lunes, 14 de diciembre de 2009

El muro que nadie quiere ver

El muro sigue ahí, construido a base de orgullo y prejuicios, solidificado a conciencia por un ejército de ciegos entusiastas. Ya no estoy tan seguro quien ha sido el artífice de tan respetable obra, si una tribu de fanáticos o las garras inapelables del capitalismo. Pensándolo bien el muro no es más que miedo, un miedo solapado a las paredes de mi estómago, que bien podría ser el suyo, el de Henrietta.
Una tarde, hace un mes y medio, se marchó de casa sin ni siquiera haber llegado, sin posar sus pies diminutos en mi alfombra, sin probar el pastel que le esperaba, que tuve que comerme a cara de perro. Uno se pasa media vida esperando una especie de revelación que lo explique todo, que le de sentido a tus decisiones, un momento de claridad absoluta que justifique de algún modo todo el dolor recibido, y cuando llega ese momento te engancha mirando hacia otra parte. Así me ocurrió siempre. Lo más duro no es aceptar que el coraje pueda o no conllevar algún tipo de recompensa, lo peor es no tenerlo, no encontrarlo. Cómo enfrentarse al hecho de que todo lo que crees es una gran mentira. Vivimos en el limbo, en la planta baja de un edificio sin calefacción, y hace frío, mucho frío. Nos enviamos tarjetas de felicitación porque somos incapaces de transmitir emociones, porque nos da pánico mirar hacia adentro. Mentimos continuamente porque tenemos miedo. Estamos muertos de miedo. Las personas deberían saber decir lo que sienten pero no nos han enseñado a hacer tal cosa, sólo sabemos construir rascacielos y levantar muros. El viejo lo sabe mejor que nadie.
Tengo tantas cosas que decirte, que no creo haya en el mundo páginas suficientes, ni siquiera tengo tiempo, lo que no me falta son ganas, por mucho frío que haga seguiré aquí, en manga corta, escribiéndote las cosas que guardo dentro, para que podamos seguir adelante. Lamento no haber podido salvarte, lamento no seguir explicándote historias increíbles, lamento no hacer planes contigo, espero que ellos lo hagan.

“-¿Quieres un chicle?

-Sí, porque no.”

domingo, 13 de diciembre de 2009

La manos de Enrique

El tacto de Enrique me salvó la vida. Él no lo sabe pero fueron sus manos las que me sacaron del frío de la noche, las que me lanzaron a conquistar aquello que había perdido, aquello de lo que huía, fueron sus enormes manos las que me condenaron a sufrir la esperanza. Nunca se lo he dicho pero Enrique acaricia mejor que habla, toca mejor que escribe, abraza mejor que canta, Enrique debería tocarnos a todos, sólo así podríamos salvarnos. Sin embargo el muy tozudo se empecina en escribir y no hay quien le haga cambiar de parecer. No sabe que si hiciera algo con sus manos todo le iría mejor.
Un día, de repente, le vi manoseando un pedazo de arcilla y tuve que felicitarle, me sentí orgulloso. Le dije que no dejara de hacerlo, que ese era el camino, pero el chico no me hizo caso. No tardó en abandonarlo por otra cosa, cualquier estupidez que lo mantuviera entretenido, eso le bastaba.
Aquellos días me sentía perpetuamente en deuda con él aunque por entonces no sabía muy bien porqué. Tenía que ayudarlo como él me estaba ayudando a mí. Más tarde supe como hacerlo pero en aquel momento no tenía ni idea. Por entonces lo verdaderamente excepcional eran los sentimientos respecto a mí mismo, es decir, por primera vez en mucho tiempo sentía como el miedo se iba retirando de mí, era como si mi convivencia con Enrique estuviera provocando esa mutación. Enrique tenía facilidad en extirpar cosas de la gente, ese era otro de sus dones ocultos, extirpaba compromiso, malos rollos, confianza, sueños, y todo sin darse cuenta. Pensándolo bien quizás mis miedos simplemente se estaban marchando o transformando en otra cosa, lo que sí sentía era que el viejo Markus al fin podía sentarse a escribir sin que el corazón le saliese por la boca, y eso sólo podía ser debido a las manos de Enrique, a nada más.

Enrique ha venido a verme

Alguien ha entrado en casa, alguien ha entrado en casa y no es el viejo, lo sé porque el viejo jamás cierra de un portazo, lo hace delicadamente, como si no quisiera anunciar su llegada. Quien sea que haya entrado ha cerrado la puerta enérgicamente, decidido a hacerse notar, y luego ha dejado caer las llaves en un cuenco de cerámica que no tengo, que no existe. Me asomo al pasillo para verle la cara. Es un chico muy joven, alto y delgado. Camina desenvuelto, ladeando su cabellera rizada al ritmo de sus pasos, desplegando una seguridad impropia de su edad, una seguridad postiza, irreal. Trae consigo una libreta donde guarda un fajo de poemas de los que se siente muy orgulloso, aunque aún no se los haya enseñado a nadie. La libreta lleva enganchada una pegatina de Comisiones Obreras, con la bandera catalana de fondo, lo sé, porque yo también la llevaba impresa. El chico mira hacia donde yo estoy pero no parece verme, así que decido seguirle hasta la cocina. Abre la nevera y agarra una botella de leche, que tampoco existe, para luego servirse el líquido en un vaso. Suspira de placer tras dar el primer sorbo. Puede considerarse que éste es uno de los mejores momentos del día del chico, lo sé porque también era uno de los míos. Lo tengo delante y no me ve; soy invisible. La misma sonrisa, la misma nariz respingona, el mismo descuido ante las cosas ajenas, esa mirada a medio camino entre el miope y el curioso, soy yo, Enrique Gutiérrez a la edad de catorce años. Da marcha atrás y se encamina hacia el salón. Donde antes yacía el viejo ahora hay un tipo calvo viendo la televisión, a su lado, sentado con la espalda apoyada en el respaldo, hay otro viejo que no deja de incordiar al calvo y a todo lo que hace o dice el calvo, de Markus ni rastro, ha desaparecido. El muchacho saluda efusivamente a ambos y luego pregunta por su madre, el viejo contesta que esa gorda a la que tiene por madre aún no ha llegado. Todos ríen, menos el calvo, que sigue con la mirada fija en el aparato televisor. Yo sigo la escena desde el marco de la puerta, no parecen verme. Por si no había quedado claro, el calvo es mi padre y el viejo tan ingenioso es mi abuelo. El chaval toma asiento junto a su abuelo y pone su mano en la rodilla del viejo, éste responde lanzándole un gancho de derecha al mismo tiempo que le grita “¡Atontao!”. Nunca fue fácil tener un abuelo boxeador, pienso. Luego, más relajado, el chico le pide a su abuelo que le cuente cómo fue eso de disparar en la guerra y éste, mordiéndose la lengua, le dice que no es agradable hablar de aquellos años y que será mejor que hablemos de otro cosa o, porque no, ponernos a cantar. Está bien, cántame la de los policías, esa que me gusta tanto, dice el chaval. “Dos de la policía, de la policía dos…” arranca el viejo. Las lucecitas intermitentes del árbol de Navidad subrayan la escena. Son las ocho de la tarde y por un momento me arrepiento de haber crecido. Mi cuerpo de adolescente ocupa su espacio en el salón, un salón que no es el mío, siento que la vida es injusta y mi abuelo me acaricia la cabeza con sus manos amarillas, me resulta imposible escapar a otro lugar. Aquí es donde empieza todo, aquí es donde debo permanecer.

Marla, el viejo y yo

Llegué a casa y el viejo seguía tumbado en la misma posición, mirando hacia el norte, donde pretendía volver algún día. Dejé la mochila sobre la mesa y tomé asiento. Durante un rato estuvimos en silencio. Llevábamos unos cuantos días encallados, la energía que nos había acompañado las últimas semanas se había ido apagando lentamente. Pensé en lo raro de estar continuamente buscando algo que era incapaz de descifrar, pensé en el viejo y en las cosas que nos unían, y tuve miedo de perderlo a él también. Pensé en las posibilidades de rehacer nuestras vidas e imaginé una casa al borde del mar donde nunca faltarían historias para contar. Cuando ya estaba sintiendo el cosquilleo del sol en la mejilla el viejo se incorporó y preguntó: ¿Y qué pasó con Marla? Era la última pregunta que esperaba oír y sin embargo era la única pregunta que nos permitía seguir. Me tomé mi tiempo en contestarle. Marla está bajo el lago, esperándote, allí es donde deberías ir a buscarla. El viejo se mordió la lengua como había hecho tantas veces en su vida y se puso serio conmigo. Chico, me dijo, no puedes hablar sin tener ni idea, esto no es un deporte, no puedes contestar como si estuvieras jugando un partido de tenis, no estamos compitiendo por ningún torneo, esto es la vida, no es un ningún juego, me oyes, cómo te atreves a decir…mierda…deja a mi madre en paz, quieres…estamos hablando de Marla…o es que no puedes entender lo que eso significa…mírate…tú también la buscas o es que no te das cuenta. Sentí pánico. Marla tiene que estar por alguna parte, zanjó el viejo. Entonces, desde un lugar que soy incapaz de identificar, pregunté: ¿Para qué diablos quieres encontrarla? El viejo me miró y dijo, siento vergüenza y pena de ti, muchacho, no has entendido nada. Luego agarró su chaqueta y se perdió por el pasillo. Me quedé solo en el salón intentando sostener el techo con mis hombros, pero ya no era el de antes, que lo aguantaba todo, ahora me costaba sostener mi propio cuerpo, incluso me costaba hablar con el viejo que al fin se atrevía a decir la verdad, tal vez tenga que hacerme mayor para comprenderlo, tal vez haya llegado el momento de intentarlo.

Síntomas dementes

Un día vino a visitarme un desconocido. Eso lo recuerdo bien. Las visitas no abundaban por aquel entonces, de cuando en cuando venía una señora que decía ser mi hija, pero normalmente compartía las tardes con la que decía ser mi esposa. El desconocido nunca había venido antes. Lo recibí en el salón con mi uniforme de gala. El desconocido dijo buenos días, Moshe, cuánto tiempo. Y yo contesté que no sabía a qué tiempo se refería, y que además, hasta donde yo recordaba, siempre me había llamado Markus, luego le pregunté si lo enviaba la Stasi pero el tipo cambió de tema inmediatamente, como si tuviera algo que ocultar. Y se presentó, me llamo Schlomo, Schlomo Finkelstein y soy tu amigo. Pero no podía ser mi amigo porque yo no lo había visto en la vida, y sonreí, porque a veces sonreír es mejor que permanecer callado. Nos conocemos desde hace muchos años, hombre, dijo, es imposible que no te acuerdes de mí. Tuve ganas de explicarle que mis recuerdos son como un cucurucho de chocolate tomando el sol, pero no lo hice, para calmarlo le dije que sí, que ahora le recordaba perfectamente, mi gran amigo Schlomo, cómo podía olvidarlo. Y él sonrío y dijo eso está mejor, aunque sus ojos seguían estando tan vacíos como al principio. Me explicó que mi verdadero nombre era Moshe y que había sido judío hasta que un día, de repente, dejé de serlo, como si me hubiese cansado de serlo, como si la gente se cansara de ser una cosa y se convirtiera en otra, por placer o simple aburrimiento. Le miré y volví a sonreír porque no quería entristecerlo con mis pensamientos, que podían ser muchas cosas, menos pensamientos propiamente judíos, si es que eso, de algún modo, podía existir. Siguió explicándome que mi padre era un hombre honrado al que habían matado injustamente y que mi madre era célebre por su belleza, y que fue muy triste lo que sucedió, que no tenía por qué torturarme, yo no tenía la culpa, el lago se la llevó y punto, como si el lago se tragara la cosas más bellas de este mundo, y me gustó esa idea, un lago que en sus profundidades guarda un tesoro oculto a los ojos de los hombres. El desconocido no paraba de hablar, de un tema saltaba a otro, y yo no me sentía culpable, aunque él insistiera continuamente en eso, por fin, la que decía ser mi esposa, abrió la puerta e invitó al desconocido a abandonar la sala, el tipo se levantó, me alargó la mano y me entregó una foto de un lago, en la que aparecían un niño y una-mujer-mucho-más-bella-de-lo-que-jamás-hubiese-podido-imaginar. Me la guardé en el bolsillo y esperé a que el tipo se marchara, luego, de nuevo, le eché un vistazo. Inexplicablemente mi corazón comenzó a sangrar.

viernes, 11 de diciembre de 2009

Markus, el ángel.

Markus se convirtió en un ángel cuando se dio cuenta de que todo era posible. Hasta entonces se había pasado la vida intentando sobrevivir, sobreviviendo un poco por encima de su realidad, escondiéndose de las cosas que le hacían daño, del amor y la verdad, almacenando misterios para luego esquivarlos, inventando un pasado a su medida que le condujera por un camino sin baches ni agujeros, dispuesto para no detenerse jamás. Lo que Markus estaba haciendo en realidad era construir una vida imposible, una vida que no estaba viviendo, gracias a la cual aún no se había vuelto loco, ese había sido el verdadero dilema del viejo, cómo vivir sin estar vivo, cómo eludir la traición y cómo hacerlo sin perder la cabeza.
Encontré a Markus no muy lejos de mi casa, al otro lado del Mercadona, acurrucado bajo una casa de cartón. Hacía tiempo que vivía allí y no se acordaba muy bien por qué. Para matar el tiempo, paseaba por la ciudad. Cada día el viejo descubría un lugar nuevo, la belleza del mundo le tenía deslumbrado, no quería dejar de caminar. Cuando se cansaba se sentaba en los parques y se dedicaba a escuchar las conversaciones de la gente, entonces se daba cuenta de lo solos que estaban y la tristeza se apoderaba de él. Con el corazón roto volvía de nuevo a su casa de cartón e intentaba acordarse por qué había llegado hasta allí y pensaba en la gente que había querido. Todos buscamos a alguien, el viejo se buscaba a si mismo y me encontró a mí. Por eso ahora vive conmigo, por eso estoy escribiendo todo esto.

jueves, 10 de diciembre de 2009

Marla

A Markus le pasa lo mismo que a Tomás, las cosas que quiere decir se le encallan en la boca. Empecé a escribir esta historia porque quería comprender, mentira, empecé a escribir esta historia porque el viejo me obligó. Si no lo hacía, me dijo, todo se quedaría como está y eso sería un desastre tanto para él como para mí. Comencé a escribir sin saber muy bien hacia donde iba. El viejo me explicó que escribir era como estar buscando a alguien que no existe, y eso no me ayudó demasiado. Cuando el viejo era pequeño cazaba mariposas con un artilugio futurista que succionaba todo lo que se sostenía en el aire. Por lo que los demás niños lo odiaban tanto que su padre tenía que sobornarles para que acudieran a sus fiestas. Por eso cuando Markus, que por entonces era Moshe, me explicó la historia de Marla, no quise creerle. Por qué si había estado tan enamorado no iba a buscarla, por qué no la había seguido hasta los campos, por qué se había convertido en Markus y se había casado con esa tal Claudia. La única explicación que se me ocurría era que no había tenido más remedio. Markus me hablaba de Marla como de un secreto, me hablaba del sabor de su boca, de la forma de su cuerpo y se le iluminaba la cara y volvía a tener trece años, y se imaginaba paseando por la orilla del Speer, cogidos de la mano, hablando de todas las cosas que esperaban hacer, y luego acababa diciendo que el trigo siempre puede crecer del estiércol y hacía un gesto con la mano como señalando hacia un lugar lejano, donde creía le estaba esperando Marla.

El legado de Tomás

Érase una vez un muchacho que había perdido una guerra, érase una vez ese muchacho llegando a un pueblo como si hubiese vencido, paseándose de un lado a otro con el orgullo intacto, convencido de sus ideas, ahora si cabe, más firmes, érase una vez una muchacha guapa con un miedo atroz, érase una vez ese mismo muchacho, ya convertido en hombre, ganándole cada día al desánimo, érase una vez un tiempo en el que había estado escondido en grietas, sótanos y agujeros, érase un vez un amor secreto que no revelaron ante nadie, una promesa y un hijo, mi padre.
Si Tomás tosía era porque se había pasado media vida fumando, nada tenía que ver con alguna tipo de debilidad. Recuerdo una tos áspera que lo sacudía de arriba a bajo y lo convertía al instante en un muñeco de la tele, balanceándose de una punta a otra de la mesa. Años más tarde aprendí que el viejo quería decirnos algo, esos ataques de tos eran en realidad un mensaje secreto, deseaba explicarnos un montón de cosas pero no podía, cuanto más tiempo pasaba, más ansiaba decirlo y más imposible se le hacía. Aquello que molestaba tanto a María eran palabras perdidas, palabras atemorizadas que vagaban sin rumbo hasta que eran propulsadas al vacío, cayendo sobre nosotros. A veces se despertaba en plena noche con una sensación de pánico. “¡María!”, gritaba. Pero, antes de que las palabras salieran de su boca, él sentía en el pecho la mano de ella, y al oír su voz, se apaciguaba. Y entonces, en vez de decir lo que quería decir, decía: “Nada, no es nada.” Esperaba a que ella volviera a dormirse, se levantaba y salía al balcón.
A veces no hay suficientes palabras para decir lo que uno piensa o siente, en estas ocasiones, lo único que se puede hacer es toser con fuerza o conducir el silencio hasta alguna parte. Mi abuelo optó por la primera opción, así es como, mientras la vida transcurría por su lado, comenzó a almacenar porciones de todo aquello que pensaba y no decía, y que luego, cuando no había más espacio donde guardarlo, acababa echando por la boca.

miércoles, 9 de diciembre de 2009

La abuela de Enrique

Faustino yacía arrodillado aguantando la respiración. A lo lejos se oían los quejidos punzantes de sus vecinos, arrastrándose hacia la balsa. María, su hija, limpiaba los trastos con un desdén inusitado, víctima de una preocupación que la mantenía en vilo desde hacia más de un año. Aquella noche, después de dar las buenas noches a sus hijos y de besarlos delicadamente, sintió un ligero temblor cuando escuchó el rugir de un motor acercándose por la carretera. Un camión lleno de hombres armados arribó al pueblo. Faustino deseaba que no le pasara nada al señorito, que no le pasara nada a sus tierras, ni a sus ahorros, esperó tener faena el resto de la semana, el resto del año, en ningún momento pensó en Teodomiro, ni en Félix, ni siquiera, en su gran amigo, Juan Gandia, no pensó en ellos porque eran hombres honrados, como él, pero en aquella noche bastaba con ser pobre, con no tener nada, bastaba con tener las manos doloridas para ser culpable, para no tener voz, ni alma. María no durmió aquella noche, ni muchas que vinieron, pero esa es otra historia.

lunes, 7 de diciembre de 2009

Cada día entiendo más al viejo

Imagínate apiñado en una barcaza en el Danubio, imagínate protegiendo un mendrugo de pan, resguardándolo de las miradas ajenas, imagina que no te puedes mover, si lo intentas es posible que acabes cayéndote al agua, estás rodeados de desconocidos que a partir de ahora serán tu familia, imagina que cada vez que intentas poner un pie en tierra eres rechazado por una multitud que espera agazapada en la orilla, lo intentas por todas partes, Eslovaquia, Hungría, Austria, Voivodina, pero ninguno de sus habitantes quiere acogerte, estás condenado a errar por las aguas del río hasta que la madera de la barca se pudra.

