jueves, 29 de abril de 2010

Burdeos

El viejo se había hecho así mismo erigiendo los arrabales de Mérignac y Chabrot, había participado en el desarrollo urbanístico de la ladera izquierda del Garona, e incluso había sido nombrado hijo predilecto del recién levantado barrio de Santos-Dumont. Cientos de edificios desperdigados por el centro y las afueras lucían el sello de su ingenio. Nadie podía seguir su ritmo de trabajo. A la pregunta de cómo conseguía llegar el primero y marcharse el último, siempre contestaba con la misma premisa arrolladora: afán. Afán por permanecer y quedarse, afán por reconstruir un paisaje enigmático en el que, bajo un cielo casi blanco, una mujer tendía la ropa con sigilo.
Sin afán no hay nada o lo hay todo de una manera desbordante y uniforme, escribía en los márgenes de sus diagramas de resistencia, tal vez para no olvidarse del principio, que sin estar en los libros de física, mantenía las cosas en pie.

domingo, 25 de abril de 2010

Para ti, hermana

Es verano y Juan lleva dos días enredado en el cableado que alimenta la televisión de una familia desahuciada. Lo sé porque forma parte de mi experimento; la tentativa de aturdir la vida con un poco de ficción.
Observándolo bien lo veo como un ser medio errabundo a quien la suma de sus imposibilidades, de todo tipo, lo ha instalado en la paradoja de suponer que la única decisión de su vida ha sido electiva. Esa decisión fue temprana y consiste en dar largos paseos caminando. Por repetida, y también debido a su temperamento insubordinado y pesimista, es una actividad que se ha ido vaciando de significado. Pero carece de opciones y debe continuar, eso lo sabe desde hace mucho. Las caminatas, que siempre emprende con ansiedad y energía juveniles, como en sus viejas épocas, un rato después de iniciadas se convierten en experiencias confusas, previsibles y agotadoras.
Hacía calor, el sol caía impecable sobre el borde metálico de las ventanas. Juan caminaba con la intención de convertirse en el título de una novela, o en su defecto, en el hilo conductor de una carta de amor. Un letrero desgastado colgaba de lo alto de una farola anunciando una velada acaecida dos años atrás. Una velada que había traído al mundo a una chiquilla arrojadiza que desvalijaba a su antojo todo lo que le parecía imperfecto o inacabado. Más abajo, tendido en el suelo, había un babero minúsculo que le hacía pensar en una merienda desmantelada a trompicones. Se dijo que el mero de hecho de caminar ya era en sí mismo una voluntad de cambio, y eso lo tranquilizó. A lo lejos podía ver la silueta de dos tipos que avanzaban muy despacio por el sendero, como si no quisieran ir a donde iban. La brisa que soplaba en la cara de Juan estaba impregnada del hedor de los cubos de basura que inundaban las zonas comunitarias de la urbanización. Juan oía voces. Una chiquilla gritaba y cantaba en medio del campo que se erguía impasible al otro lado del cemento. Su joven madre la llevaba a cuestas entre la cebada. Oía sus voces, amortiguadas por el jadeo constante de su respiración. Decidió detenerse y esperarlas. Los altos tallos del sembrado no dejaban ver las piernas de la mujer, pero sí las de la niña, que eran gruesas y robustas. La chiquilla estaba demasiado crecida para acarrearla con comodidad, y madre e hija reían alegres mientras ella pugnaba para abrirse paso a través del campo. La chiquilla calzaba unas bambas demasiado grandes, enormes y blancas, que colgaban pesadas a ambos lados de la madre. Apartaban las espigas de la cebada a medida que avanzaban, entrechocando sus cuerpos con entusiasmo. Luego trazaban círculos al girar sobre sí mismas, dando vueltas y más vueltas. Dos, tres veces, riendo, dando bandazos mientras la niña, agarrada a su cuello, gritaba de placer.
Las dos cayeron al suelo y Juan ya no consiguió verlas. Sólo veía a la cebada y a la copa de los árboles que había más allá, donde el terreno bajaba en pendiente y la riera ampliaba su curva hacia las profundidades del valle.

viernes, 23 de abril de 2010

Una ciudad hembra

La ciudad que observaba haciendo vaho en el cristal no era la que esperaba encontrar cada mañana cuando el sueño le sacudía de la cama. Era otra, la que angulosamente, se mostraba como recién barrida, lijando lo que en un primer momento parecía molesto y que luego acababa siendo indispensable. Necesitaba a Burdeos como Burdeos le necesitaba a él. Vivía en ella mientras fantaseaba con el contorno de otra, con el sabor salado de otra, más ardiente y virtuosa.

jueves, 22 de abril de 2010

Un hombre corriente

Si nos quedamos sin contradicciones, ¿qué haremos para avanzar? Qué placer tan grande ir por la calle y poder detenerse como se detienen las personas normales al borde de una acera, ante un semáforo. Qué formidable poder ser un hombre corriente y también un hombre sumido en la corriente de aire de una multitud que avanza apretujada a lo largo de un bulevar.

