viernes, 29 de enero de 2010

Gasparnik y los Asaltadores, parte 24/789

El 18 de diciembre de 1803 moría en Weimar, Turingia, Johann Gottfried von Herder. Entre los allegados que velaron el muerto destacaban dos individuos que mostraban un pesar sincero y digno, casi irreal. Eran Gyula Tizsa y el Coronel de Campo Gebhard von Hötzendorf. Nunca antes se habían visto, no frecuentaban los mismos sitios, ni compartían amistades, treinta y tres años les separaban, pero desde el primer momento en que se conocieron supieron que jamás se separarían. Fue en aquellos días de duelo cuando entablaron las bases de una amistad infranqueable. Desde entonces no hubo semana en la que no se cartearan. Lo que empezó como un hábito acabó convirtiéndose en una necesidad, y eso, al contrario de perturbarles, les tranquilizó. Pero ¿Por qué de repente dos desconocidos que en una situación normal ni se hubieran mirado a la cara se prometían apego eterno? Había una razón evidente, compartían la misma obsesión: el Ensayo sobre el origen de la lengua (1772) del difunto Johann Gottfried von Herder

La chica de Washburn (III)

Marylin por primera vez en su vida quiere divertirse, eso es lo que me dice mientras abre los muslos suavemente, va a hacer lo que le plazca, si quiere follar con un desconocido lo hará, nadie se lo va impedir, por primera vez en su vida cree estar haciendo lo correcto, y eso, tal como está el mundo es casi un milagro. ¿Por qué no lo pasamos en grande está noche?, pregunta. ¿Por qué no ahora y aquí?, contesto. ¿Aquí?, dice señalando el local. Sí, por qué no, contesto dibujando una media sonrisa en mi cara de domingo. Marylin no necesitaba a nadie porque quería ser libre, ahora más que nunca estaba dispuesta a dar un salto a ciegas en la oscuridad, había borrado el mañana de su cabeza, había decido salvarse, lo veía en su forma de pedir la cuenta, en su andar exagerado, en su ropa ajustada, estaba claro, había descubierto su verdadero poder, el mismo que había mantenido escondido durante demasiado tiempo. Quise atarla a tierra firme, clavarla en el fondo del mar, para luego besarla poco a poco, de arriba a bajo, sintiendo su piel en mis labios, pero no pude, ahora era Marilyn quien tomaba las decisiones, me agarró de la mano y me arrastró hasta el lavabo, no pude resistirme, nadie hubiese podido. Cerró delicadamente la puerta y corrió el cerrojo, seguía agarrado de su mano, una mano firme y delicada que acabó tapándome la boca. “Cállate”, me susurró, y callé. Sentí como deslizaba la mano en mi bragueta, como acariciaba mi polla con sus dedos, sentí como apretaba su cuerpo contra el mío, sentía mientras escuchaba conversaciones de mujeres en celo, podía sentir el rencor hacia sus maridos, un rencor que se acrecentaba en cada palabra, y Marylin se adueñaba de él, y de repente yo me convertía en su marido, un marido aburrido con polillas en el ombligo y todo el odio del mundo se cernía sobre mí. Parecía darle un placer especial hacerlo en las narices de la gente, decía que era más divertido, sobretodo cuando podías convertirte en cualquier otra persona, era increíble transformar sus frustaciones en las tuyas y canalizar toda esa energía a tu favor, así es como, mientras escuchábamos todas esas historias tristes, Marylin me sacudía la polla como si le fuera la vida en ello y yo me mordía la lengua y me imaginaba a tipos con zapatillas mirando la tele, y ya nadie se oía al otro lado, tan sólo el zumbido estéril de mis oídos.

jueves, 28 de enero de 2010

Notas sobre Brukman (I)