A punto de dar marcha atrás o la osadía de Herschel Grynspan (II)

Herschel recibe una postal de su madre Berta fechada el 31 de octubre de 1938. Le dice que han sido desposeídos de todo lo que tenían y obligados a emigrar de nuevo hacia al Este. Le escribe desde una estación de tren en Polonia donde están siendo retenidos. Llevan dos semanas allí, sin comida ni abrigo, esperando que alguien les diga cual va ser el siguiente paso, pero éste no llega. La paciencia tiene un límite, incluso para el pueblo judío. Berta le pide que envíe un poco de dinero y que haga todo lo que está en sus manos para conseguir un pase para América, la única salida que les queda. Herschel ha perdido su trabajo y su permiso de residencia, ahora es un ilegal, no puede quedarse ni salir de Paris, la gendarmería lo persigue y sus hermanos le dan la espalda. Su tío Abraham no le presta dinero escudándose en su situación financiera y sus primos huyen de él como de la peste. Estamos a 6 de noviembre, Herschel furioso cruza la calle con 300 francos en el bolsillo decidido a poner fin a esta opresión. Pasará la noche en un hotel barato de Marais maquinando su plan. A la mañana siguiente escribirá una postal de despedida a sus padres y se la guardará en el bolsillo. Luego, con una idea fija en su cabeza, se echará a la calle. En la armería de la Rue du Faubourg St Martin comprará un revólver del calibre 6 y una caja de 25 balas, por 235 francos. Satisfecho se sube al metro en la estación de Solferino, luego caminará hasta la embajada alemana en el 78 de la Rue de Lille.
A las 9.45 a.m frente a la recepción de la embajada, Herschel miente y dice que es un residente alemán y pide ver a un funcionario. Ernst Vom Rath le recibe en su despacho sin imaginarse que el suelo va a abrirse bajo sus pies. Herschel saca su revolver y dispara a bocajarro, directo al abdomen. Vom Rath se lleva las manos al estómago y trata de imaginarse que todo ha sido un sueño, pero el dolor es tan intenso que no puede acallar sus quejidos. Herschel se acerca a su victima y dice: “No fui yo quien disparó, fueron ellos, mis padres, mis vecinos, mis amigos, mis antepasados, mi futuro, todos ellos te mataron, no lo olvides nunca, Herschel Grynspan te mató”.
Herschel no hizo ninguna tentativa de resistir o escaparse, se identificó con su verdadero nombre en la Comisaria de las Tullerias. Seguido confesó el asesinato de Vom Rath y dijo haberlo hecho para vengarse de los 12.000 judíos deportados hacia el Este. En su bolsillo encontraron la postal que había escrito esa misma mañana, decía: “Con la ayuda de Dios. Estimados padres, perdónenme, no tuve otra alternativa. Pero mi corazón sangraba cada vez más y era insoportable. Tenía que hacerlo, lo siento. Esta es mi protesta ante el mundo, espero que sea escuchada. Perdónenme, Hermann” (firmado con su nombre alemán)

A punto de dar marcha atrás o la osadía de Herschel Grynspan (I)


Leí en mi rostro que ya no podía ser el mismo. Tenía que descubrirle antes que él me descubriera a mí, antes de que el mundo me adjudicara un papel que no me correspondía. Y lo vi allí tirado, aferrado a una botella de cerveza, pidiéndome unas monedas para cruzar el infierno. No pude negarme, me acerqué y posé las monedas en un adoquín que sobresalía en la arista de una montaña de nieve. El tipo se arrastró hacia ellas como una serpiente hambrienta, ladeando la lengua de un extremo a otro de su boca. Cuando lo tuve a mis pies agarré la barra de hierro e hice ademán de golpearle pero algo me tiró hacia atrás, las manos huesudas de mi madre llevándome de paseo, empujándome hacia dentro del lago. Tuve que alejarme para tomar aliento, Herschel Grynspan era el culpable de todas de mis dudas y lo odiaba con toda mi alma.
Herschel Grynspan nace en Hannover en 1921 en el seno de una familia judía polaca emigrada. Desde entonces su vida se convierte en una afrenta diaria en la que sólo hay lugar para el arrepentimiento. Herschel es como yo, como tantos judíos nacidos en una Alemania infame, pero al contrario de la mayoría, no agachará la cabeza, mirará a los ojos a sus verdugos y no acatará sus órdenes. No ser Herschel me incomoda, me pone ante una situación insoportable.

sábado, 5 de diciembre de 2009

Manuelson

Puede que existan otras maneras de exlpicarlos mi historia personal, puede que ya lo esté haciendo, pero Regina es un ángel y yo, por ahora, no llego ni a demonio, por lo que será mejor que toméis asiento y pensad en la posibilidad de ganar aún perdiéndolo todo. Luego acercaros a la barandilla y sentid el alivio de una mañana soleada, quizás así podamos encontrarnos.


jueves, 3 de diciembre de 2009

Las puertas que yo abro

Durante veinticuatro horas vaga por la casa, una patética figura llena de horror y desesperación, desplazándose inquieto por el salón, fumando un cigarro tras otro, demasiado agobiado para comer o para pensar en algo que no fuera su difícil situación. Casi todos sus vecinos se han quitado de en medio, sin embargo él aún se resiste a caer. Acomoda las zapatillas junto a la cama y se mira los pies desnudos con determinación, buscando alguna señal, algo que le diga lo que tiene que hacer, pero los pies siguen ahí, muertos de frío y sin intención de salvarle la vida. Las penas del viejo son mis penas, sus trampas son mis trampas, la puerta que cierra el viejo es la misma puerta que yo abro, nada más.

miércoles, 2 de diciembre de 2009

Letra O

Estoy aquí porque he decidido buscar la verdad. Hasta el día de hoy mi vida se revestía con una capa difusa de provisionalidad. Eso no significa que haya dejado de existir, sigue ahí, sólo que ahora soy consciente de que no va a durar para siempre, y eso me convierte en una persona adulta dispuesta a perder la posibilidad de asentarme para siempre en un maceta con agujeros, para poder respirar y crecer hacia arriba, como las plantas de interior. No sé, el viejo está cambiando mi vida, eso es todo. Antes esperaba a las rebajas para ir a comprar ropa, ahora compro lo que me gusta, antes revisaba los precios en el supermercado, ahora compro pescado fresco y setas ecológicas, antes era antes y ahora es ahora, la vida da tantas vueltas, que empiezo a creer que lo conseguiré. El viejo me abre la puerta y me invita a pasar, dice que tenemos muchas cosas de que hablar y yo le digo que la letra O se ha vuelto a colar en mi vida cuando nadie la esperaba y que estoy tan nervioso que no sé donde meterme, y él se ríe y me dice que no haga tonterías, que nuestra historia se merece toda mi atención, que no pierda el tiempo persiguiendo imposibles, y le haga caso, porque el viejo siempre tiene razón.

Adoctrinamiento

“Un pueblo que se respete a si mismo no puede dejar, en la escala aceptada hasta ahora, sus actividades más elevadas en manos de individuos de origen racial extranjero. Permitir la presencia de un porcentaje demasiado elevado de personas de origen extranjero en el seno de la población autóctona podría aceptarse como la aceptación de la superioridad de su raza.” Desde lo alto de la tarima Joseph Goebbels arenga a la multitud con un discurso lleno de matices perversos. Pero a mí, lo perverso, me tiene sin cuidado. Estoy aquí, eso es lo que cuenta. Miro a mi alrededor y veo al futuro de Alemania. Siento que voy a vomitar. “…¡Un pueblo, una raza!…” Goebbels sigue insistiendo. Cientos de enloquecidos saltan sobre sus asientos, yo soy uno de ellos, estoy entre ellos, estamos en otoño, un otoño más caluroso de lo habitual, hace ya tiempo que mi padre ha perdido su negocio, ahora en manos arias, mi vida es una gran mentira, me levanto por la mañana y me disfrazo de no-judío, me limito a negar todo lo que he sido hasta ahora, luzco un brazalete con la esvástica que he gravado yo mismo, camino a paso firme, miro con recelo a mis vecinos, convertidos ahora en mis enemigos, a mi lado, un gigante borracho busca mi aprobación tras un alarde lleno de odio contra mi pueblo, le concedo un sonrisa cómplice que esconde un miedo ancestral, la voz de Goebbels retumba en mi cabeza, noto la fuerza redentora del pueblo alemán, arrasándolo todo, quemando aldeas y cosechas, sepultándolos bajo una montaña de desechos “…los judíos amenazan nuestro pueblo, la vía de entrada de sangre extranjera en el cuerpo de nuestro Volk puede hacernos desaparecer…” Imagino desapareciendo al pueblo alemán y no siento nada, y eso me perturba, tengo que enrabietarme, tengo que salir a la calle y destrozar escaparates de comercios judíos, tengo que despreciar a los tipos de nariz prominente y tez oscura, pero no sé como se hace y me entra el pánico, el tipo borracho de antes me agarra del cuello y empieza a patearme el culo, así es como se divierten estos tipos, pienso, “…el matrimonio mixto debe ser suprimido…”, la muchedumbre aplaude entregada, me sorprendo contemplando la posibilidad de casarme con una granjera bávara cuando de los altavoces surgen las valkirias de Wagner, mostrándonos el camino de la salida, saltamos de júbilo, en la excitación tropiezo con la espala peluda del borracho, siento náuseas, corro en dirección al lavabo donde echo las galletas Pretzel de la abuela, más tranquilo pongo rumbo hacia al barrio, lo hago con una sensación extraña, entre perversa y melancólica, como si algo estuviese a punto de desaparecer.

Sinfonía macabra

En la primavera de 1933 cuando Hitler subió al poder mi padre aprobaba firmemente la política económica del nuevo canciller. No le importaba su excesivo antisemitismo, tan sólo lo consideraba un mal menor, nada más. Cinco años antes, en un discurso en Weimar, al que acudieron poco más de cien de personas, Hermann Goering ya había anunciado que la principal aspiración del partido era erradicar la sangre judía de suelo alemán. Nadie lo escuchó, nadie quiso escucharlo. Mientras tanto mi padre intentó afiliarse a varios partidos de la derecha prusiana pero ninguno aceptó su solicitud. El negocio familiar había remontando la crisis del 29 consolidándose en el mercado como un serio competidor. Recuerdo haber brindado por la victoria de Hitler con una botella de mil marcos, recuerdo fuegos artificiales en el cielo encapotado de Orianenburg, recuerdo a mi padre fregándose las manos y diciendo que aquel sería un buen año para nosotros, refiriéndose al negocio, a la maldita imprenta que ocupaba todos sus preocupaciones, y yo seguía ahí, pensando en mi madre, que ya no estaba, que nos había abandonado, mordiéndome las uñas, los dedos y las manos, imaginándome una vida sin ella, envejeciendo como un hombre de negocios que malgastaba sus ahorros en mujeres de compañía, sintiéndome poderoso, amo y señor de las imprentas de Berlín, pero finalmente nada de eso pasó y nuestros brindis se convirtieron en el preludio de una sinfonía macabra que silenciaría para siempre nuestros sueños.

martes, 1 de diciembre de 2009

Cristina


El odio contra los traidores es celebrado. La multitud los empuja a la hoguera donde sus chillidos se aplacan con el fervor de la gente. Pensar que una chiquilla ha muerto porque había decidido amar al chico equivocado, pensar que se coló en el portal de los Freidman para escuchar a escondidas la música milagrosa de su amado, pensar que sus padres la siguieron y la delataron, entregándola a sus verdugos, y pensar que soy uno de ellos, de los que matan, de los que algún día tendrán que pagar por ello, pensar que un día estuve al otro lado y ahora estoy aquí, con los que deciden si mereces o no vivir, pensar que sigo recordándolo sin sentir un mínimo de compasión me revienta por dentro. Siento nauseas Tengo que mantener la calma. Tengo que entender, si es posible. Si está al alcance de mi mano. Cristina, se llamaba Cristina y nació y vivió en este mundo. Sus amigas la recordaban jugando a la comba, dibujando en el parque, mirándolo todo, con sus ojos enormes, para que no se le escapara nada, para que algún día pudiese recordarlo, cuando fuese mayor y tuviera nietos, un montón de nietos. Cristina fue culpable de haber nacido en un mundo que no fue capaz de entender. Pensó que todos éramos iguales bajo el manto de Dios, y se equivocó.

