lunes, 22 de febrero de 2010

L.A (I)

Los Ángeles es una ciudad ficticia, un espejismo en medio de la nada. No soy yo, es el empuje del aire llenando el vacío lo que hace ruido, un ruido que retumba en los granos afilados del desierto que ahora habito. Al parecer fuimos increíblemente felices aquí. Me pregunto si volveremos a serlo alguna vez. Estoy otra vez asustado por la claridad de sus recuerdos y la propagación de sus premoniciones, asustado y desengañado, porque ¿Quién sabe? ¿No es, en medio del amor, el amor mismo lo que uno más teme?
Días de penuria, cielo azul donde jamás se ve una nube y el sol flotando en él, días de abundancia que ya no volverán. Esto es L.A, un semáforo imponente que cambia de color cuando menos te lo esperas.
Hay mucha tristeza en el fondo de mi estómago. No voy a esconderlo, tengo hambre, un hambre animal que me está volviendo loco. ¿¡Cómo!? Os preguntaréis. ¿Cómo se puede tener hambre y pesar ciento cinco quilos? Se puede, por mi madre que se puede. Sin embargo es el dolor ajeno el que me empuja, el que sacude mis recuerdos y me revuelve las tripas. ¿Dónde quedaron los días amables, dónde quedó la ternura? Me la robaron. Ahora recuerdo cuando decías “nunca te apartes del camino”, ahora que estoy en la orilla, borracho y solo, recuerdo como me acariciabas las mejillas y tiemblo como nunca he temblado.
La depresión puede revivirlo a uno si la vence, me dicen los tipos elegantes de Beverly Hills y yo les miro sabiendo que cuando lleguen a sus casas se limpiaran las manos por haberme rozado.
Recuerdo que te levantaste, anduviste tambaleándote hasta el lavabo y te lavaste la cara. Te vi vestirte, me besaste en la frente y te alejaste, oí el crujido de las ramitas que pisaban tus pies inseguros y me eché a llorar convencido de que no volverías. Y así fue.
Siempre tengo la sensación de estar siendo espiado. Unos ojos inquisidores aplacan mi voluntad de seguir sentado, por eso a menudo me levanto y dibujo un círculo con la mirada, para desenmascarar a los espías y darles su merecido.
Pido limosna para que me quieran. Lo digo con esa falsa ingenuidad que me da de comer. Si me preguntáis, no nací aquí, me vine al Oeste en busca de oro y sólo encontré la mirada asfixiante de los dependientes que me siguen a todas partes.

martes, 9 de febrero de 2010

Lo que nunca leerá el tribunal

El viaje

Xavier de Maistre nos habla sobre los diferentes motivos del traslado, sean estos por curiosidad, por exotismo o por descubrimiento. En mi voluntad de traslado se hallan cada uno de ellos impregnados por una sutil voluntad de permanencia, quiero permanecer para poseer, para aferrarme a la belleza y guardármela para siempre. Soy un viajero imposible, es decir, soy un tipo que transita con el miedo a la pérdida atado a sus tobillos, y eso le impulsa a acumular paisajes y nombres, con la esperanza insana de que un día éstos le poseerán a él. Llevo diez años viajando ininterrumpidamente con el único propósito de sentirme libre, despreocupado, liberado de cualquier obligación y de cualquier función. Dormí en el desierto del Néguev, pedaleé contra el viento en las escarpadas tierras de Gotland, me perdí por las valles angostos de Creta, lo hice con la sensación de que algo bueno me estaba pasando, algo verdaderamente importante, y luego volví, regresé de nuevo a mi vida irreal y pensé en aquellos lugares y me sentí afortunado. A veces los pasos más profundos y largos resultan aquellos encaminados hacia el interior, podría decirse que la acción misma de dar un primer paso es la idea del viaje en si misma.