Martín me habla desde un país inaccesible, donde sólo él tiene pasaporte, un lugar ya desaparecido en el que los minutos se hunden como si fueran arenas movedizas. Me lo imagino caminando por la pampa, golpeando sus botas contra la tierra húmeda, como un niño que se resiste a aceptar el dolor intenso de la vida, preguntándose cómo diablos enterrarán al viejo Gabriel, que lleva tres días en cama, cómo hacerlo si ni siquiera hay plata para comer, cómo mantenerse a flote cuando llevas rocas atadas a los pies, cuando naces con rocas y trasatlánticos atados a los pies, veía alejar su figura por los pastos, con la cabeza baja, buscando una respuesta entre los charcos de Villa Amparito, pero sólo encontraba su reflejo y de repente la imagen del viejo, estirado en su cama con una estúpida manta cubriéndolo el cuerpo, se estaba volviendo loco, esperaba que los ángeles se lo llevaran, pero nadie vino a buscarlo, solo, solísimo, Martín apretaba los dientes y sentía todo el pesar de la rabia acumulada durante quinientos años.
“Tenía la sensación de que estábamos cambiando algo. Oficinistas, abuelas, chicos muy parecidos a mí, todos sentíamos lo mismo, el mismo compromiso. Sabíamos que habíamos tocado fondo, que teníamos que reconstruirlo todo. Partir de cero. Sanear nuestra sangre, una sangre que había estado dormida durante demasiado tiempo.”
Intento atrapar sus palabras y las yemas de mis dedos se prenden, consumiéndose con la toxicidad de su verdad, una verdad inapelable, que mata. Martín vuelve a tener veinte años, vuelve a estar en su Argentina natal, de la que salió huyendo. Me habla desde ese rincón perdido y yo continuo distrayéndome con las imágenes de ese lugar macabro donde las personas no eran nada.
“Cuando en Villa Amparito lamentablemente moría un vecino, no teníamos como enterrarlo y por ahí se quedaba cuatro o cinco días tirado en la cama. A veces teníamos que organizar partidos de fútbol o campeonatos de truco para poder juntar doscientos mangos para poder enterrarlo”

*Fotografía de Iván Abreu

Oleg Pemiakov (I)

Llovía. No era la mejor manera de comenzar un largo viaje, aunque a mis veintidós años me diera lo mismo. El estado de la mar había obligado al Bravo a volver a puerto en dos ocasiones. De pie tras el bauprés, el viento me azotaba la cara, concediéndome una sensación novedosa, un tanto ficticia, que me permitía olvidar quién había sido, mi nombre, mi procedencia, mi pasado. Dejaba atrás la incertidumbre de mi puesto de por vida en el negocio familiar, abandonaba a mi prometida y a mis suegros millonarios, renunciaba a mis años de bonanza y tranquilidad y me embarcaba rumbo a lo desconocido. Dos días antes había simulado un suicidio en el puente de San Cirilo, justo en frente de la catedral de San Isaac, en mi San Petersburgo natal. Durante aquellos años resultaba muy fácil quitarse de en medio, los bajos fondos de la ciudad suministraban las personas y los contactos adecuados para hacerlo. Ningún transeúnte se dignó en ayudar a aquel pobre joven que saltó decidido sobre las aguas heladas del Neva, nunca nadie supo su nombre, tampoco preguntaron, no había por qué, toda la ciudad lo conocía, una mancha en el cuello lo delataba, una mancha idéntica a la mía.

* Fotografía de Ivan Abreu

miércoles, 27 de enero de 2010

La chica de Washburn (II)

Marylin se quitó la ropa sin mediar palabra, se quedó desnuda, expuesta a mi curiosidad. Ante mi asedio se abrazó a si misma, arrepentida de su atrevimiento. Pese a su valentía, no pudo seguir mirándome a los ojos, su tórax subía y bajaba, el valle cóncavo de su estómago respiraba como el de un animal herido, contrayéndose sin descanso, presa del pánico, me gritó: ¡¿Vas a quedarte ahí?! Era hermosa, suave, su piel era tan blanca que dolía mirarla. No tenía más vello que una sombra rubia en la conjunción de sus piernas y eso me hizo pensar en la posibilidad de que me estuviera mintiendo, pero eso era imposible, Marylin era licenciada en Derecho, no podía tener menos de veinticinco años. La única bombilla del cuarto zumbaba brevemente, apagándose y encendiéndose indistintamente, por lo que la oscuridad no era plena. Marylin tuvo que ver como la penetraba, como se tensaban mis músculos mientras sacudía mi pelvis, tuvo que sentir mi aliento en su cuello, mis dedos hundidos en su boca, mi polla rebosando sus entrañas…

La chica de Washburn (I)