Rusia

El cielo estaba luminoso, con ese azul tan puro de los inviernos rusos, que no puede verse en ninguna otra parte. A un lado, tres ancianas gitanas, sentadas en unos cajones, albergaban la posibilidad de vender algunas verduras heladas, Lammers, embutido en su uniforme de campaña, las miraba contrariado, como reprochándoles su osadía de vivir, al alrededor un grupo de chiquillos jugaban con una pelota de trapos que se deshacía con cada puntapié, Rusia parecía derrumbarse a cada paso que dábamos.
En medio de la apabullante desolación del lugar me encantó descubrir que la vida había reservado un espacio para la esperanza. Anduve unos pasos hasta situarme tras los dos pedruscos que hacían de portería y allí me quedé, esperando mi oportunidad. Y llegó, vaya si llegó, el balón cayó del cielo y no pude evitarlo, lo paré con el pecho y lo dejé muerto en el fango, comencé ha acariciarlo con la suela como había visto hacer al pequeño Weissman en Orianenburg, lo levanté y comencé propinarle toques sutiles que no sobrepasaban la rodilla, los chicos me miraban espectantes, lancé el balón por los aires y lo controlé con la cabeza, mantuve las respiración y el tiempo se detuvo, por un segundo me vi corriendo por el patio del colegio, Lammers me ordenó que parara, pero no lo hice, de repente, los chicos empezaron a jalonarme, sentí, de nuevo, a Moshe Veit dentro de mí, driblando a adversarios, haciendo paredes imposibles, marcando goles en el último minuto, pateando las calles del barrio antes de que el cielo cayera sobre Berlin, antes de que me convirtiera en lo que soy, Markus Vöss, un don nadie.

Un año y quince días

Comencé este blog hace un año y quince días cuando aún tenía una casa en la montaña. Ya no la tengo. Os decía que el señor Cano había desaparecido y el señor Cano sigue sin aparecer. Su sitio lo ha ocupado una familia de peruanos que ríen y cantan desde la mañana a la noche, sin descanso. Es complicado estar hablando con el viejo sobre el horror de la guerra cuando al otro lado de la pared están cantando Juanes a todo trapo. Pero la ciudad tiene estas cosas, nunca te acabas de sentir solo, siempre hay una voz al otro lado que te hace sonreír, aunque en el fondo quisieras asesinarlos.
Esta mañana me topé con las hijas adolescentes del matrimonio, iban vestidas con gracia, leotardos y jersey a rayas, miraban a un lado y a otro, esperando encontrar al príncipe que les sacara de su pesadilla personal, sin embargo me encontraron a mí, el tipo raro de enfrente que unos días sonríe y otros reparte postales de navidad. Hola, chichas, les dije, hola, me contestaron, a qué piso vais, les pregunté sabiendo perfectamente cual sería la respuesta, al tercero, contestaron al unísono, apreté el botón con cierto suspense, la pequeña empezó a susurrar una canción de amor, la mayor la cortó de inmediato, ambas sonrieron, yo sonreí, llegamos al tercer piso, nos bajamos, hasta luego, chicas, dije, hasta luego, vecino, dijeron conteniéndose la risa.

lunes, 30 de noviembre de 2009

El infierno

Tuve la desgracia de que mi unidad fuera conducida a Byalstok, a partir de ahí lo indescriptible, lo que había escuchado una y mil veces y me negaba a creer, aquel susurro molesto que me había acompañado día tras días, se tornó palpable, tanto que podía olerlo a kilómetros de distancia.
Hicimos una parada de reconocimiento en la pequeña estación de Malkina, donde soldados de las SS perdían el tiempo disparando a urogallos indefensos. Los miré con desgana y deseé decirles lo que sentía, quien era en realidad, quien había sido, explicarles que los urogallos no tenían la culpa de nada, tampoco los judíos, ni siquiera ellos, que llevaban la culpabilidad a cuestas, pero no tuve agallas y me limité a alzar el brazo como estaba establecido, siempre como estaba establecido.
Lammers me eligió como chófer para hacer una batida de reconocimiento. La carretera discurría junto a las vías del ferrocarril. Cuando a unos quince minutos en coche de Treblinka empezamos a ver cadáveres junto a la vía, primero dos o tres, luego más, y al llegar a la estación de Treblinka había centenares, allí tirados, pudriéndose al sol. En la estación nos encontramos con un tren lleno de judíos, algunos muertos, otros todavía vivos. Cuando entramos en el campo y salimos del coche tuve que sujetarme las rodillas para no caerme. El hedor era indescriptible, había miles de cuerpos por todas partes, descomponiéndose. Al otro lado de la explanada, en los bosques, sólo a unos metros de distancia, del otro costado de la alambrada y alrededor del perímetro del campo, se veían tiendas y hogueras al aire libre rodeadas de guardias ucranianos y chicas desnudas emborrachándose, bailando, cantando y tocando música. No pude hacer nada. Sentí una rabia animal, algo que no había sentido antes, pero no fue suficiente para entregarme. Quería vivir, aunque fuera en el mismísimo infierno.

El monstruo de Moshe


Confieso que, también yo, al principio me vi arrastrado por el entusiasmo general. No podía ser de otra manera, tenía que pasar inadvertido y eso significaba tratar de estar en perpetua excitación. Me corté el pelo a cepillo y me paseaba por el barrio con aires de superioridad, quería parecerme a uno de ellos, quería ser uno de ellos. A mi paso se detenían todas las conversaciones, las caras y los corazones se cubrían de pesimismo, pensaban que me había vuelto loco. Pero, en realidad, yo era el único cuerdo de Oranienburg, el único que quería sobrevivir. Una tarde me crucé con Schlomo Finkelstein, mi antiguo compañero de pupitre. El muy cobarde aparentó no haberme reconocido y aceleró el paso apresuradamente. Lo seguí hasta la tienda de la señora Wasser donde aprovechando el tumulto me coloqué de un salto a su espalda. Cómo temblaba, parecía un pobre diablo, se excusó por no haberme saludado y me pidió por favor que lo dejara en paz que tenía un poco de prisa. Me sentí invencible. Lo miré lleno de odio, uno odio acumulado desde hacía años, siglos incluso, un odio que me salvaría la vida, estaba convencido de ello. Aplaqué mis ganas de estrangularlo y le aconsejé que se cortara el pelo. Entonces Schlomo aprovechó la mirada complaciente de algunos de los transeúntes para atacarme, diciendo que me había visto pintando esvásticas en los negocios de la comunidad y que eso estaba muy mal, que bastante teníamos ya con lo que teníamos, para que uno de los otros fuera haciendo el tonto por ahí. Escenifiqué una sonrisa maliciosa, tal y como se la había visto desplegar a Hitler, y escupí a sus pies, sin que nadie hiciese nada, sin que el pobre Schlomo levantara la voz, sin que Dios me enviara una simple señal de castigo. Me aleje de allí, convencido del destino fatal de mi pueblo.

El miedo y la vergüenza

Markus me dice que aún no lo sé pero en realidad me llamo Moi y nací en el Prat de Llobregat, junto a un montón de aviones. Yo le digo que eso es imposible ya que nunca estuve allí. El viejo me mira como perdonándome la vida y dice que el tiempo le dará la razón. El tema queda pendiente para más adelante cuando ambos estemos dispuestos a escucharnos.
Desde esta mañana estamos clavados en el fango, hasta los muslos, sin poder mover los pies, oscilando el tronco sobre las caderas, de un lado a otro, como muñecos. No hay nadie que pueda sacarnos de aquí. Ni siquiera la vecina de enfrente que haría cualquier cosa por colarse en mi piso. Hallar una solución se está volviendo urgente, pero al viejo no creo que le importe, sigue con sus historias de siempre, empecinado en reconstruir una historia de locos, sin sentido.
Me cuenta que ha soñado que estaba en su casa, en la casa donde creció, sentado con sus padres, con las piernas colgando bajo la mesa, y encima, mucha, muchísima comida, y era verano, y las ventanas estaban abiertas, entraba una brisa refrescante que lo empapaba todo, y su padre le pedía que tocara el piano y su madre le animaba a hacerlo y daban unas ganas locas de abrazarla. Y de pronto, sonaba el timbre y se levantaba lleno de ansiedad, e iba a abrir, y veía a un tipo vestido con el uniforme de la Wehrmacht que era él mismo, con el pelo limpio y liso, con una botella de vino en la mano. Y sus padres le preguntaban quien era y no sabía que contestar, e instintivamente cerraba la puerta, preso del miedo y la vergüenza, y se echaba a llorar.

