve otra alternativa. Pero mi corazón sangraba cada vez más y era insoportable. Tenía que hacerlo, lo siento. Esta es mi protesta ante el mundo, espero que sea escuchada. Perdónenme, Hermann” (firmado con su nombre alemán)

A punto de dar marcha atrás o la osadía de Herschel Grynspan (I)


Leí en mi rostro que ya no podía ser el mismo. Tenía que descubrirle antes que él me descubriera a mí, antes de que el mundo me adjudicara un papel que no me correspondía. Y lo vi allí tirado, aferrado a una botella de cerveza, pidiéndome unas monedas para cruzar el infierno. No pude negarme, me acerqué y posé las monedas en un adoquín que sobresalía en la arista de una montaña de nieve. El tipo se arrastró hacia ellas como una serpiente hambrienta, ladeando la lengua de un extremo a otro de su boca. Cuando lo tuve a mis pies agarré la barra de hierro e hice ademán de golpearle pero algo me tiró hacia atrás, las manos huesudas de mi madre llevándome de paseo, empujándome hacia dentro del lago. Tuve que alejarme para tomar aliento, Herschel Grynspan era el culpable de todas de mis dudas y lo odiaba con toda mi alma.
Herschel Grynspan nace en Hannover en 1921 en el seno de una familia judía polaca emigrada. Desde entonces su vida se convierte en una afrenta diaria en la que sólo hay lugar para el arrepentimiento. Herschel es como yo, como tantos judíos nacidos en una Alemania infame, pero al contrario de la mayoría, no agachará la cabeza, mirará a los ojos a sus verdugos y no acatará sus órdenes. No ser Herschel me incomoda, me pone ante una situación insoportable.

sábado, 5 de diciembre de 2009

Manuelson

Puede que existan otras maneras de exlpicarlos mi historia personal, puede que ya lo esté haciendo, pero Regina es un ángel y yo, por ahora, no llego ni a demonio, por lo que será mejor que toméis asiento y pensad en la posibilidad de ganar aún perdiéndolo todo. Luego acercaros a la barandilla y sentid el alivio de una mañana soleada, quizás así podamos encontrarnos.


jueves, 3 de diciembre de 2009

Las puertas que yo abro

Durante veinticuatro horas vaga por la casa, una patética figura llena de horror y desesperación, desplazándose inquieto por el salón, fumando un cigarro tras otro, demasiado agobiado para comer o para pensar en algo que no fuera su difícil situación. Casi todos sus vecinos se han quitado de en medio, sin embargo él aún se resiste a caer. Acomoda las zapatillas junto a la cama y se mira los pies desnudos con determinación, buscando alguna señal, algo que le diga lo que tiene que hacer, pero los pies siguen ahí, muertos de frío y sin intención de salvarle la vida. Las penas del viejo son mis penas, sus trampas son mis trampas, la puerta que cierra el viejo es la misma puerta que yo abro, nada más.

miércoles, 2 de diciembre de 2009

Letra O

Estoy aquí porque he decidido buscar la verdad. Hasta el día de hoy mi vida se revestía con una capa difusa de provisionalidad. Eso no significa que haya dejado de existir, sigue ahí, sólo que ahora soy consciente de que no va a durar para siempre, y eso me convierte en una persona adulta dispuesta a perder la posibilidad de asentarme para siempre en un maceta con agujeros, para poder respirar y crecer hacia arriba, como las plantas de interior. No sé, el viejo está cambiando mi vida, eso es todo. Antes esperaba a las rebajas para ir a comprar ropa, ahora compro lo que me gusta, antes revisaba los precios en el supermercado, ahora compro pescado fresco y setas ecológicas, antes era antes y ahora es ahora, la vida da tantas vueltas, que empiezo a creer que lo conseguiré. El viejo me abre la puerta y me invita a pasar, dice que tenemos muchas cosas de que hablar y yo le digo que la letra O se ha vuelto a colar en mi vida cuando nadie la esperaba y que estoy tan nervioso que no sé donde meterme, y él se ríe y me dice que no haga tonterías, que nuestra historia se merece toda mi atención, que no pierda el tiempo persiguiendo imposibles, y le haga caso, porque el viejo siempre tiene razón.