Marylin es el rostro de Washburn a los ojos del mundo, ese mundo pesado formado por vacas, plomo y padres severos. Marylin me pidió ayuda para aprender español y yo le pedí a cambio que me abriera las puertas de América, esa América que tenía incrustada en las paredes de mi estómago.
Desde el primer día en la ciudad había estado buscando a un hombre apuesto con el que pasar buenos ratos, pero ninguno le había aceptado, aún no estaba segura del porqué, pero sospechaba que tenía que ver con el tamaño de su cuerpo. Marylin medía un metro y ochenta centímetros y pesaba cerca de noventa y cinco quilos pero no era culpa suya, ni siquiera su acento gringo era culpa suya, había nacido en el seno de una familia conservadora aficionada a los asados y seguía sin sentirse culpable por ello, me lo dijo una vez: es duro ser gorda en América, es muy duro recorrer los pasillos del instituto y descubrir que tu culo tiene mote, “calabaza rellena”, ¿puedes creerlo? lo llamaban “calabaza rellena”, lo peor no fue eso, lo peor fue que mi maldito trasero creció sin que me diera cuenta, se excusaba, de un día para el otro se convirtió en lo que hoy ves, dijo agarrándoselo con las dos manos. Me encanta, le dije. ¿Qué te encanta?, preguntó. Tu culo, contesté, me fascina, me vuelve loco. Marylin apartó la mirada y se escudó tras sus manos. No deberías avergonzarte de tu cuerpo, le dije, te haces daño. Yo no tengo la culpa de ser enorme, está en mis genes, no puedo cambiarlo, mi abuela era una ballena y mi abuelo un rinoceronte, ¿cómo diablos me convierto en un gacela?, ¿me lo puedes explicar? Quiero unos zapatos como esos, con tacón de aguja, ¿los ves?, me decía señalándolos, pero mis tobillos son tan grandes, quiero un vestido de muñequita, quiero los aires de esa, ¿la ves?, mira como camina, dan ganas de casarse con ella, quiero pintarme los labios cada día y sentirme mujer, en ese momento, mientras hablaba, Marylin descubrió una fuerza que nunca supo que tenía ahí dentro, una fuerza que le cambió la mirada y me arrancó del asiento.
Un minuto. El tiempo necesario para observar. El momento propicio para controlar los nervios y humedecerme los labios. Una pausa entre dos asaltos. Tragué saliva sin ser saliva, era bilis, sangre, levanté la copa para brindar por la locura y ella me siguió. Me sentía a gusto en la redondez del planeta, a gusto entre la generosidad de sus senos, para qué negarlo, era feliz. Cuando paseábamos por las Ramblas dejaba que me adelantase para levantarle la falda y ver sus muslos y magrearla a mi antojo, su trasero se volvía completamente hacia mí, anunciándome su entrepierna, ¿qué voy a hacer contigo?, pensaba, te voy a llenar hasta que reboses, hasta que digas basta, tu mirada encendida me acompañará hasta el abismo, lo sé, lo he soñado, acababa divagando, cachondo, derramando mis lágrimas por el paseo, un paseo que jamás había pisado, y Marylin me seguía con sus ojos turbios y me hablaba de los centros comerciales de su país, ocupando un espacio inexistente, que sólo ella conocía, y tiraba de mis jeans, como quien tira de una mula, arrastrándome hasta el portal de su casa, y de allí hasta su cuarto, un cuarto presidido con la foto de Washburn, el lugar al que un día regresaría.

* Fotografía de Ivan Abreu

martes, 26 de enero de 2010

A quinientos pies sobre el nivel del mar (III)

Enrique mira a su alrededor con unos ojos que ya empiezan a estar vidriosos, está cruzando un río, la boca de un río, aunque sus pasos no desembocan en la orilla, sino en su habitación, y allí, junto al póster de Marley, descubre a un chico tumbado en su cama, un chico que bien podría ser él mismo. Camina hacia él, como si bailara, alargando los pasos, esquivando lo que un día fueron sus cosas. Enrique lo observa detenidamente, piensa en perros tumbados al sol y lo resigue con el dedo, nada ha cambiado, todo se ha quedado como estaba, la misma cara, el mismo estupor en sus ojos. Cuenta hasta tres y escucha un portazo, parece que el miedo se ha disfrazado con su propia piel, una piel adhesiva que se solapa a las sabanas de la gente. Enrique alarga el brazo y se topa con unas voces que le envuelven, decidido, enfila rumbo hacia ellas, hundiendo su hocico en las tinieblas del río. Al otro lado le están esperando dos siluetas cóncavas, sin ángulos, que no paran de agitarse, ah, qué alivio llegar a la luz, aunque ésta sea una penumbra vaga, qué alivio notar el calor de las llamas; las palabras salen de su boca, sin tiempo para asimilarlas un hachazo le deja sin aliento, y cae roto, partiéndose la mandíbula.
Aquella fue una noche de cuarenta y ocho horas, no fue un delirio, fue tan real que a menudo se difumina, se pierde entre ensoñaciones, el alcohol le había desengrasado tanto el cerebro y los nervios que por momento pudo ver el mundo tal como realmente era, es decir, como era antes de que lo transformaran en un lugar de desesperación, en una madriguera fangosa cuyo fin era hacer a la gente irritable, afligida y triste. Aquella noche Enrique perdió el vínculo con el tiempo exterior, abandonándose a sí mismo se convirtió en un elemento incontrolado sin continuidad, se transformó en un huracán caprichoso, deteniéndose a veces por completo, otras irrefrenable, remontando montañas, cañones y cerros.