Mischlinge (I)

Si hubiera nacido en otra época, mucho antes de la publicación de las leyes de herencia de Mendel, podría haber escapado del judaísmo mediante la conversión, pero no fue así, fui concebido durante un permiso que obtuvo el que sería mi padre durante los últimos compases de la batalla del Somme, en Francia, nueve meses después sacaría la cabeza en una habitación inmunda de Oranienburg, mi barrio. Me llamaría Moshe Veit aunque mis familiares acabarían llamándome "el pequeño Moses". Desde entonces fui considerado judío por el resto de los mortales. Ya no habría marcha atrás, de la judeidad no había escape posible. El ser judío se convertía en una condición inalienable de la que era imposible huir, no importaba tu voluntad, ni tus deseos, eras judío lo quisieras o no.
Mi padre nunca fue judío del todo aunque se muriera de ganas de serlo. Según las leyes de Mendel era un “Mischlinge”, un medio judío, ya que tan sólo contaba con dos abuelos de origen hebreo. Hasta tal punto llegaba su fervor hebraico, que en muchas ocasiones ocultó su descendencia aria, ya que, según sus propias palabras, su condición podía atraerle algún problema en el seno de la comunidad. Cosa que llegué a presenciar con mis propios ojos durante mi fatídico bar mitzva, cuando el rabino le reprochó su actitud “demasiado gentil” respecto a sus familiares. Mi padre, herido en su orgullo, no supo que contestar y se limitó a agachar la cabeza como era de costumbre.
Años más tarde estando en el frente del Este, ataviado ya con mi nueva identidad, me topé con uno de esos “Mischlinge” de la Wehrmacht. Se llamaba Thomas y parecía tan perdido que era incomprensible verlo con vida. Había sufrido los maltratos y las injurias de los oficiales al mando, así como de los otros miembros de su unidad, las actitudes amistosas eran extrañas y confusas, por lo que el aislamiento era su única salida. Buscó la muerte en el campo de batalla pero las balas le sorteaban. Se paseaba desnudo noche tras noche entre las líneas enemigas con la esperanza de que algún francotirador le viese, pero no lo veían, era invisible. Los rusos no querían matarle, eso es lo que me dijo. Al principio de la guerra se había esforzado en ocultar su identidad pero no había tenido éxito. La gente, de una forma u otro, se acababa enterando de todo. No debía haber más personas mestizas, eso fue lo segundo que dijo. Debía mantenerse una distinción clara entre alemanes y mestizos, de modo que se pudiera añadir un cierto estigma al término “Mischling”. Alemanes y mestizos debían vivir separados, alejados unos de otros. Sólo considerando claramente inaceptables a las personas de sangre mixta se podía mantener viva la conciencia racial, y evitar en el futuro el nacimiento de niños de sangre mixta. Me cuesta reconocerlo pero entonces estaba de acuerdo con todo lo que decía. Era evidente, Thomas se odiaba, y no quería que ningún niño se odiara como él. Rochluss, cabo segundo de la unidad, escuchó atentamente ambas ideas y se declaró a favor de la esterilización de personas de sangre mixta, si se le permitía permanecer en el territorio del Reich. Además, él mismo sugirió que fuese obligatorio un permiso de matrimonio para las personas de sangre mestiza, para mantener el control de la elección de pareja en todos los casos. El objetivo de una medida semejante sería evitar, bajo cualquier circunstancia, el matrimonio de los mestizos entre ellos, debido al peligro de que transmitieran a sus descendientes las características judías. Thomas y yo nos miramos y una gran tristeza se adueñó del mundo.

domingo, 29 de noviembre de 2009

El pesar de ser otro

Cinco minutos antes de este momento, justo antes de salir corriendo hacia una exposición de fotografía donde lo voy a anotar todo, antes incluso de salir por la puerta con la férrea voluntad de olvidarme por un rato del viejo, leo: “¿Puedo vivir mi vida de tal forma que cada una de las experiencias vividas se transformará en escritura, y puedo escribir de tal forma que toda mi escritura tendrá un impacto experiencial transformativo en cómo vivo?"
Lo dice Vila-Matas, no sé si en estado consciente o inconsciente, lo que tengo claro es que acaba de agarrarme de los cojones con la intención de hacer daño, no como un simple juego, sino con el elevado atrevimiento de hacerme pensar. Desde este momento el sentido de la posibilidad de que mi escritura pueda intervenir en lo que vivo ha tomado un cariz definitivo. Por lo que a partir de ahora podré moldear mi vida a mi antojo, sólo tendré que dejar de tener miedo a los viejos que se cuelan en mi casa y a las chicas que dicen saberlo todo sobre cualquier cosa, lo demás vendrá solo.

El padre de Moshe

Poco antes de que desapareciera bajo las turbias aguas del Wannsee, Moshe, en un acto de valentía le había explicado a su madre como le habían escupido por las calles de Berlín, al parecer por no considerarle lo suficiente alemán, algo que se escapaba por completo de su entendimiento. Eran tiempos difíciles para alguien como él, pero aún no sabía por qué. Los que hasta entonces había sido sus amigos dejaban de repente de serlo, sus vecinos ya no le deseaban los buenos días y en el colegio los profesores se llenaban la boca con palabras como protección de la sangre y el problema judío. De un día para el otro había perdido el respeto de sus compañeros, y eso le entristecía porque él seguía sintiéndose tan alemán como el que más, seguía emocionándose escuchando a Wagner y continuaba peleándose con sus primos franceses por defender el honor de Alemania. El mundo se había vuelto loco y lo peor aún estaba por llegar.
Tras la muerte de su madre, entre sus pertenencias halló una foto de su padre que nunca había visto. Debieron de hacérsela durante el desalojo forzoso, poco después de la proclamación de las leyes raciales, estaba muy delgado, el traje le iba grande, tenía las facciones tan agudas que parecía una caricatura de si mismo; ya no era la figura sonriente de antaño, ligeramente entrado en carnes y de aspecto recio, ese ya no era su padre, otro había ocupado su lugar. Lo peor es que no se había dado cuenta de la transformación hasta que se topó con la fotografía. Convivía con él día tras día, pero ni le miraba a la cara, evitándolo tanto como fuera posible. Su padre era el culpable de todas sus desgracias y empezó a verlo como tal. Rechazaba de plano su actitud sumisa, le sacaba de quicio tanta complacencia, tardes enteras encerrado en la sinagoga para nada, no aguantaba sus quejidos, le volvían loco, dejó de acudir a las fiestas familiares y poco a poco se fue recluyendo en si mismo. No tardaría mucho tiempo en odiarlos.

Enrique antes del encuentro con Markus

Al principio, Enrique se sintió capaz de soportar una separación que, en su mente, sólo debía durar unos meses, con el tiempo se dio cuenta que una vez vencido el plazo, nada había cambiado y que al contrario de provocar esos cambios siguió esperando con la misma constancia. Lo que significa que continuaba siendo el mismo, el mismo que aceptaba el amor tal como venía, el superhéroe que cargaba las bolsas de la compra a desconocidas, el tímido que parecía haber pasado media vida en el desierto y que ahora pretendía ser fotógrafo.
La voluntad de viajar no le bastaba para echarse a andar, sus sueños no eran lo suficientemente sólidos y necesitaba a su familia tanto como a si mismo. Hasta ahora no había sido capaz de dejarlo todo, aunque ese todo no significase mucho para él. Estamos ante un tipo cobarde que se escuda en no se sabe muy bien el qué para quedarse como está, para que no hayan cambios, un tipo que se esfuerza en no modificar sus costumbres, teclear la computadora, correr lunes, miércoles y viernes, llamar de vez en cuando a los amigos, como si hubiera alcanzado un punto de no retorno y no le quedara, de todas maneras, otra alternativa de hacer siempre lo mismo, ininterrumpidamente. Un poco a la manera de un alpinista que ya no pudiera avanzar ni volver hacia atrás y permaneciera colgado de la pared.

Un viejo perdido

Desde el diagnóstico del médico, Markus entró imperceptiblemente en una nueva era, una era de misterios, de signos anunciadores, de encuentros inexplicables que empezaron a multiplicarse en su camino, sin que hiciera nada para provocarlos. Como la aparición de aquel joven, en la esquina de Diputación con Calabria, que se le acercó para pedirle que le acompañara hasta casa y que, de camino, le soltó todo un discurso, del que se deducía entre otras cosas que se llamaba Enrique y buscaba una historia para contar. Markus tomó buena nota de ello y esperó su momento.

sábado, 28 de noviembre de 2009

El tipo que está cambiando mi vida

¿A qué día estamos?, pregunta de repente Markus desde su mesa.
A 28, contesto, contento de poder ser útil.
28. Y continúa escribiendo. El viejo lleva una semana despertándose a las seis de la mañana. Se levanta y se pone a escribir. No hace nada más. Hoy me ha dirigido la palabra por primera vez. Lo ha hecho para anotar la fecha en uno de sus papeles.
Me calzo los zapatos y comienzo a dar vueltas por el cuarto con el fin de poner a prueba mis nervios y los del viejo. No da resultado. El tipo sigue concentrado en sus anotaciones. Paseo sin descanso de un lado a otro, araño las paredes, apoyo suavemente la frente sobre la puerta y espero que el viejo desaparezca, pero no lo hace, sigue ahí, anotándolo todo, nada se le escapa. Está reinventando mi vida, aunque eso parezca imposible. Se vuelve de su silla y me mira. Al advertir que sigo de pie junto a la puerta, me hace un gesto con el brazo, señalándome una silla. Siento que ha llegado nuestro momento y no dudo en ponerme en marcha. El viejo tiene el pelo rizado, hermosos ojos verdes, algo inquietos, hombros anchos y la costumbre de soplar por la nariz de vez en cuando. Me siento invadido por un extraño sentimiento de temor y admiración hacia este hombre que está cambiando mi vida.

jueves, 26 de noviembre de 2009

Markus a veces Moshe

La mentira descompone, pensó Markus, te pudre por dentro. Para él cuya relación con las ideas era orgánica, todo eso era irrisorio y de una profunda tristeza. La mera intención de enfrentarse al fracaso, era un acto heroico, algo al alcance de muy pocos. Markus venía del silencio y de la perdida, y en ella encontró el aliciente para una búsqueda que de otro modo no habría sucedido. Convertirse en un hombre de acción era el paso inevitable para conseguir huir de si mismo. Sin embargo Markus no podía más. Estaba agotado. Moshe era demasiado para él. Le dolía todo. Moshe se le subió encima. Lo montó. Lo cabalgó. Markus gimió. Entró en éxtasis, su pasado se adueñaba de sus entrañas, devorándolo todo, maldiciéndolo a él y a todo lo que había construido.

Moshe se ha colado en mi casa


Estoy pegado a un viejo sin pasado que juega a ser un héroe. Pero él no se da cuenta, baja la persiana para que la luz no muestre sus heridas y se tumba en el sofá para no pensar, para que el tiempo haga con él lo que él no ha hecho con el tiempo. No he pegado ojo en toda la noche, la situación me está sobrepasando. Fui yo quien lo acogí en mi casa, me dio lástima, me lo encontré tirado en la calle y le ofrecí un plato caliente, pero eso no explica nada, la gente no va recogiendo a extraños por ahí, entonces ¿por qué lo hice? ¿Qué vi en él que no vi en los demás? Y ¿por qué ahora? Pienso esto mientras le preparo el desayuno. La verdad, nunca pensé que fuera capaz de hacer algo así, pero aquí me tenéis, preparándole unos huevos revueltos a un tipo que lo ignora todo sobre si mismo, que día tras día parece inventarse una nueva identidad.