martes, 20 de abril de 2010

Creer en el mundo es lo que más nos falta

Yaniv escuchaba la misma canción una y otra vez para matarla, no lo hacía para resolver el problema que escondía, ni siquiera le gustaba, quería desparramarla sobre la mesa y eliminar una a una las astillas que tenía clavadas en sus manos. Seguiría sangrando y seguiría escuchándola una y otra vez hasta que el mundo dejase de existir, pero el mundo seguía existiendo.

viernes, 16 de abril de 2010

Camino firme hasta donde me lleven mis pasos

Lo que ocurría en realidad era que estaba vivo, vivo hacia dentro y hacia fuera, incluso podría decirse que vivía convulsivamente, como si la vida, complaciendo a sus antojos, hubiese decido romper su letargo para recrearse ante su agitación. Por eso a menudo se asustaba, porque no podía controlar la irrupción de la vida en él mismo, porque, hasta ese momento, las secuelas que se sincopaban a sus actos habían encajado en sus expectativas, y ahora, por un ilusorio inconformismo, se lanzaban de bruces contra la línea de flotación del mundo que, con lacerante optimismo, había construido. Aunque lo sorprendente no era eso, lo verdaderamente increíble era, que estando tan próximo a la vida, no podía reconocerla. No hallaba en sus logros un atisbo que lo acercarse a ese instante, por eso pensaba en la muerte, porque en ella había encontrado lo más semejante a la verdad.

martes, 13 de abril de 2010

Y habló.

¿Cómo te llamas?, preguntó el viejo con un hilo de voz, casi arrepentido. Había pasado. De su boca brotaban al fin palabras, más que palabras, cuchilladas que lanzaba sobre sí mismo y que no podía controlar. La respiración del niño se oía pesada, con un latente sentimiento de peligro que le incitaba a lanzarse contra la ciudad. Esquinado en el borde del banco pegó un salto y echó a correr. El viejo no se movió. Pasaron más de dos horas antes de que pudiera levantarse. Pero cuando lo hizo ya era otro, incluso la ciudad era otra. Caminó hacia la parada de autobús reconociéndose en los escaparates, contento de estar vivo y de poder caminar sin sentir el vértigo de la locura, dando respuesta ciegamente a sus instintos.

martes, 6 de abril de 2010

Una brecha, un camino.

Yaniv no es las paredes, tampoco un trozo de lona dejando al descubierto las sábanas, es la lluvia boca abajo, el viento que al último momento se echa para atrás. Pero si lo medito bien, si hago un esfuerzo y consigo borrar este olor ulceroso que me acompaña, me gustaría pensar que Yaniv son sobretodo las palabras que se guarda y nunca dice.
Lo recuerdo zarandeando la cabeza de un lado a otro, como si quisiera desprenderse de algo, una mota de caspa o un presagio inoportuno. Con el tiempo supe que aquellos movimientos tenían una finalidad estratégica, una motivación cercana a lo político de la que dependía buena parte de su comunidad. Agitando la cavidad occipital estaba en realidad concentrándose en el silencio, conquistándolo, cerrando las puertas a las cantinelas que arrasaban la débil vestidura que el mismo se había procurado y que a las ocho de la tarde ya no era sino un mero velo imaginario. Lo vi sentado en un bar para turistas de Nahalat Shiv'ah. Desde el primer momento supe que no era un cliente normal. Arqueado frente a tres botellas vacías y un panfleto vacacional, su mirada parecía serena aunque sus manos no cesaran de moverse. Tuve la impresión de que estaba enfermo y que su enfermedad estaba aún por descubrir. Me impresionó la forma en como le hablaba al camarero, y concretamente el uso refinado de la súplica, que tras una firme hilera de verbos imperativos, asomaba dispuesta a ganarse la amistad del desconocido. Todo aquello le daba un aire un tanto ficticio a sus demandas, como si estuviera jugando un juego y el resto de personas fuéramos sus fichas o como si supiera de antemano cuál iba a ser el resultado de sus peticiones y el simple hecho de efectuarlas fuera una afrenta a la incertidumbre y por ello a la propia vida. Además, había en él un atisbo de irrealidad, una sospecha que lo alejaba del mundo. Pero por muy profunda que fuera esa brecha, no había ni un ápice de ansiedad en su conducta, todo lo contrario.