La escritura

Alguna vez pensé que no podría vivir sin escribir, pero me he dado cuenta de lo contrario, de hecho, puedo, y puedo muy bien. Sin embargo cuando escribo mi vida crece, sería absurdo negarlo. Escribí el Espantapájaros a los seis años y desde entonces no he dejado de intentarlo. Escribo para reinventar el mundo, para comprenderme más y mejor, escribo porque quiero ser libre, para elevarme por encima de lo trivial, lo que considero trivial, lo hago a pesar de jugármela en cada palabra, a pesar de tener que avanzar a oscuras, sin más armas que mi instinto, escribo para corregir mi vida, porque quizás sea lo único que pueda hacer.

jueves, 4 de febrero de 2010

Sangre de mi sangre

Yacían sobre la meseta, sin tocarse, en silencio, Tomás la miraba asombrado, incrédulo, sin entender aún por qué la vida le procuraba tanta recompensa después de tanto desprecio. El viento barría sus rostros y oían como se sacudían las celidonias arrastrándose a duras penas por el muro del molino. Un árbol amortiguaba la intensidad de los sonidos, los suavizaba, María agitaba las pestañas acompañándolos, como si los barriera con los ojos, dispuesta a sentir cualquier rubor que cayera sobre sus hombros. Empezaron a besarse y a tocarse, pero el vacío que les rodeaba se imponía a la excitación, no podían dejar de pensar en lo que había pasado y en lo que iba a pasar a partir de entonces. Tomás puso su dedo índice en los labios de María y cerró los ojos, esperando que el viento se calmara, pero no lo hizo, y siguió azotando con fuerza. Tomás sentía lástima por ella y por si mismo, y empezó a llorar silenciosamente, temeroso de que alguien les pudiera escuchar, María se apretó contra él y aspiró el olor intenso de la tierra.

-Casémonos –dijo Tomás.

Ella se sentía demasiado asustada para responderle. Notaba como si tuviera la voz sepultada bajo el peso de sus antepasados, aplastada bajo un montón de secretos que un día u otro debería resolver. María no contestó, se limitó a observar el vaivén de las espigas que se levantaban por encima de sus cabezas.

miércoles, 3 de febrero de 2010

María

Maria bailaba con una armonía fuera de lo común, aprendida a base de empeño y cabezonería. Todo el pueblo la miraba, los chicos se le arrimaban, y las chicas, con mucho pesar, aceptaban su brillo sin insultos ni reproches. Pero la intención de María iba más allá de la seducción, quería convertir su vida en un baile, en una posibilidad. Cuando cumplió nueve años, un chico que solía pasar los veranos en el pueblo, le enseñó un pase nuevo. Le dijo que aquello sólo era el principio, que luego vendrían más, que de donde él venía las chicas y los chicos bailaban dia y noche, sin importarles nada más. María lo tomó como un regalo con trampa. El chico, mayor que ella, le explicó que en la capital existían lugares donde podías escuchar música Americana y que tarde o temprano aquella música acabaría llegando al pueblo. Pero María sabía que eso nunca pasaba, que el cura y el alcalde se encargaban de mantener las cosas como estaban, por Dios y por la patria. Un día el muchacho se llenó de valor y le preguntó si podía besarla. María no dijo ni que sí ni que no. Entonces el muchacho se inclinó sobre ella ofreciéndole sus labios apenas un instante. Ella notó el calor de su boca y descubrió que había lugares donde Dios nunca podría llegar. Llegó el fin del verano y el chico se marchó del pueblo y nada más se supo de él, dijeron que se había ido a estudiar a Paris, pero María sabía que aquel chico no se había ido a ninguna parte, estaba segura de que formaba parte de su imaginación y que por eso siempre estaría donde ella quisiera, sólo tenía que apretar los ojos con fuerza y ponerse a bailar.
Diez años más tarde, pocos meses después de que acabara la guerra, María seguía bailando. Tomás Ramos, un recién llegado al pueblo, la miraba agazapado en un resorte de la iglesia. Su padre, un capitán degradado de la República, no le quitaba el ojo de encima. Tomás jugaba con la copa de Brandy e intentaba imaginar quién sería aquella muchacha que retaba a la vida con tanta osadía. Le hubiera encantado unirse a ella, pero jamás había conseguido superar esa mezcla de timidez y fastidio que lo asaltaba en cuanto empezaba a mover los pies. Cada vez que hacía el intento de bailar, le parecía ver una legión de dobles suyos sacudiéndose a su alrededor, multiplicándose como en un prisma, mostrándole lo ridículo que él mismo se veía. Entonces ya no conseguía distinguir la torpeza del pudor, y ambas se alimentaban mutuamente hasta que corría a ponerse a salvo en un costado.