Adoctrinamiento

“Un pueblo que se respete a si mismo no puede dejar, en la escala aceptada hasta ahora, sus actividades más elevadas en manos de individuos de origen racial extranjero. Permitir la presencia de un porcentaje demasiado elevado de personas de origen extranjero en el seno de la población autóctona podría aceptarse como la aceptación de la superioridad de su raza.” Desde lo alto de la tarima Joseph Goebbels arenga a la multitud con un discurso lleno de matices perversos. Pero a mí, lo perverso, me tiene sin cuidado. Estoy aquí, eso es lo que cuenta. Miro a mi alrededor y veo al futuro de Alemania. Siento que voy a vomitar. “…¡Un pueblo, una raza!…” Goebbels sigue insistiendo. Cientos de enloquecidos saltan sobre sus asientos, yo soy uno de ellos, estoy entre ellos, estamos en otoño, un otoño más caluroso de lo habitual, hace ya tiempo que mi padre ha perdido su negocio, ahora en manos arias, mi vida es una gran mentira, me levanto por la mañana y me disfrazo de no-judío, me limito a negar todo lo que he sido hasta ahora, luzco un brazalete con la esvástica que he gravado yo mismo, camino a paso firme, miro con recelo a mis vecinos, convertidos ahora en mis enemigos, a mi lado, un gigante borracho busca mi aprobación tras un alarde lleno de odio contra mi pueblo, le concedo un sonrisa cómplice que esconde un miedo ancestral, la voz de Goebbels retumba en mi cabeza, noto la fuerza redentora del pueblo alemán, arrasándolo todo, quemando aldeas y cosechas, sepultándolos bajo una montaña de desechos “…los judíos amenazan nuestro pueblo, la vía de entrada de sangre extranjera en el cuerpo de nuestro Volk puede hacernos desaparecer…” Imagino desapareciendo al pueblo alemán y no siento nada, y eso me perturba, tengo que enrabietarme, tengo que salir a la calle y destrozar escaparates de comercios judíos, tengo que despreciar a los tipos de nariz prominente y tez oscura, pero no sé como se hace y me entra el pánico, el tipo borracho de antes me agarra del cuello y empieza a patearme el culo, así es como se divierten estos tipos, pienso, “…el matrimonio mixto debe ser suprimido…”, la muchedumbre aplaude entregada, me sorprendo contemplando la posibilidad de casarme con una granjera bávara cuando de los altavoces surgen las valkirias de Wagner, mostrándonos el camino de la salida, saltamos de júbilo, en la excitación tropiezo con la espala peluda del borracho, siento náuseas, corro en dirección al lavabo donde echo las galletas Pretzel de la abuela, más tranquilo pongo rumbo hacia al barrio, lo hago con una sensación extraña, entre perversa y melancólica, como si algo estuviese a punto de desaparecer.

Sinfonía macabra

En la primavera de 1933 cuando Hitler subió al poder mi padre aprobaba firmemente la política económica del nuevo canciller. No le importaba su excesivo antisemitismo, tan sólo lo consideraba un mal menor, nada más. Cinco años antes, en un discurso en Weimar, al que acudieron poco más de cien de personas, Hermann Goering ya había anunciado que la principal aspiración del partido era erradicar la sangre judía de suelo alemán. Nadie lo escuchó, nadie quiso escucharlo. Mientras tanto mi padre intentó afiliarse a varios partidos de la derecha prusiana pero ninguno aceptó su solicitud. El negocio familiar había remontando la crisis del 29 consolidándose en el mercado como un serio competidor. Recuerdo haber brindado por la victoria de Hitler con una botella de mil marcos, recuerdo fuegos artificiales en el cielo encapotado de Orianenburg, recuerdo a mi padre fregándose las manos y diciendo que aquel sería un buen año para nosotros, refiriéndose al negocio, a la maldita imprenta que ocupaba todos sus preocupaciones, y yo seguía ahí, pensando en mi madre, que ya no estaba, que nos había abandonado, mordiéndome las uñas, los dedos y las manos, imaginándome una vida sin ella, envejeciendo como un hombre de negocios que malgastaba sus ahorros en mujeres de compañía, sintiéndome poderoso, amo y señor de las imprentas de Berlín, pero finalmente nada de eso pasó y nuestros brindis se convirtieron en el preludio de una sinfonía macabra que silenciaría para siempre nuestros sueños.