Lo primero que me explicó fue aquella extraña historia de cuando contando entre diez o once años había preguntado a su padre por qué era judío si él no lo había sido, y éste le había respondido que no lo había sido porque la herencia judía se transmitía a través de la madre, y su madre, la abuela del viejo, descendía de una antigua familia sajona, por lo que estrictamente él no era judío, el viejo no entendió muy bien el porqué y siguió insistiendo, hasta que el padre, ligeramente exasperado, le respondió que se debía a que sólo estamos seguros de quién es nuestra madre, no nuestro padre. El viejo siguió sin entender muy bien lo que su progenitor le decía y decidió darse una vuelta por el barrio para aclarar las ideas, más tarde, volvió a encontrarse de nuevo con el padre, esta vez más convencido, le preguntó si estaba seguro de su paternidad, éste lo miro, le dio un sonoro bofetón y le contestó: “sí, estoy seguro”.

miércoles, 25 de noviembre de 2009

Markus en Wannsee

Que mi vida haya valido la pena, que lo que haya hecho o dicho no sea en vano, que al fin pueda mirarme a la cara sin indeferencia, que mis pies inmersos en el lago no se hundan, que floten y caminen sobre las aguas, que no se hundan para poder llegar hasta ella y abrazarla, apretando fuerte los brazos, que la corriente nos lleve aprisa a la otra orilla, para vivir tranquilos y dignamente, como solíamos hacer.
Tenía los pies inmersos en el lago y sentía como me hundía poco a poco, seguía lloviendo y el Wannsee era incapaz de absorber tanta agua, los árboles, impasibles, parecían disfrutar con mi desgracia, una especie de picor me salía del estómago erizándome los conductos más sensibles de mi cuerpo, estaba intentando comprender, si eso era posible, comprender sin llegar a ser devorado, triturado, por lo que un día fui y ya no soy, por mi mismo. Tal vez mi elección fuera que ya no tenía elección, que ya no podía decidir si comprometerme o no, ya no podía seguir ignorando la verdad, esa verdad de la que había estado huyendo durante más de cuarenta años para poder vivir tranquilo, para crear una familia como el resto de la gente, lo que ellos llamaban gente, todo aquello al fin se había acabado, mi fiesta de disfraces había llegado a su fin. Me preguntaba si podía existir algo que fuese capaz de posibilitar una vida feliz, o acaso había de limitarme a renunciar a los sueños de libertad y justicia, taparme los ojos y convencerme de la inutilidad de todo lo que pretendía, pero mis pies ya caminaban sobre las aguas cuando pude darme cuenta, livianos pero firmes, bailando una canción sobre héroes antiguos.
En nuestro mundo, el que nuestros padres nos dejaron, no hay lugar para el desanimo, ésta es una lucha por la supervivencia, por la verdad, por la comida que comes, por los labios que besas, la música que escuchas, las páginas que lees, ésta es una lucha desigual en la que no se puede mirar hacia otra parte y seguir llenando la nevera, como si nada, como si todo estuviera en su sitio, como si no hubieran víctimas ni verdugos.

martes, 24 de noviembre de 2009

Markus y la ciudad


“Berlín es algo que conozco, pero también algo que he olvidado.” Ese fue el convencimiento de Markus mientras trataba de concentrarse en la tipografía germánica que asomaba tras el cartel comunista. Allí hubo una calle que ya no existe, una calle circundada por árboles que alcanzaban el cielo, surcada por raíles de acero que nos empujaban hacia el futuro, una calle con gente y vida, hoy esa misma calle se ha convertido en un gran vacío donde cagan y mean los perros.
El pasado no cesaba de llamar a la puerta de su dormitorio, de día, de noche, cuando no estaba, cuando estaba, cuando pensaba que estaba y no estaba. “¿Por qué no sales a jugar conmigo?”, indagaban las voces desde el otro lado. No le hubiera dado la menor atención, después de todo, ¿qué podía ser más vago y menos lógico?, pero, desagraciadamente, todas las complicaciones que traía consigo aquello que le robaba el sueño parecía ser el camino de regreso a algo que Markus quería, a algo que había llegado a ansiar con una añoranza que estaba al borde del pánico.
El pasado, su pasado, era la clave secreta que le concedería esa segunda oportunidad que tanto había buscado. A Markus no le gustaba su vida, nada de lo que había construido le hacía sentirse orgulloso. Sus días eran intercambiables, no importaba el orden ni la sucesión, nada cambiaba, todo era lo mismo. El pasado, pensó, era el laberinto a través del cual uno debía encontrar su camino, y su pasado no era como el del resto de la gente. Cuando, con el calor de mayo, aquel doctor excéntrico le diagnosticó amnesia disociativa, ya sentía una mano ajena sobre su cuerpo, sentía la necesidad de otra persona como un terrible dolor interior, una presencia ajena que le había crecido en el pecho como un tumor.

La fuga

La fuga consiste en una o mas salidas de una persona de su casa repentina, inesperada y deliveradamente, durante las cuales no recuerda una parte o la totalidad de su vida pasada y no sabe quién es, o bien se da una nueva identidad.
Una persona en estado de fuga, habiendo perdido su identidad habitual, generalmente desaparece de sus lugares de costumbre, dejando su familia y su trabajo. La persona puede viajar lejos de casa y comenzar un nuevo trabajo con una nueva identidad, sin darse cuenta de ningún cambio en su vida.
Una persona confundida acerca de su identidad o que está perpleja acerca de su pasado, o cuando la confrontacion la hace dudar de su nueva identidad o de la falta de una identidad. Eso es una persona en fuga.

lunes, 23 de noviembre de 2009

Moshe y Yo

El viejo se despertó de repente, como un hombre sorprendido, como un hombre al que hubieran echado a palos del sueño o se lo hubieran birlado, tal vez enojado por la inesperada presencia del mundo. Respiró apresuradamente y contempló con tristeza los haces de luz que dividían en franjas las paredes del dormitorio. Permaneció unos instantes tumbado a un lado de la cama mientras miraba la habitación. Con un suspiro hondo y desganado se volvió lentamente boca arriba y miro al joven que se encontraba junto a él. El muchacho dormía con los ojos abiertos. Con paciencia el viejo se levantó y se dispuso a analizar el rostro del intruso. No le gustó lo que vio, una mata de pelo mal puesta, desubicada, ladeada hacia la izquierda, como si en un despiste alguien se hubiese olvidado de rellenar la parte derecha de su cabeza. Tuvo que ponerse las gafas para determinar el grado de su demencia y nuevamente se asustó, esta vez con razón, al ver que el joven seguía ahí, con esos dos ojos enormes clavados en el techo. No había desaparecido, por lo que no formaba parte del sueño, alguien lo había colocado allí, alguien que quería confundirle, tal vez él mismo, imbuido por aquella persecución enfermiza que lo llevaba del pasado al presente pasando por el futuro. El viejo y el joven se parecían tanto que no se hacía extraño pensar que fueran la misma persona, pero qué persona se preguntaban ambos.

Mártires más que dioses

No tiene mucho sentido ser el ejemplo de nadie, pienso. Fueron ellos los que levantaron una estatua de nosotros y luego la colocaron allí arriba, en lo alto de la colina, para que todos la vieran, para que los turistas nos sacaran fotos y los psiquiatras nos estudiaran, pero nadie nos preguntó, nadie nos pidió permiso para aparecer en sus sueños, nunca fuimos dioses, no queríamos serlo, simplemente creíamos que las cosas podían cambiar, pero nos equivocamos.

Un poco de mí

A veces pienso que pierdo el tiempo intentándolo, luego me convenzo de que podría ser peor, aunque no tenga muy claro lo que eso significa, finalmente bajo a la playa y sonrío como un imbécil a derecha e izquierda, como si la solución estuviera en sonreírle a la gente, y ahí me tenéis, forzando la mandíbula y poniendo cara de tipo-extraño-que-ha-encontrado-la-felicidad, aunque no dura mucho, ya que es tan agotador que opto por comprarme un helado y sentarme en un banco, como todo el mundo. Sin embargo al instante me doy cuenta que eso no es para mí, que tengo que seguir pedaleando hasta encontrar mi alma gemela, esté donde esté, y eso supone volver a arquear las cejas y parecer un actor borracho recién salido del manicomio. Pedaleando llego a la playa nudista, y allí, entre cuerpos luminosos pierdo la poca vergüenza que me queda. Contemplo la posibilidad de unirme a ellos, desnudarme y dejarme lamer por el sol. Y allí me quedo, hipnotizado por el tacto de la arena y acompañado por mis iguales.

En el camino de vuelta a casa respiro su olor entre la gente, su olor de niña buena, que lo impregna todo, también mi ropa. La recuerdo haciendo vaho en el cristal y dibujando una flor, siempre una flor, observando por la ventana a las señoras haciendo la compra, las mismas que cuchichean a espaldas de sus maridos, divertidas y alegres, como ella misma.

jueves, 19 de noviembre de 2009

La culpa (Markus)

De dónde surge mi traición, de qué raíz ha brotado, qué sentido tiene mirar hacia otro lado si no hay lados que valgan, si no existen, si se pierden cuando te propones encontrarlos, qué sentido tiene si soy unidimensional, si soy uno ante mi mismo y dos frente al resto de la gente, qué sentido tiene si todo se reduce a mis ganas de vivir, qué tortura caminar sin llegar a ninguna parte, pensando que podía estar con él, qué puedo hacer si soy un traidor sin patria, sin pueblo, ni castillo, un simple superviviente, qué pretensión más humana creerme inmortal, qué se puede esperar de mí si presiento que me observan, si mis pasos ya no mis pasos, si son de otro, de un tipo cansado que pierde batallas sin darse cuenta, por qué te abandoné, padre, me pregunto, aquí, en la soledad del frío, para qué sacrificarlo todo, incluso mi propia vida, para nada, a cambio de nada, dime, por qué no hiciste lo mismo, por qué subiste a ese tren, por qué no alzaste la voz, por qué. Me espían, lo noto, puede verlo en sus ojos, tipos que buscan mi arrepentimiento, yo te amaba, nadie puede negarlo, pero en mis circunstancias no tenía alternativa, una corriente me arrastraba, podía sentir su fuerza por todo mi cuerpo, estaba pletórico de vida, corría por mis venas el deseo apremiante de salir al mundo, y ese deseo no me dejaba reposar, lo hice porque no podía evitarlo, porque quería seguir viviendo, pero no basta, nunca basta cuando la culpa se antoja inagotable. Soy culpable, lo sé.

martes, 17 de noviembre de 2009

Los motivos de Markus

En el tren me hablaba a mi mismo en voz alta, en susurros, me sentía tan viejo que dudaba si llegaría a final del trayecto, me daba lastima verme reflejado en la ventanilla y apartaba la mirada aterrado, como un niño que aún no se acostumbra a sus propios defectos, temblaba de miedo, sentí que el vagón se hundía bajo mis pies y se iba directo al infierno, no hace usted muy buena cara, me decían los hombres del bigote, olvídense de mí, por favor, les repetía una y otra vez, ¿puedo ayudarle en algo?, insistían, mis piernas se habían echado a andar por el anden, sin mí, hartas de soportar el peso de mi culpa, me habían abandonado, las veía alegres, liberadas, danzando con otras piernas más resueltas, menos serias, la derrota es una sorpresa cansada, algo que al principio resulta tan físico, que te impide caminar, es entonces cuando tu mundo empieza a tambalearse e inventas un motivo por el que luchar, mi motivo se llama Moshe Veit y soy yo mismo.

lunes, 16 de noviembre de 2009

Markus y el Falsificador



Falsificador: Cuando estabas matando a ese tipo, te estabas matando a ti mismo.

Markus: No digas tonterías. Aquí me tienes, estoy vivo.

F: A eso le llamas tú estar vivo, mírate.

M: ¿Y tú? ¿Qué me dices de ti?

F: ¿Has venido hasta aquí para hablar de mí? Porque si es así ya puedes dar media vuelta y largarte.

M: No, perdona. Sólo quiero cruzar ese maldito muro, nada más

F: Eso te va a costar dinero.

M: Lo tengo, tengo un montón de dinero.

F: Bien, escúchame, entonces, lo primero que debes hacer es aceptar que no vas a recuperar tu antigua identidad.

M: ¿Cómo?

F: Nunca volverás a ser Moshe Veit, tienes que asumirlo.

M: No lo comprendes, necesito recuperar ese nombre… ¡Maldita sea, soy yo!

F: No, ya no eres tú.

M: (…)

F: Vendí tu identidad.

M: ¿Qué?

F: La vendí.

M: ¿Vendiste mi nombre?

F: ¿Tu nombre? Explícame que significa eso de tu nombre.

M: Nací con él, me pertenece.

F: No me hagas reír, Markus.

M: Soy Moshe Veit, lo puedo demostrar.

F: ¿Ah sí? Me puedes explicar cómo diablos lo vas a demostrar.

M: No lo sé, pero nadie puede desaparecer así como así.

F: No desapareciste, de hecho, existes, pero no eres tú, quiero decir, no en tu cuerpo, existes en el de otro.

M: ¡¿Cómo?!

F: Lo que te quiero decir es que ya existe un Moshe Veit, ya existe un tipo con tu nombre, tu pasado y tu identidad. Sólo puede haber un Moshe Veit en el mundo y definitivamente ese no eres tú.

Markus y su voluntad

Markus guardó silencio durante más de cuarenta años porque estaba convencido de la inutilidad de contar lo que había vivido, no porque lo considerara imposible, sino porque, según él, nadie podría comprenderlo adecuadamente, pero se equivocó, Schlomo Finkelstein le enseñó que no somos tan especiales, que la historia se repite una y mil veces, y que no hay forma humana de huir de uno mismo, aunque Schlomo jamás reconociera su existencia, aunque eludiera su responsabilidad, Markus lo eligió a él como la respuesta a sus interminables preguntas, no importaba si aquel tipo era o no Schlomo, porque para él no podía ser de otro modo, sólo podía ser quien creía que era, y nadie más.

Apuntes sobre la Amnesia Disociativa

Una persona puede experimentar un conflicto interno tan insoportable que su mente se ve forzada a separar la información incompatible o inaceptable y los sentimientos procedentes del pensamiento consciente. La Amnesia Disociativa es una incapacidad para recuperar información personal importante, generalmente de una naturaleza traumática, la cual es muy generalizada para que pueda justificarse como un olvido normal. Generalmente la pérdida de memoria incluye información que forma parte del conocimiento consciente habitual o memoria “autobiográfica” (Quién es, Qué ha hecho, Adónde ha ido, Con Quién ha hablado, Qué dijo, pensó, sintió…) En ocasiones la información, aunque olvidada, continúa influyendo en el comportamiento de la persona. Se han documentado lagunas de memoria de años o incluso la vida entera de una persona. Algunos amnésicos discociativos sólo son conscientes del tiempo perdido cuando se dan cuenta o se les enfrenta con la evidencia de que han hecho cosas que no recuerdan. La memoria puede recuperarse, pero no se sabe si esas memorias recuperadas reflejan acontecimientos reales en el pasado de la persona. La inquietud por impulsos de culpabilidad puede conducir a la amnesia. Sólo podrá determinar la exactitud de la memoria la corroboración externa. Reestablecer la memoria podra reparar la continuidad de la identidad de la persona y su sentido del Yo. Algunas personas nunca rompen las barreras que les impiden reconstruir su pasado perdido. El pronóstico está determinado en parte por las circunstancias de la vida de la persona, particularmente el estrés y los conflictos que provocaron la amnesia.

Moshe cruza al otro lado

Llevaba una semana durmiendo en la calle y no me iba del todo mal, conocí a un par de tipos para los que empecé a trabajar, por aquel entonces ya no me llamaba Moshe, me había convertido en un buscavidas del Este, un volksdeutsche de Silesia, al que un padre severo había echado de casa, no me costó demasiado adaptarme a mi nueva vida, de hecho, nunca había tenido las cosas más fáciles. Una noche uno de aquellos tipos me buscó un trabajillo en un club nocturno, tenía que robar la documentación a un pez gordo del NSPD. Me acompañó hasta la puerta y dejó claro cuales eran mis consignas; uno, no me conoces, dos, no me has visto en tu vida, tres, si no cumples la primera y la segunda consigna, te mato, ¿me has oído? sí, jefe, contesté intentando disimular mis ganas de huir. Cuando se alejaba en la oscuridad se volvió y dijo: “Ten cuidado y no pises ningún cadáver” me quedé solo ante la posibilidad de pisar a mis hermanos, a mis vecinos, a mis compañeros de escuela, me imaginé rezando en mi cuarto, hablando con mi padre de los días inciertos, del Mesías, de la patria de todos los judíos, lo imaginé a él sintiéndose culpable, como siempre hacía cuando las cosas no nos iban bien, lo imaginé solo mirando por la ventana aferrándose a la esperanza de verme, de reencontrarme, inútilmente, sentí pena aunque no demasiada, no la suficiente, mi elección era determinante, había elegido la vida y eso suponía no volver a ser quien había sido. Me llené de valor y toqué el timbre tal y como me habían ordenado. Cuando se abrió la puerta la luz me cegó por completo. Lámparas de gas ardían en todos los rincones de un local atestado. Todas las mesas estaban cubiertas con un mantel blanco. Personajes gordos sentados en ellas comían pollo, pato u otras aves. Toda esa comida iba bien regada por abundante licor. La orquesta, en el centro del club, se encontraba sobre una pequeña plataforma. Junto a ella actuaba una cantante exuberante que lanzaba miradas insinuantes a cualquiera que le dedicara un poco de atención. La audiencia que llenaba las mesas estaba formada por la aristocracia de los bajos fondos berlineses y tenía que mantener la cabeza erguida para pasar desapercibido. El público comía, bebía y se reía como si no tuviera preocupación alguna. A puertas para dentro la barbarie era no vivir, era malgastar un segundo de tu vida, la gran Alemania se rendía a los pies de la música negra y yo empezaba a intuir lo que significaba ser un alma libre, a puertas para fuera el mundo rezumaba odio, un odio que cortaba la respiración.

domingo, 15 de noviembre de 2009

La mujer de Markus


“Desde el día que tuvo la cita con el doctor Aue estaba como ausente, desaparecido. Le sugerí que hiciéramos este viaje juntos, que ambos recorriéramos los pasos para salvaguardar el pasado, pero se opuso inmediatamente. Unos días más tarde, caminando por el centro, Markus se detuvo frente a un escaparate, no sé que miraba, estaba inmóvil, como si de repente se hubiese desprendido del mundo, no entendí nada, miré de nuevo hacia la tienda y vi un cúmulo de mesas, armarios y relojes que se sucedían unos tras otros, siguiendo un orden lógico aunque imcomprensible, Markus seguía plantado en medio de la calle, absorto en su descubrimiento, imaginé que se trataba de un síntoma típico de su demencia, mirar las cosas compulsivamente sin ninguna razón aparente, luego con desconcertante naturalidad reanudó la marcha, caminando erguido como si alguien le estirara del cuello, desfilando por Unter der Linden, y yo seguía a su lado, muda, esperando encontrar su mirada, que no llegaba, anduvo durante un rato y finalmente se detuvo en la parada del tranvía. Durante todo el viaje no dejó de mirar por la ventanilla, yo veía como se iba convirtiendo en otro hombre, poco a poco, en sus gestos, en la forma de decirme “te quiero”, en su nueva obsesión por los judíos, pasaba los días y las noches en un continuo letargo, con los ojos abiertos de par en par y latiéndole el pulso, pero sin hablar, sin comer o moverse, entendiendo a veces aparentemente lo que le decía, pero sin responder nunca, yaciendo allí pero sin agitación, sin dolor y sin fiebre, exactamente igual que si estuviera muerto, actuaba como si estuviera presenciando su propia muerte, como si estuviera esperando una oportunidad para renacer, para reconstruirse. Aquella noche tras el paseo hicimos el amor, violentamente, como dos desconocidos. Cuando me levanté por la mañana ya no estaba, se había ido. Nunca se había levantado tan pronto. Así fue, día tras día, hasta su desaparición.”

Versión 2.0

Estos últimos cuarenta años han sido una losa para él, sus expectativas han quedado muy lejos de una realidad casi insoportable, de vez en cuando la sombra de su pasado asoma tras una puerta sin pomo, que nadie puede abrir ni cerrar, tiene miedo y está solo. Ante esta situación en una revisión médica rutinaria se le diagnostica un tipo de demencia que acabará convirtiéndose en amnesia disociativa. Le entra pánico. Desde ese momento su vida se convierte en una contrarreloj hacia si mismo, hacia lo que fue, hacia lo que es, hacia lo que le gustaría ser ¿Pero qué es lo que quiere recordar, y qué lo que quiere olvidar?

¿Quién no fue Moshe Veit alguna vez?


A la vuelta de Barcelona ya no me quedaba nada de mi antiguo amor por las ideas y los ideales, ese desencanto me destruyó, convirtiéndome en un ser egoísta, capaz de cualquier cosa para sobrevivir, me alejé de mi familia, dejé de acudir a la sinagoga, abandoné a mis compañeros del partido, me deshice de cualquier huella que me relacionara con mi pasado, ya había tenido bastante, no quería sufrir más, comprendí que mi única salida era extirpar el judío que había en mí, y así lo hice, no me juzguéis, no estaba abandonando a nadie, no me estaba subordinando ante nadie, simplemente estaba comprendiendo la dramática situación a la que me enfrentaba, quería comprender, quería vivir. Mi pueblo siempre ha estado marcado por un sentimiento de inferioridad, lo veía por todas partes, en la actitud de mi padre cuando hablaba con el señor Geiser, en cómo bajaba la cabeza ante los desaires de aquel tipo repugnante, yo no lo soportaba, ¿por qué diablos se comportaba de aquel modo, por qué no le retaba, por qué no lo agarraba del cuello y le perdonaba la vida? No, eso nunca, eso es cosa de gentiles, me sermoneaba indignado ¿Qué sentido tenía todo aquella humildad mal entendida? Me arde la sangre sólo de pensarlo. Nunca entendí aquella obsesión por pasar de puntillas ante el insulto, si aquello significaba ser judío conmigo se habían equivocado. Nunca hablé con naturalidad de mi condición, mis compañeros no lo hubiesen entendido, odiaban a los judíos y por consiguiente también me hubiesen odiado a mí, por lo que siempre me escondía, por aquel entonces, lo único que pretendía era solucionar mi gran desgracia personal, quería dejar ser quien era y convertirme en uno de ellos, y vivir como ellos, agarrar del cuello como ellos, estaba harto de las consignas de los rabinos, no amar, no actuar, no responder, no mezclarse, yo había nacido judío sin serlo, sin haberlo sido nunca, nadie me había preguntado, y entonces llegó Hitler y comprendí que si quería seguir viviendo tenía que mentir, hacer trampa, y eso hice. La mentira es hermosa cuando la escoges, yo escogí mi mentira, pero hoy, cuarenta años después me he dado cuenta que soy un oportunista abocado a destrozar su existencia, y lo peor es que ya no hay marcha atrás, ni siquiera recuerdo las pequeñas cosas, nadie me cree, todos me dan la espalda, me asusto y dudo si existí alguna vez, si alguna vez fui Moshe Veit o fue sólo una invención.

viernes, 13 de noviembre de 2009

Markus ante sí mismo

Te deshojas lentamente. Una hoja cada día, hasta que te encuentras desnudo y solo, creyendo que estás luchando contra algo que no existe, que es un delirio de tu cerebro, pero sigues buscando respuestas por todas partes, respuestas que, al fin y al cabo, no te gustaría encontrar, pero tienes que hacerlo, debes encontrar algo que haga funcionar el estómago de tu alma, de lo contrario te volverás loco, eso es lo que dicen, porque tu vida ya no te pertenece, tiene el sabor de la locura y de la obsesión, y eso es malo, pero no te vas a rendir, porque nunca lo has hecho, porque otros se sentirían atemorizados pero tú no, tú no tienes miedo al aislamiento, y sólo así, en la más profunda soledad podrás destruir el orden de las cosas, y así empezar de nuevo, porque necesitas reinventarte. El peso de tu pasado no te deja dar ni un paso más, ha llegado la hora de quitarse la máscara y decir a la gente que eres debil y mereces desprecio, que te incomoda el dolor, pero no temes a la muerte, no lo suficiente, ésta es una gran noche, y lo es, porque después de cuarenta años estás pensando en tu padre, al que abandonaste cuando más te necesitaba, tu verdadero padre, y eso no se puede perdonar, ni siquiera tú que lo tuviste todo en contra, pero quién no lo tuvo, y por primera vez en tu vida no te escudas en tus ganas de vivir y asumes la culpa, si es que la tienes, y entonces te imaginas a la orilla del lago Wannsee con los pies hundidos en la arena, viendo como tu madre se aleja, el viento se tensa y un mal presagio se cuela en tu cabeza, ella se esfuerza para atraparte pero no puede, te llama por tu nombre con la voz cortada y tú no puedes hacer nada porque eres un niño y no sabes nadar, ella sigue luchando para salvar su vida, y tú gritas, pero los gritos no sirven de nada porque estáis solos, y lloras, y ésta será la última vez que lo hagas.

9 de noviembre de 1938, Berlin

Me puse detrás de él y mire hacia ambos lados, pero no había nadie. Alcé la barra de hierro y la dejé caer con todas mis fuerzas en la nuca del pobre borracho. Oí crujir las vértebras y cayó hacia delante, fulminado. Solté la barra y contemplé el cuerpo. Luego le di la vuelta y le desabroché la chaqueta. Pasé revista a los bolsillos y me adueñé de su documentación. Se llamaba Markus Vöss, y tal como me había dicho el Falsificador se parecía tanto a mí que hubiera pasado por mi hermano.

Moshe vuelve de España (1937)

Llegué de España hundido, enfurecido por las mentiras del partido, esperando encontrar un hogar, un pilar al que agarrarme, y me encontré con un país poseído por el odio. Mis padres habían preparado un gran banquete, con todos esos platos del Este que tanto había recordado en los días de abstinencia, fotos de mi bar mitzva decoraban toda la sala y el famoso trofeo del campeonato de natación presidía la mesa, pero no bastaba, cómo diablos iba a bastar para esconder su agonía, cómo consigues disimular el dolor cuando es real. A pesar de sus reiterados esfuerzos por ocultar la realidad, supe desde el primer momento que todo aquello era una farsa, esa fiesta de bienvenida era en realidad el velatorio de nuestra propia muerte, era un despedida, nos estábamos despidiendo de nuestras vidas, abatido eché un vistazo a mi plato y comí con la sensación de haber perdido una guerra, la más importante de todas, una guerra sin campo de batalla, perdida incluso antes de nacer, todavía recuerdo ese sabor que me perseguiría día y noche, antes y después de comer, produciéndome arcadas, sin descanso, dejándome exhausto, al borde del delirio. Me fijé en los cubiertos, ya no eran de plata, el mantel no alcanzaba el ancho de la mesa, tampoco pregunté por el vino, ya nada volvería a ser como antes, pensé, éramos fantasmas, y moriríamos siendo fantasmas ¿Dónde había vuelto, entonces, quiénes eran esos viejos que decían ser mis padres, dónde había quedado su opulencia y su orgullo, que significaba ser judío, que diablos significaba ser judío? Estábamos sentados a la mesa, era casi media noche, de repente oímos el timbre, hice ademán de levantarme pero mi padre me lo impidió, me agarró de la camisa y con la derrota escrita en su rostro me invito a sentarme de nuevo, por favor, parecía decir, suplicándolo, siéntate y come, come hasta reventar, ambos se echaron a temblar, no entendí nada, de nuevo volvió a sonar el timbre, mi madre se puso los zapatos para acudir a la puerta pero mi padre dijo que esperáramos hasta que volviera a sonar, permanecimos inmóviles, esperando algún ruido, alguna excusa que nos obligara a actuar, que acabara para siempre con aquella pesadilla, pero no sonó, y nos quedamos mirándonos preguntándonos que tipo de vida era aquella que nos tenía reservado nuestro querido dios, y por qué.

jueves, 12 de noviembre de 2009

Moshe en la trinchera

Voy con mi madre a la oficina de la comunidad por un tema de un piso, algo relacionado con las propiedades de mi abuelo, y allí, mecidos por la brisa, veo colgados los cuerpos de los ahorcados, con la cara azul, la cabeza inclinada hacia atrás y la lengua ennegrecida por la falta de oxígeno. Coches lujosos vienen desde Alexanderplatz, civiles alemanes con sus esposas y sus hijos que acuden para ver el sensacional espectáculo y, como es de costumbre, fotografían la escena entusiasmados, como si fueran espectadores de primera fila del estreno mundial del nazismo, de repente me reconozco entre la multitud con mi traje gris de las juventudes, excitado ante la posibilidad de esquivar de nuevo a la muerte, mi madre camina cabizbaja estrujando mis dedos, de fondo escucho los gritos ahogados de los nuestros, repartidos por todo el continente, mamá, por qué corres, le pregunto, mi madre alijera el paso y se lleva la mano a la cabeza, no hay esperanza para los que son como nosotros, se le escapa entre los labios, el estadillo de una bomba de mortero me saca del catre, tengo los dedos congelados, no hay forma de sacarme esta historia de la cabeza, miro a mi alrededor, hace tiempo que he dejado de creer en los milagros. Soy Markus Vöss y pronto acabará esta guerra.

Markus emocionado

Espero impaciente la reunión de los jueves ya que en ella me siento vivo. Ver a mis compañeros, a mis hermanos, me llena de orgullo. La semana pasada estuve charlando con Klaus sobre la primavera en Polonia, lo bien que lo pasábamos, lo libre que nos sentíamos, llegamos a la conclusión de que deberíamos haber desertado a la orilla del Bystrzyca, donde nunca faltaba carne ni tabaco, casarnos con una granjera polaca y tener un montón de hijos mestizos. Hoy es jueves por lo que me siento más animado de lo normal, además esta noche es especial, nos visitan nuestros hermanos del otro lado, hacía tiempo que eso no pasaba, por lo que hemos preparado un gran recibimiento, con banderas y uniformes, la Wehrmacht vuelve a lucir sus galas de antaño y eso me enternece de nuevo.

Tres pasos por detrás de mi vida

Tomás no se subió a ese barco que lo llevaba a México, que lo alejaba del miedo y de la humillación, prefirió quedarse en el fango, en los días difíciles, en los cuartos húmedos, desechó la posibilidad de triunfar, de montar su propio negocio, de estudiar una carrera, eligió quedarse con Maria, embarazada de dos meses, enfrentándose a superiores analfabetos, al hambre insoportable de los vencidos, no se que equivocó como no lo han hecho nunca los que no temen, los que no dudan, los que aman sin condición, cómo iba a equivocarse si no, tan seguro de si mismo, tan tozudo, arrastró sus maletas por el puerto de Alicante sabiendo que una vida se alejaba, pero que la suya, a la que se había aferrado con todas sus fuerzas, le esperaba al otro lado de la calle, en un bar humilde donde escribiría la carta más importante de su vida, María, espérame, allí donde estés, no tengas miedo, todo saldrá bien, acuérdate de lo que hablamos un día en la balsa del Retiro, jugando con los patos, acuérdate de lo bien que lo pasamos, y piensa en mí con todas tus fuerzas, vamos a lograrlo, no hay fuerza en el mundo que pueda evitarlo, espérame.

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