lunes, 5 de abril de 2010

Desde el Mar del Norte

Tal vez no se pueda vivir en Los Ángeles sino es desde la esquizofrenia, puede que la humildad sea una losa, un estorbo que deberías canjear por un buen bronceado. Recuerdo ahora la noche que decidí, aún no sé por qué, invitarla al mítico Hugos entre Olive y Kings Road, recuerdo la cola interminable para conseguir una mesa, recuerdo como si fuera hoy mismo los amos del mundo bajando de sus descapotables saltándose el turno de los mortales, recuerdo la mirada de X, mi chica, mordiéndose la lengua, gritando hacia dentro para no estropear su peinado, recuerdo que hacía mucho frío para ser L.A. y que todos tiritábamos como si estuviéramos en Toronto o en Moscú, recuerdo mis chistes sin gracia remontando el boulevard de Santa Mónica y precipitándose sobre las casas bajas de Butler Avenue donde impartía clases de portugués sin saber ni una pizca de portugués, recuerdo la mirada del encargado revisando nuestra indumentaria y despachándonos como si fuéramos un error de la selección natural, largo, dejen paso, nos gritaba con aplastante impunidad, háganse hacia un lado, y nosotros, cabizbajos, sin fuerzas para responder, nos volvíamos al resto de la cola buscando complicidad y encontrando desprecio e indiferencia, esto era L.A., la ciudad del estado campeón, del país campeón, del estilo de vida campeón. Pero no era siempre así, también habían días luminosos, días en los que era tan fácil trepar por los rascacielos como levantar un dedo, días tan parecidos a las películas de Hollywood que te hacían creer que vivías en una de ellas, momentos para mirar el cielo tumbado en Trinity Park, momentos para perderse entre los eucaliptos con una pelota de béisbol en la mano, lanzar esa pelota al aire teniendo la seguridad de que volverá a caer, si en no tu mano cerca de ella, pero convencido de que volverá a caer, seguro, segurísimo, jugar con tu chica a los países, un juego aburrido que corrompe a las parejas acercándolas a la realidad, algo, por otra parte, imprescindible, no decir y dejar pasar la brisa entre las piernas como quien deja entrar un invitado, brindar por los razas mestizas, una y mil veces si hace falta, sobrevivir a Schwarzenneger con un poco de vino e ironía, hacer el amor sobre una tabla de surf en Hermosa Beach y jugar con las olas como quien juega con un hermano, eso era también L.A.

domingo, 4 de abril de 2010

Pizarnik

La rebelión consiste en mirar una rosa hasta pulverizarse los ojos.

La piel rota en tajos

El viejo gruñó algo ininteligible y se perdió entre la muchedumbre aún más convencido de su fatalidad, sabiendo que cualquier decisión que tomara era en parte equivocada, que la elección de volver era en realidad el resultado de un descarte, el descarte de otra posibilidad, la de no abrir la puerta, la de quedarse en casa tomado té a las cinco de la tarde, pero no, decidió abrir esa puerta, prefirió escuchar el crujir de las hojas antes que imaginarlo, optó por el hedor de la muerte antes que la muerte en sí misma. El sol se elevaba poderoso a sus espaldas, iluminando lo que sus ojos aún no se atrevían a ver. Caminaba a zancadas, esquivando la obviedad que emanaba de las farolas, de las papeleras llenas, de las fechas inscritas en los bancos que le hablaban de promesas incumplidas y sueños rotos, eludía las pistas del espanto, que como antílopes corrían dispersas entre el aplomo de los depredadores. El viejo dedujo que no era más que un títere en manos de su conciencia e imaginó su cuerpo subastándose en un mercado al aire libre donde fervientes tenderos pujaban por sus miedos. Se sentó porque seguir caminando era imposible, se sentó para descansar aunque el descanso fuera inútil. Imaginó las manos de su padre enredadas en su pelo y se arropó en ellas esperando encontrar el calor y hallando en su lugar el tacto frío de las paredes de su cuarto que era en realidad la casa entera.

viernes, 2 de abril de 2010

Abrigado por el hechizo de un soplo

Sus piernas aún tiritaban tras el meneo constante del tren, ya no recordaba nada de las colinas suaves que había repasado con el dedo, tampoco parecía preocuparle el corte de pelo de los operarios que tanto tiempo había ocupado en sus digresiones anteriores, tan sólo la cobardía le incordiaba, amenazándolo con caer sobre él como fruta madura. Con el corazón inválido seguía con la mirada a una joven de rasgos indianos que barría con ahínco un mar de colillas que se había multiplicado tras la espera. La brisa del Mediterráneo se colaba entre los bordes de su camisa y resbalaba hacia abajo, acariciándolo, creía entonces que no se había ido a ninguna parte, que todo lo que tenía estaba ahí, a su alcance, pero de nuevo el presente acudía para complicarlo todo, los viajeros avanzaban tras las virutas humeantes de las locomotoras, que tras dar varias piruetas en el aire ascendían con descaro hacia la bóveda de la estación. El viejo, porque el tipo era un viejo, un anciano más propenso al abandono que al valor, flotaba entre los días como un objeto desfasado al que ya nadie encontraba utilidad. Cercado en medio del andén se mordía la lengua con la intención de no dejar salir ni una sola palabra, quizás por el miedo a que éstas le obligaran a seguir. Le temblaban los labios. Es mi vida, la vida de mis padres, repetía en sus adentros. El viejo tenía nostalgia de un mundo al que no podía volver, pero al que inevitablemente tendían sus pasos.