jueves, 9 de septiembre de 2010

Niña prodigio

A la semana siguiente, Tastier, uno de sus vecinos, le habló de un libro que su hija había comenzado a escribir a los cinco años. Lo había titulado Todo lo que dejaré de saber cuando sea mayor. Según Tastier, la niña había comprendido que le estaban arrebatando la vida de las manos, que todo lo que le quedaba por delante era un terreno baldío por el que no podía ni debía transitar. Por ello estaba obligada a ponerlo por escrito, ya que, como también sabía, ella misma lo acabaría olvidando. Aquella, más que ninguna otra, era una época en la que ser un niño era un impedimento, un obstáculo hacia la consumación de los deseos mundanos, un estadio vergonzante cuya salvación se iniciaba con los primeros catecismos y las charlas ejemplarizantes de los mayores. El viejo envidió a aquella niña que había comprendido lo absurdo de la vida e inmediatamente observó que durante un tiempo él también lo había descubierto, y que siendo así, no estaba tan lejos de la salvación. Hacía ya algunas semanas que empezaba a referirse a los adultos como esos tipos terribles, plagados de certezas, que como él, se burlaban de los magos y se apiadaban de los payasos.