martes, 1 de diciembre de 2009

Cristina


El odio contra los traidores es celebrado. La multitud los empuja a la hoguera donde sus chillidos se aplacan con el fervor de la gente. Pensar que una chiquilla ha muerto porque había decidido amar al chico equivocado, pensar que se coló en el portal de los Freidman para escuchar a escondidas la música milagrosa de su amado, pensar que sus padres la siguieron y la delataron, entregándola a sus verdugos, y pensar que soy uno de ellos, de los que matan, de los que algún día tendrán que pagar por ello, pensar que un día estuve al otro lado y ahora estoy aquí, con los que deciden si mereces o no vivir, pensar que sigo recordándolo sin sentir un mínimo de compasión me revienta por dentro. Siento nauseas Tengo que mantener la calma. Tengo que entender, si es posible. Si está al alcance de mi mano. Cristina, se llamaba Cristina y nació y vivió en este mundo. Sus amigas la recordaban jugando a la comba, dibujando en el parque, mirándolo todo, con sus ojos enormes, para que no se le escapara nada, para que algún día pudiese recordarlo, cuando fuese mayor y tuviera nietos, un montón de nietos. Cristina fue culpable de haber nacido en un mundo que no fue capaz de entender. Pensó que todos éramos iguales bajo el manto de Dios, y se equivocó.

Rusia

El cielo estaba luminoso, con ese azul tan puro de los inviernos rusos, que no puede verse en ninguna otra parte. A un lado, tres ancianas gitanas, sentadas en unos cajones, albergaban la posibilidad de vender algunas verduras heladas, Lammers, embutido en su uniforme de campaña, las miraba contrariado, como reprochándoles su osadía de vivir, al alrededor un grupo de chiquillos jugaban con una pelota de trapos que se deshacía con cada puntapié, Rusia parecía derrumbarse a cada paso que dábamos.
En medio de la apabullante desolación del lugar me encantó descubrir que la vida había reservado un espacio para la esperanza. Anduve unos pasos hasta situarme tras los dos pedruscos que hacían de portería y allí me quedé, esperando mi oportunidad. Y llegó, vaya si llegó, el balón cayó del cielo y no pude evitarlo, lo paré con el pecho y lo dejé muerto en el fango, comencé ha acariciarlo con la suela como había visto hacer al pequeño Weissman en Orianenburg, lo levanté y comencé propinarle toques sutiles que no sobrepasaban la rodilla, los chicos me miraban espectantes, lancé el balón por los aires y lo controlé con la cabeza, mantuve las respiración y el tiempo se detuvo, por un segundo me vi corriendo por el patio del colegio, Lammers me ordenó que parara, pero no lo hice, de repente, los chicos empezaron a jalonarme, sentí, de nuevo, a Moshe Veit dentro de mí, driblando a adversarios, haciendo paredes imposibles, marcando goles en el último minuto, pateando las calles del barrio antes de que el cielo cayera sobre Berlin, antes de que me convirtiera en lo que soy, Markus Vöss, un don nadie.

Un año y quince días

Comencé este blog hace un año y quince días cuando aún tenía una casa en la montaña. Ya no la tengo. Os decía que el señor Cano había desaparecido y el señor Cano sigue sin aparecer. Su sitio lo ha ocupado una familia de peruanos que ríen y cantan desde la mañana a la noche, sin descanso. Es complicado estar hablando con el viejo sobre el horror de la guerra cuando al otro lado de la pared están cantando Juanes a todo trapo. Pero la ciudad tiene estas cosas, nunca te acabas de sentir solo, siempre hay una voz al otro lado que te hace sonreír, aunque en el fondo quisieras asesinarlos.
Esta mañana me topé con las hijas adolescentes del matrimonio, iban vestidas con gracia, leotardos y jersey a rayas, miraban a un lado y a otro, esperando encontrar al príncipe que les sacara de su pesadilla personal, sin embargo me encontraron a mí, el tipo raro de enfrente que unos días sonríe y otros reparte postales de navidad. Hola, chichas, les dije, hola, me contestaron, a qué piso vais, les pregunté sabiendo perfectamente cual sería la respuesta, al tercero, contestaron al unísono, apreté el botón con cierto suspense, la pequeña empezó a susurrar una canción de amor, la mayor la cortó de inmediato, ambas sonrieron, yo sonreí, llegamos al tercer piso, nos bajamos, hasta luego, chicas, dije, hasta luego, vecino, dijeron conteniéndose la risa.