viernes, 22 de octubre de 2010

Slavenka Drakulic

Nueva York, no importa cuándo, ni quién, imagina Nueva York. Invierno. Hojas secas con panzas redondas. Frío, frío húmedo incrustado en las paredes que son muros, altos e inaccesibles, como pilares que trepan hacia el cielo, lejos de tus dedos, lejos de cualquier indicio de humanidad. Confieso que he leído, confieso, y es sólo una suposición, que no volveré a leer algo así, nunca, de otro modo perdería la cabeza. La culpa la tiene Slavenka Drakulic, esa mujer que habla entre susurros y esconde secretos bajo su piel, secretos que suenan a ritos silenciosos y bailes de otros tiempos. Al terminar las primeras tres páginas supe que no podría dar marcha atrás, que las horas se convertirían en días, en dilemas sin resolver. Tuve que dejar camino al instinto, reconocer de inmediato esa sensación de desamparo, de habitación cerrada, sentir ese olor a sexo fermentado. “Durante tres días no salíamos de la cama. Nos alimentábamos con los restos, se sucedían el día y la noche. Alguien llamó a la puerta…Cómo es que de repente tenemos tanto apetito, dijo José, como si hasta ahora sólo hubiéramos pasado hambre. Al final del tercer día nuestros cuerpos estaban cubiertos de llagas y sucios. Por primera vez, mientras nos duchábamos juntos, vi claramente su cuerpo, cada vena bajo su piel, cada músculo, cada cardenal, cada mordisco, la forma de los hombros, el abdomen, todo lo que ya había alimentado las palmas de mis manos, mi piel, mi lengua. No sé nada de ti, dije, consciente de que mis palabras eran absurdas. Mi derecho sobre él en aquel momento ya estaba consolidado, un derecho más fuerte que el que me habría podido dar contándome su pasado. Esa mañana, bajo la ducha, supe que todo lo que sucediera entre nosotros debería ser para siempre.”
No tienes por qué alzar la mirada, el estadillo ya ha ocurrido en tu interior, no pretendas recoger los pedazos, demasiado tarde, demasiado ingenuo. Si estás vivo, si alguna vez lo estuviste, éste es tu libro, éste es el manual que te transportará al presente exacto, a la ínfula del deseo. Agárralo con fuerza, tal vez queme tus dedos, no importa, no debería importarte, abre los ojos y léelo con determinación, imagínate resbalando por tu propio vientre, reconoce tus propios latidos, hazte el amor. Acabo de despertar de un sueño que vaticina el futuro, que habla de obsesión y gozo absoluto. Dos cuerpos que se reconocen como uno sólo, sustentados por un hilo que parece hecho de entrañas y que no es más que una soga anidada al sustento. Tereza y José son dos extranjeros en Nueva York, ella es una joven escritora polaca, él, un antropólogo brasileño interesado en el canibalismo. No tienen nada en común, excepto ese afán inexplicable que quizás ya no les pertenece. Hablo de la insaciable sed del otro, de los días contados, de la vida atemporal, hablo de amor cuando el amor es un animal hambriento, hablo, y pido perdón por ello, de la desesperada sensación de soledad. En este juego Tereza es consciente de la debilidad de José, de su incapacidad para actuar, de tomar partido, sabe que sólo puede contar con su indecisión, con su pose rendida, enfermiza, tal vez por eso tome las riendas, para adueñarse de su cuerpo y hacerlo suyo, para llenar su memoria de algo real y perdurable, para no perder. Nueva York como un mendigo esperando que el cielo le caiga encima, puestos de hamburguesas que en otro tiempo fueron carruajes otomanos, bigotes afilados que recorren las calles cortando el silencio, la guerra está en todas partes. Mi apartamento está ahora desnudo, lo lógico sería echarme en el suelo para sentir el tacto de la madera, para sentir el frío como propio, como parte de mi cuerpo, pero la verdad, estoy ardiendo, fiebre, grados centígrados revoloteando en mi cabeza en una verbena colérica.
Hay lecturas obligatorias, otras reveladoras, hay algunas efímeras, que se pierden por el pasillo entre el salón y la cocina, hay otras que son como gritos en la noche, extrañas y amenazadoras, “El sabor de un hombre”, al contrario, es una grieta en nuestras vidas, una oportunidad para rendir cuentas con nuestros tabúes, y quizás, vencerlos.

jueves, 21 de octubre de 2010

W.

Es un hombre libre y nunca le atraparás. Mira a las cosas por encima, pero a la vez mira su interior, y boca abajo, doblando la esquina y a través de una cerradura destrozada. Su ojo es un microscopio, una lupa, un espejo de dos caras y una bola de cristal. Nos lleva una buena delantera, va por su cuenta, crea su propio clima. Ese es W., un tipo sin miedo.

sábado, 9 de octubre de 2010

Tierra o marrón

Y entonces llegó y se sentó para descansar o para escribir o para hacer ver que escribía cuando en realidad estaba imaginando que era una mujer azul porque el crepúsculo más tarde tal vez fuese azul, como él bien sabía, imaginaba que hilaba con hilos de oro las sensaciones, imaginaba que la infancia era hoy y no ayer, como si de repente se hubiese despertado de un largo sueño, imaginaba que una vena se había abierto e imaginaba que de ella manaba sangre morada, le gustaba pensar que de todos los lugares del mundo aquel era el mejor para desangrarse y luego sonrió, como si aquellas gotas de sangre fueran las últimas de una época pasada y ya enterrada, entonces, con la mirada afilda, alzó los ojos y vio aquel tipo que parecía haber salido de la misma tierra y pensó, por qué no, regalarle una sonrisa hechicera...

viernes, 8 de octubre de 2010

Huellas

"No dejo nada aquí
más que huellas de dedos
sobre huellas de dedos
en la piedra
futuros surcos en la historia
de esta ciudad que envejece
con todos nosotros."

