martes, 10 de noviembre de 2009

Tomás


Tomás se ponía en guardia flexionando las piernas y pegando los brazos al cuerpo, luego ponía esa cara de tipo duro que tanto le gustaba a las chicas, Tomás era un chico listo de Chamberí que podía convertir cualquier desperdicio en oro puro, así fue hasta que empezó la guerra, la maldita guerra que todo lo iba a solucionar y que acabó por destruir el coraje de tantos tipos de buena voluntad. Tomás no lo pensó dos veces, se alistó de los primeros, justo después de cumplir los dieciocho, pero el estruendo de las bombas transformaría su forma de ver las cosas, caminando entre los escombros pensó que la guerra no era una fiesta, que el frío y el hambre lo invadía todo, y que de esa forma no iban a llegar muy lejos. Sin embargo alguien tenía que enfrentarse al horror, quién podía negarse. Tomás caminaba en retirada, arrastrando su orgullo por pueblos de paja, maldiciendo a sus enemigos, esperando una nueva oportunidad, algo que le brindara la posibilidad de seguir luchando, pero no llegaba, nunca llegaba, nadie le esperaba al otro lado. A pesar de las humillaciones constantes, de las pérdidas abrasadoras que le ardían por dentro, dejándole vacío, a pesar de los sueños hundidos, de la locura latente que sentía tan cercana, no se rindió, lo sé porque lo vi, creedme, vi como sorteaba a la muerte y a las tormentas, vi como le hablaba a sus hijos, vi como miraba a su esposa, lo vi y es real. El mundo se ha vuelto tan árido y las personas hablan, hablan y hablan sin decir nada y Tomás ya no está entre nosotros. Ese tipo delgado que en medio de la guerra, entre las ruinas de un pueblo bombardeado, construyó un columpio con las vigas derrumbadas de una casa para que los niños siguieran siendo niños.

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