martes, 6 de abril de 2010

Una brecha, un camino.

Yaniv no es las paredes, tampoco un trozo de lona dejando al descubierto las sábanas, es la lluvia boca abajo, el viento que al último momento se echa para atrás. Pero si lo medito bien, si hago un esfuerzo y consigo borrar este olor ulceroso que me acompaña, me gustaría pensar que Yaniv son sobretodo las palabras que se guarda y nunca dice.
Lo recuerdo zarandeando la cabeza de un lado a otro, como si quisiera desprenderse de algo, una mota de caspa o un presagio inoportuno. Con el tiempo supe que aquellos movimientos tenían una finalidad estratégica, una motivación cercana a lo político de la que dependía buena parte de su comunidad. Agitando la cavidad occipital estaba en realidad concentrándose en el silencio, conquistándolo, cerrando las puertas a las cantinelas que arrasaban la débil vestidura que el mismo se había procurado y que a las ocho de la tarde ya no era sino un mero velo imaginario. Lo vi sentado en un bar para turistas de Nahalat Shiv'ah. Desde el primer momento supe que no era un cliente normal. Arqueado frente a tres botellas vacías y un panfleto vacacional, su mirada parecía serena aunque sus manos no cesaran de moverse. Tuve la impresión de que estaba enfermo y que su enfermedad estaba aún por descubrir. Me impresionó la forma en como le hablaba al camarero, y concretamente el uso refinado de la súplica, que tras una firme hilera de verbos imperativos, asomaba dispuesta a ganarse la amistad del desconocido. Todo aquello le daba un aire un tanto ficticio a sus demandas, como si estuviera jugando un juego y el resto de personas fuéramos sus fichas o como si supiera de antemano cuál iba a ser el resultado de sus peticiones y el simple hecho de efectuarlas fuera una afrenta a la incertidumbre y por ello a la propia vida. Además, había en él un atisbo de irrealidad, una sospecha que lo alejaba del mundo. Pero por muy profunda que fuera esa brecha, no había ni un ápice de ansiedad en su conducta, todo lo contrario.

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