domingo, 4 de abril de 2010

La piel rota en tajos

El viejo gruñó algo ininteligible y se perdió entre la muchedumbre aún más convencido de su fatalidad, sabiendo que cualquier decisión que tomara era en parte equivocada, que la elección de volver era en realidad el resultado de un descarte, el descarte de otra posibilidad, la de no abrir la puerta, la de quedarse en casa tomado té a las cinco de la tarde, pero no, decidió abrir esa puerta, prefirió escuchar el crujir de las hojas antes que imaginarlo, optó por el hedor de la muerte antes que la muerte en sí misma. El sol se elevaba poderoso a sus espaldas, iluminando lo que sus ojos aún no se atrevían a ver. Caminaba a zancadas, esquivando la obviedad que emanaba de las farolas, de las papeleras llenas, de las fechas inscritas en los bancos que le hablaban de promesas incumplidas y sueños rotos, eludía las pistas del espanto, que como antílopes corrían dispersas entre el aplomo de los depredadores. El viejo dedujo que no era más que un títere en manos de su conciencia e imaginó su cuerpo subastándose en un mercado al aire libre donde fervientes tenderos pujaban por sus miedos. Se sentó porque seguir caminando era imposible, se sentó para descansar aunque el descanso fuera inútil. Imaginó las manos de su padre enredadas en su pelo y se arropó en ellas esperando encontrar el calor y hallando en su lugar el tacto frío de las paredes de su cuarto que era en realidad la casa entera.

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