martes, 2 de febrero de 2010

Creo en el misterio de esa mano

Creo en el misterio de esa mano, en la melancolía que desprende, creo en el brazo que la sostiene, en la cabeza que la dirige, en el corazón que la siente, creo en el hombre que aún no he visto, el que va a salvarme la vida, un hombre de la medianía que llega a la gran ciudad deseoso de grandes distracciones, que hace de su vida una aventura, no creo en la añoranza, creo en el presente amargo, en el impetuoso paso de los cazadores, creo en los días cálidos y en la belleza efímera, creo en la mujer que le espera ansiosa, creo en ese instante que sigue al destierro, creo en el lecho desarmado, creo en las pulsaciones de ese hombre al verla a ella, sentada con las piernas cruzadas, anhelando su oportunidad, creo a menudo, y perdonadme mi osadía, en la sangre que vierten los que aman, creo en el misterio de esa mano, en la melancolía que desprende.

*Fotografía de Iván Abreu

lunes, 1 de febrero de 2010

La chica de Washburn (V)

Comer, dormir y follar, esas eran las palabras que salían constantemente de su boca. Marilyn me había enseñado a convertir la pereza en una posibilidad soportable, los lunes pasaban a ser domingos, como los martes y los miércoles, de hecho, no había día que no fuese domingo. Aprendí a pasear sin motivo, me dejaba engullir por las calles, que me llevaban de un sitio a otro con la delicadeza de un ciego, de la Ribera al Born, del Born al Gótico, cuando me sentía agotado buscaba un lugar donde sentarme y jugaba a ser turista, al rato reanudaba la marcha. Por las mañanas tomábamos baños de sol y arena mientras los oficinistas de la ciudad arrastraban sus maletines a sus puestos de trabajo, entonces confirmaba mi existencia aislada y particular, mi irreductible separación del mundo. No sé por qué pero siempre acababa hablándole de Grecia, de sus islas, de sus manjares cuantiosos, de la mirada penetrante de sus mujeres, y de María, la chica que amaba a Dios por encima de todas las cosas. Un día Marylin no acudió a la cita que habíamos concertado, sin embargo, se las apañó para dejarme una nota con una dirección, si quería verla, decía, tendría que subirme al metro y caminar los doscientos metros que separaban la casa del señor Boix de la estación de Paseo de Gracia. El señor Boix era un amigo personal del padre de Marylin y solía invitarla a pasar las tardes. En esta ocasión, el distinguido potenciado se había ausentado por alguna causa mayor y le había dejado las llaves del piso, para que disfrutara del piano, le había dicho.
Me abrió la puerta vestida de puta, con un corsé que ensalzaba la magnificencia de sus pechos y unas medias de encaje que embrutecían su aspecto aniñado. “No quiero que abras la boca, ¿me has oído?”, me dijo. Asentí con la cabeza. “Soy tu puta y quiero que me trates como tal”. El culo de Marylin ondulaba mientras iba y venía por todos los rincones de la casa, de la cocina al salón, del salón al pasillo, del cuarto de huéspedes a la terraza. Me quedé un rato de pie observándola. Ella, ansiosa, comenzó a desnudarse. “No, no te quites la ropa”, le ordené. “Acércate al espejo y