Miriam Reyes

martes, 5 de octubre de 2010

Impotencia salvaje

"Es absurdo hacer siempre lo mismo y esperar resultados diferentes." Pintada en un muro derruido del antiguo campo de concentración de Formentera.

N.Y.

¿Qué puede hacer un escritor inerme, un demiurgo indefenso, un hombre al fin sin palabras, un sujeto ya sin poder para sujetar la realidad? Nada, salvo poner el cuerpo en lugar de la palabra, dejarse tocar en lugar de nombrar, abandonarse a la voracidad de la vida, sin reparos, solo, como un eunuco perverso. Se trataba de la invitación, de la llamada, de la urgencia a pasar a una dimensión más humana, más real, real de tan cutanea, epidérmica, susceptible de ser devorada. Dejarse tocar, también lastimar o, ya en lenguaje de escritores, porque no olvido que lo sigo siendo, escuchar, escuchar para dejar de hablar. ¿Qué puede hacer un escritor con dos manos como sartenes? Irse a Nueva York.

lunes, 4 de octubre de 2010

Naufragos

Los primeros días me dejaba caer en el espigón rocoso de la bahía, al parecer sólo allí me atrevía a entender lo que ocurría. Rozaba el mar con la yema de mis dedos ansioso de encontrar en él la respuesta que los hombres horas antes me habían negado. Sentía en su textura el paso del tiempo que la gente había olvidado, los años en los que el viento había guiado sus pasos sin premura, con la constancia adecuada, y que ahora, cansado, se había agotado de soplar. Sin embargo la isla existía en los cuerpos agrietados de sus pescadores, se hacía fuerte y solemne en los ojos oscuros, casi negros, de sus madres, que aún no habían olvidado dónde estaban ni quiénes eran. Lo humano se mostraba como un naufragio que ya había tenido lugar. La mentira se había asentado como una segunda naturaleza y la tristeza se iba imponiendo poco a poco. Pero frente a este paisaje desolador asomaba la lentitud de los viejos que entre susurros te hablaban del vigor de los jóvenes los cuales decían haber descubierto el sentido de sus vidas.

Correr cuando no puedes hacer otra cosa

Eres muy amable conmigo, respondí aferrado a mis palabras. Ella miraba mis cicatrices e imaginaba un pasado cubierto de minas donde la sangre corría demasiado deprisa. Había algo sorprendente en esa mujer, era su absoluta, irremediable, a veces intolerable, incapacidad para mentir. Eso me asustaba. Podía pasar días enteros sin mirarle a los ojos, días que aprovechaba para echarme a correr, sin rumbo ni motivo, simplemente sintiendo el soplido incesante de mi desesperación. Yo quería escribir una novela sin tener la esclavitud de buscar la verdad, sin tener que aceptar la mediocridad que trepaba ansiosa por mis venas. Quería derribar los muros que alguien había levantado frente a mí para sentir el placer de verlos caer igual que yo estaba cayendo. Pensaba que al hacerlo llevaba a cabo un acto de justicia, mi impotencia se solapaba a la impotencia del mundo, así, creía, ya no me sentiría tan solo. Sin embargo mis zancadas nunca fueron lo suficientemente firmes, ni siquiera mi voluntad era tan consistente como creía, simplemente me dejaba llevar por los caprichos de los demás, eran los otros los que conducían mi vida, como si fuera un juguete en sus manos, como si mis decisiones fueran la prolongación o la confirmación de otras extrañas y ajenas voluntades.
Lo recuerdo como si fuera hoy, llegué hasta casa, subí las escaleras de dos en dos, de tres en tres, cerré la puerta a mi espalda, me quité la camiseta y me tendí con el torso desnudo en la cama, agotado. No la oí llegar, puede que flotara por el pasillo, puede que en un alarde de superioridad me mostrara que sólo ella podía desprenderse del suelo, que sólo ella podía convertir mi vida en un lugar apacible y tranquilo. Luego sentí el tacto de sus senos en mi boca y desperté.

domingo, 3 de octubre de 2010

Algo cálido y sinuoso

Al principio nuestro tiempo era la noche, la oscuridad, la conciencia dormida acurrucuda al borde del precipicio, el instante en que nos sumergíamos el uno en el otro y en el que el abismo se desvanecía por completo. Nuestros cuerpos funcionaban igual que dos máquinas perfectas para producir placer. El placer, luego el sueño. Como la muerte. Nuestra cama era una fiesta, así es como ella lo veía, una fiesta ligera y vaporosa que pendía de nuestro aliento. Mientras escuchaba embelesado sus palabras veía como una serpiente hecha de jadeos se colaba entre sus piernas dejándola muda e inconsciente.

El reto de un hombre libre

Nos sumergíamos cada día más el uno en el otro, sin remedio, con la absoluta certeza de un final próximo, agobiante y reparador. ¿De qué otro modo reconoceríamos nuestros deseos, si no fuera eschuchándolos desde dentro? ¿Cómo hacerlo si no nos hubiéramos adentrado en esos territorios prohibidos que nos habían enseñado a ignorar? ¿Cómo podríamos captar los pensamientos, la visión que teníamos del mundo, si no hubieramos encontrado una forma de estar juntos, de pertecernos eternamente el uno al otro? Me parecía que si lográbamos renunciar a nuestro pasado, si llegábamos a reducir la conciencia a la mínima expresión, entonces, sólo entonces podríamos conseguirlo.