domingo, 25 de abril de 2010

Para ti, hermana

Es verano y Juan lleva dos días enredado en el cableado que alimenta la televisión de una familia desahuciada. Lo sé porque forma parte de mi experimento; la tentativa de aturdir la vida con un poco de ficción.
Observándolo bien lo veo como un ser medio errabundo a quien la suma de sus imposibilidades, de todo tipo, lo ha instalado en la paradoja de suponer que la única decisión de su vida ha sido electiva. Esa decisión fue temprana y consiste en dar largos paseos caminando. Por repetida, y también debido a su temperamento insubordinado y pesimista, es una actividad que se ha ido vaciando de significado. Pero carece de opciones y debe continuar, eso lo sabe desde hace mucho. Las caminatas, que siempre emprende con ansiedad y energía juveniles, como en sus viejas épocas, un rato después de iniciadas se convierten en experiencias confusas, previsibles y agotadoras.
Hacía calor, el sol caía impecable sobre el borde metálico de las ventanas. Juan caminaba con la intención de convertirse en el título de una novela, o en su defecto, en el hilo conductor de una carta de amor. Un letrero desgastado colgaba de lo alto de una farola anunciando una velada acaecida dos años atrás. Una velada que había traído al mundo a una chiquilla arrojadiza que desvalijaba a su antojo todo lo que le parecía imperfecto o inacabado. Más abajo, tendido en el suelo, había un babero minúsculo que le hacía pensar en una merienda desmantelada a trompicones. Se dijo que el mero de hecho de caminar ya era en sí mismo una voluntad de cambio, y eso lo tranquilizó. A lo lejos podía ver la silueta de dos tipos que avanzaban muy despacio por el sendero, como si no quisieran ir a donde iban. La brisa que soplaba en la cara de Juan estaba impregnada del hedor de los cubos de basura que inundaban las zonas comunitarias de la urbanización. Juan oía voces. Una chiquilla gritaba y cantaba en medio del campo que se erguía impasible al otro lado del cemento. Su joven madre la llevaba a cuestas entre la cebada. Oía sus voces, amortiguadas por el jadeo constante de su respiración. Decidió detenerse y esperarlas. Los altos tallos del sembrado no dejaban ver las piernas de la mujer, pero sí las de la niña, que eran gruesas y robustas. La chiquilla estaba demasiado crecida para acarrearla con comodidad, y madre e hija reían alegres mientras ella pugnaba para abrirse paso a través del campo. La chiquilla calzaba unas bambas demasiado grandes, enormes y blancas, que colgaban pesadas a ambos lados de la madre. Apartaban las espigas de la cebada a medida que avanzaban, entrechocando sus cuerpos con entusiasmo. Luego trazaban círculos al girar sobre sí mismas, dando vueltas y más vueltas. Dos, tres veces, riendo, dando bandazos mientras la niña, agarrada a su cuello, gritaba de placer.
Las dos cayeron al suelo y Juan ya no consiguió verlas. Sólo veía a la cebada y a la copa de los árboles que había más allá, donde el terreno bajaba en pendiente y la riera ampliaba su curva hacia las profundidades del valle.

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