lunes, 4 de octubre de 2010

Correr cuando no puedes hacer otra cosa

Eres muy amable conmigo, respondí aferrado a mis palabras. Ella miraba mis cicatrices e imaginaba un pasado cubierto de minas donde la sangre corría demasiado deprisa. Había algo sorprendente en esa mujer, era su absoluta, irremediable, a veces intolerable, incapacidad para mentir. Eso me asustaba. Podía pasar días enteros sin mirarle a los ojos, días que aprovechaba para echarme a correr, sin rumbo ni motivo, simplemente sintiendo el soplido incesante de mi desesperación. Yo quería escribir una novela sin tener la esclavitud de buscar la verdad, sin tener que aceptar la mediocridad que trepaba ansiosa por mis venas. Quería derribar los muros que alguien había levantado frente a mí para sentir el placer de verlos caer igual que yo estaba cayendo. Pensaba que al hacerlo llevaba a cabo un acto de justicia, mi impotencia se solapaba a la impotencia del mundo, así, creía, ya no me sentiría tan solo. Sin embargo mis zancadas nunca fueron lo suficientemente firmes, ni siquiera mi voluntad era tan consistente como creía, simplemente me dejaba llevar por los caprichos de los demás, eran los otros los que conducían mi vida, como si fuera un juguete en sus manos, como si mis decisiones fueran la prolongación o la confirmación de otras extrañas y ajenas voluntades.
Lo recuerdo como si fuera hoy, llegué hasta casa, subí las escaleras de dos en dos, de tres en tres, cerré la puerta a mi espalda, me quité la camiseta y me tendí con el torso desnudo en la cama, agotado. No la oí llegar, puede que flotara por el pasillo, puede que en un alarde de superioridad me mostrara que sólo ella podía desprenderse del suelo, que sólo ella podía convertir mi vida en un lugar apacible y tranquilo. Luego sentí el tacto de sus senos en mi boca y desperté.

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