El viejo se había hecho así mismo erigiendo los arrabales de Mérignac y Chabrot, había participado en el desarrollo urbanístico de la ladera izquierda del Garona, e incluso había sido nombrado hijo predilecto del recién levantado barrio de Santos-Dumont. Cientos de edificios desperdigados por el centro y las afueras lucían el sello de su ingenio. Nadie podía seguir su ritmo de trabajo. A la pregunta de cómo conseguía llegar el primero y marcharse el último, siempre contestaba con la misma premisa arrolladora: afán. Afán por permanecer y quedarse, afán por reconstruir un paisaje enigmático en el que, bajo un cielo casi blanco, una mujer tendía la ropa con sigilo.
Sin afán no hay nada o lo hay todo de una manera desbordante y uniforme, escribía en los márgenes de sus diagramas de resistencia, tal vez para no olvidarse del principio, que sin estar en los libros de física, mantenía las cosas en pie.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario