lunes, 16 de noviembre de 2009

Moshe cruza al otro lado

Llevaba una semana durmiendo en la calle y no me iba del todo mal, conocí a un par de tipos para los que empecé a trabajar, por aquel entonces ya no me llamaba Moshe, me había convertido en un buscavidas del Este, un volksdeutsche de Silesia, al que un padre severo había echado de casa, no me costó demasiado adaptarme a mi nueva vida, de hecho, nunca había tenido las cosas más fáciles. Una noche uno de aquellos tipos me buscó un trabajillo en un club nocturno, tenía que robar la documentación a un pez gordo del NSPD. Me acompañó hasta la puerta y dejó claro cuales eran mis consignas; uno, no me conoces, dos, no me has visto en tu vida, tres, si no cumples la primera y la segunda consigna, te mato, ¿me has oído? sí, jefe, contesté intentando disimular mis ganas de huir. Cuando se alejaba en la oscuridad se volvió y dijo: “Ten cuidado y no pises ningún cadáver” me quedé solo ante la posibilidad de pisar a mis hermanos, a mis vecinos, a mis compañeros de escuela, me imaginé rezando en mi cuarto, hablando con mi padre de los días inciertos, del Mesías, de la patria de todos los judíos, lo imaginé a él sintiéndose culpable, como siempre hacía cuando las cosas no nos iban bien, lo imaginé solo mirando por la ventana aferrándose a la esperanza de verme, de reencontrarme, inútilmente, sentí pena aunque no demasiada, no la suficiente, mi elección era determinante, había elegido la vida y eso suponía no volver a ser quien había sido. Me llené de valor y toqué el timbre tal y como me habían ordenado. Cuando se abrió la puerta la luz me cegó por completo. Lámparas de gas ardían en todos los rincones de un local atestado. Todas las mesas estaban cubiertas con un mantel blanco. Personajes gordos sentados en ellas comían pollo, pato u otras aves. Toda esa comida iba bien regada por abundante licor. La orquesta, en el centro del club, se encontraba sobre una pequeña plataforma. Junto a ella actuaba una cantante exuberante que lanzaba miradas insinuantes a cualquiera que le dedicara un poco de atención. La audiencia que llenaba las mesas estaba formada por la aristocracia de los bajos fondos berlineses y tenía que mantener la cabeza erguida para pasar desapercibido. El público comía, bebía y se reía como si no tuviera preocupación alguna. A puertas para dentro la barbarie era no vivir, era malgastar un segundo de tu vida, la gran Alemania se rendía a los pies de la música negra y yo empezaba a intuir lo que significaba ser un alma libre, a puertas para fuera el mundo rezumaba odio, un odio que cortaba la respiración.

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