Confieso que, también yo, al principio me vi arrastrado por el entusiasmo general. No podía ser de otra manera, tenía que pasar inadvertido y eso significaba tratar de estar en perpetua excitación. Me corté el pelo a cepillo y me paseaba por el barrio con aires de superioridad, quería parecerme a uno de ellos, quería ser uno de ellos. A mi paso se detenían todas las conversaciones, las caras y los corazones se cubrían de pesimismo, pensaban que me había vuelto loco. Pero, en realidad, yo era el único cuerdo de Oranienburg, el único que quería sobrevivir. Una tarde me crucé con Schlomo Finkelstein, mi antiguo compañero de pupitre. El muy cobarde aparentó no haberme reconocido y aceleró el paso apresuradamente. Lo seguí hasta la tienda de la señora Wasser donde aprovechando el tumulto me coloqué de un salto a su espalda. Cómo temblaba, parecía un pobre diablo, se excusó por no haberme saludado y me pidió por favor que lo dejara en paz que tenía un poco de prisa. Me sentí invencible. Lo miré lleno de odio, uno odio acumulado desde hacía años, siglos incluso, un odio que me salvaría la vida, estaba convencido de ello. Aplaqué mis ganas de estrangularlo y le aconsejé que se cortara el pelo. Entonces Schlomo aprovechó la mirada complaciente de algunos de los transeúntes para atacarme, diciendo que me había visto pintando esvásticas en los negocios de la comunidad y que eso estaba muy mal, que bastante teníamos ya con lo que teníamos, para que uno de los otros fuera haciendo el tonto por ahí. Escenifiqué una sonrisa maliciosa, tal y como se la había visto desplegar a Hitler, y escupí a sus pies, sin que nadie hiciese nada, sin que el pobre Schlomo levantara la voz, sin que Dios me enviara una simple señal de castigo. Me aleje de allí, convencido del destino fatal de mi pueblo.
lunes, 30 de noviembre de 2009
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