mírate”. Marylin obedecía con gusto. “Ahora mete las manos bajo la falda y tócate, tócate como si fueras otra”. Me acerqué por detrás sin que se diera cuenta, posé mis manos en sus muslos y la obligué a abrirse de piernas. La penetré de una sola vez, tenía el coño abierto como un fruto. Gimió débilmente y tendió las nalgas hacia mí. La embestí siguiendo el curso de mi respiración, Marylin, de bruces contra el espejo, aguantaba el acoso con la boca abierta, dejando una hilo de vaho en el cristal. Se debatía entre el dolor y el placer, con la falda subida, sorprendida ante mi urgencia. Intentaba darse la vuelta pero la tenía bien sujeta. “¡Estate quieta, puta!”, le gritaba. Cada vez las embestidas eran más intensas. Oía los jadeos de Marilyn, me perturbaba no reconocerlos, no era su voz, no era ella la que gritaba, le agarré el culo con las dos manos y la monté enrabietado. Saldaba alguna deuda pendiente, algún mal gesto de un día anterior, algún reproche, saciado de venganza, hinqué mis rodillas en el suelo y seguí colmándola. Su cabeza daba bandazos de un lado a otro. No podía contenerme; furioso, me zafé de ella. “No te muevas”, dije. Me estrujé el glande con fuerza e inhalé todo el oxígeno que cabía en mis pulmones. Exhausta Marylin se sujetó al espejo y volvió tímidamente su rostro hacia mí. No pude distinguir con precisión sus facciones. “¡No me mires!”, dije severamente. Seguido coloqué mi rabo entre sus nalgas y ella, sin habérselo ordenado, comenzó a frotarse contra él, primero retraída, luego con más ímpetu. Su ano iba cediendo lentamente, dilatándose en cada roce. Marylin rompió su silencio: “¡¡Métemela por atrás!!”. Separó las nalgas con sus manos y me ofreció su agujero. Introduje un dedo y maniobré con él durante un rato, hurgando en la estrechez de su recto. “¡¡Ah, aaah, aaaaaaaah…!!”, gritaba. Me agarré la polla y la introduje delicadamente en su ano, primero la punta, luego entera.”Suave, suave…”, suplicaba. Me deslizaba en su interior sin dificultad. Hablaba, Marylin hablaba y gritaba, escuchaba sus alaridos retumbar en mi cabeza, podía sentir el dolor que ella sentía y me estremecía. “¡Tócame el culo, tócamelo!” Sus palabras precipitaron el vacío. Agarré mi polla con las dos manos y me corrí sobre su coño. Marylin se quedó largo rato de rodillas ante el espejo, ausente, sin entender aún lo que había pasado.

* Collage de Mónica B.






En medio del desorden

En medio del desorden existe un lugar donde apenas se escuchan lamentos, donde un ángel parece haber encontrado un atajo hacia la verdad, si es que ésta habita entre nosotros, si es que puede existir algo tan puro, tan real, si es que tiene sentido habitarla, aunque duela, aunque huela a sangre, aunque el petróleo nos invada, dejándonos ciegos, existe un lugar donde apenas se escuchan lamentos, en la que la vida es la siembra, hombres y mujeres labrando, dando sentido a sus frutos, quemándose las manos con la tierra enferma que algún día habitarán sus hijos, en medio del desorden crecen tres flores que desoyen los consejos de los dioses, tres flores que alargan el cuello en busca de un país donde quedarse.

