Tuve la desgracia de que mi unidad fuera conducida a Byalstok, a partir de ahí lo indescriptible, lo que había escuchado una y mil veces y me negaba a creer, aquel susurro molesto que me había acompañado día tras días, se tornó palpable, tanto que podía olerlo a kilómetros de distancia.
Hicimos una parada de reconocimiento en la pequeña estación de Malkina, donde soldados de las SS perdían el tiempo disparando a urogallos indefensos. Los miré con desgana y deseé decirles lo que sentía, quien era en realidad, quien había sido, explicarles que los urogallos no tenían la culpa de nada, tampoco los judíos, ni siquiera ellos, que llevaban la culpabilidad a cuestas, pero no tuve agallas y me limité a alzar el brazo como estaba establecido, siempre como estaba establecido.
Lammers me eligió como chófer para hacer una batida de reconocimiento. La carretera discurría junto a las vías del ferrocarril. Cuando a unos quince minutos en coche de Treblinka empezamos a ver cadáveres junto a la vía, primero dos o tres, luego más, y al llegar a la estación de Treblinka había centenares, allí tirados, pudriéndose al sol. En la estación nos encontramos con un tren lleno de judíos, algunos muertos, otros todavía vivos. Cuando entramos en el campo y salimos del coche tuve que sujetarme las rodillas para no caerme. El hedor era indescriptible, había miles de cuerpos por todas partes, descomponiéndose. Al otro lado de la explanada, en los bosques, sólo a unos metros de distancia, del otro costado de la alambrada y alrededor del perímetro del campo, se veían tiendas y hogueras al aire libre rodeadas de guardias ucranianos y chicas desnudas emborrachándose, bailando, cantando y tocando música. No pude hacer nada. Sentí una rabia animal, algo que no había sentido antes, pero no fue suficiente para entregarme. Quería vivir, aunque fuera en el mismísimo infierno.
lunes, 30 de noviembre de 2009
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