*Collage de Mónica Buzali

La chica de Washburn (IV)

Marilyn se ha restregado contra todos los puertos, contra todos los amarres y finalmente ha ido a parar a un rincón inexistente donde yo he decidido construir mi hogar. El fuego encendido nos hacía guiños desde el interior de una cueva para gigantes en la que habíamos decidido alojarnos. “Tengo calor”, decía ella, “Acércate”, decía yo. Habíamos abandonado el túnel oscuro por el que avanzábamos torpemente y nos habíamos lazando contra una marea primitiva que nos lamía los cabellos y nos hablaba de los días soleados que estaban por llegar. Marylin llevaba medias de seda negra que le subían por encima de las rodillas. Cuando se agachaba para recoger algo podía ver sus partes sin ningún reparo, los labios de su coño me insinuaban el espesor de la muerte, una muerte por agotamiento que pretendía sin descanso. “Quiero emborracharme”, me decía, “quiero sentir como mi cuerpo se aleja, quiero convertirme en aire”. Coloqué una jarra rebosante de vino sobre la mesa y ella, sin apartar la mirada, volvió a tomar la palabra, “Quiero sentir el vino en mis entrañas, apártate”, me ordenó, “venga, a qué esperas, ayúdame a subir”. Encima de la mesa, flexionando las rodillas, sin separar sus ojos de los míos, se sentó sobre la jarra, pude ver como empapaba sus nalgas ardientes en el vino, como éste se escurría a lo largo de sus piernas, sobre las medias, desembocando en sus pies descalzos. Me situé a la altura de su vientre y ella comenzó a contornearse, arqueando la espalda y agitando la pelvis, por primera vez pude ver el color rosado de su coño y acabé restregando la polla contra el borde la mesa. “Cómeme el coño”, dijo moviéndose de arriba a bajo, “cómemelo ahora”. Chupé su vello púbico como si fuera opio y sentí el ácido corrosivo de su alma, derramándose por todos los conductos de mi cuerpo, transportándome hacia el patio trasero de mí mismo y me quedé solo. De pronto dejé de escuchar mi soledad y me sentía lleno, saciado, mis enemigos habían dejado de llamar a mi puerta, su grosor era ahora inapreciable, me imaginaba atravesando la selva, abriéndome camino con mis propias manos, desafiando a mis sueños, lo que yo creía que eran mis sueños, y sus nalgas me sonreían. “Mírame, no dejes de mirarme”, me decía, y mi mano, como un imán, acariciaba sus senos mientras mi lengua perforaba la calidez de su boca. Hasta aquel momento en mí no había cabida para ese exceso de vida, no soportaba esa impaciencia, mis días se inundaban de vacío, y entonces Marylin acabó con todo, apareció y me preguntó si podía acompañarle hasta la playa, y yo dudé, pero no importaba lo que yo pensara, ella quería ver el mar. Mi palidez me delataba, hacía meses que no pisaba la Barceloneta. Marilyn me agarró de la mano y me remolcó por las Ramblas, no esperó mi respuesta. Me dejé llevar con el cansancio acumulado de toda una vida, y la miré como quien mira a un ángel, ansioso de ser salvado. Nos perdimos por las callejuelas improvisando una nueva vida, sorteando abismos, jugando a ser bandidos acechados por todos los ejércitos del mundo. Hoy ya no soy el mismo, soy otro, pero qué importa si un día fui lo que sigo esperando, qué importa si su olor sigue impregnando mis cuentos. ”No cierres los ojos, mira”, reclamaba mientras se mordía la lengua. Yo contemplaba la suerte de su voluptuosidad, el balanceo de sus pechos, mientras un aroma corrupto invadía mis pulmones, un olor amargo que trepaba desde sus selvas oscuras y se colaba por mi nariz dejándome completamente sordo. “¿Te gusta lo que ves?”, me preguntó. Una dulce erección asomaba bajo mi pantalón, cosquilleándome las ingles. “Sí, me encanta”, contesté. Marylin clavó su mirada en mi entrepierna y sonrió, consciente del poder que la envolvía. Luego extendió su mano hacia mí y la introdujo en mi boca. “Chúpamela”, dijo, “chúpamela como si fuera tu polla”. Era el aquí y el ahora juntos por primera vez en mi vida, el futuro había desaparecido, asustado ante tanta osadía. Afuera seguía la ciudad anunciado catástrofes y yo renunciaba a sus embustes debajo de su lengua, adherido a su piel, cobijado en el perfume de su cueva para gigantes.