lunes, 25 de enero de 2010

A quinientos pies sobre el nivel del mar (II)

Todo era infinito, nada tenía principio ni fin, un instante y la visión de la realidad se deshacía, se tornaba irreconocible, frente a él las dos chicas devoraban sus almas dejando un hueco en el vacío donde él pretendía esconderse. Enrique tuvo miedo, un miedo digno y tranquilo que lo mantenía despierto. Aún no lo había entendido, pensaba que se trataba de un juego, pero algo sublime estaba a punto de ocurrir, algo que le obligaría a ser, sin excusas, como nunca había imaginado. Carla y Ana se miraron, parecían hambrientas. De nuevo otra vez miedo. Enrique agachó la cabeza y se miró la polla, no había marcha atrás, pensó, una vez dado el primer paso, éste era irreversible. Escuchó los gemidos de las chicas romper en su cabeza, pensó en personas conocidas, en él mismo pateando una pelota en la playa, en los pezones de Andrea asomando bajo su camiseta, pensó en los días perdidos y en Jorge, su amigo, pidiéndole por favor que regresara. Enrique estaba siendo, remontando el río con sus brazos, estaba siendo, aferrándose a su polla, sintiéndola, imaginando el curso de sus venas, estaba siendo, en silencio, blanquísimo, pálido, moribundo, estaba siendo. Cerró los ojos y una luz le guió por un bosque húmedo de paredes blandas, era él mismo quien tenía que guiarse, estaba solo, su ángel de la guarda le había abandonado, su cuerpo ardía, así es como se incendiaba el mundo, pensaba, de dentro hacia afuera.

lunes, 11 de enero de 2010

A quinientos pies sobre el nivel del mar (I)

Enrique tiene dieciocho años, Carla y Ana diecisiete. Enrique soy yo. Puede que sea la primera vez que cuento esta historia, puede que sólo haya ocurrido en mi imaginación, puede que con el tiempo haya olvidado algunos detalles, puede que aquel joven fanfarrón ya no exista, puede que Carla tuviera una peca enorme entre los pechos, puede que Ana no parara de reír, puede que fuera en el pueblo, a quinientos pies sobre el nivel del mar, puede que fuera verano, un verano tórrido que invitaba a quitarte la ropa, puede que Jorge se enfadara conmigo (lo siento, espero que me perdones), puede que tuviera miedo y lo escondiera bajo una sonrisa irresistible, puede que les mintiera diciéndoles que no era mi primera vez, puede que ellas se dieran cuenta y les gustara la idea de incomodarme, puede que Carla me guiñara el ojo antes de que ambas se besaran, puede que haya buscado una piedra como quien busca una salida, puede que ambas me miraran y se perdieran por el monte, puede que empinara la botella de Jack Daniel’s con prisa y las siguiera sin mirar atrás, puede que Jorge gritara mi nombre, puede que la luna llena iluminara el camino, puede que escuchara a Carla decir “¡Ven, Enrique…necesitamos tu ayuda!”, puede que tragara saliva antes de mirar a las estrellas, puede, sólo puede.
¡Éstas empapado!, dice Ana gritando. Enrique las mira asustado, incapaz de aceptar lo que ven sus ojos. Las posibilidades de que las chicas le dejen entrar en su juego es remota, pero el simple hecho de que exista esa posibilidad lo cambia todo, convierte esa noche en “La Noche”, y eso no es cualquier cosa cuando se trata de dos mujeres y un hombre. ¡Ven, no tengas miedo!, dice Carla con el dedo pegado a la comisura de sus labios. Enrique está tan borracho que cualquier paso es una proeza, pero tiene que llegar hasta ellas como sea, cueste lo que cueste. Cuando lo consigue Carla le agarra de la camiseta y lo atrae hacia ella, a un palmo de su cara, le come la boca, retorciendo su lengua hasta la garganta. Enrique se tambalea, a punto de caerse se topa con el cuerpo de Ana, quien comienza a mordisquearle el cuello. Enrique respira hondo, durante unos segundos siente como si flotara, todos sus pensamientos se desvanecen, se ha convertido materia, en piel, sangre y venas. Si en aquel momento le hubieran dicho que aquello era su recompensa por haberles traído aquel helado días antes, cuando nadie les dirigía la palabra, lo hubiese creído, cualquier estupidez se hubiese creído. Enrique comienza a sentir el tacto de los pechos de Ana en su espalda, da media vuelta y los acaricia, ella, a su vez, se quita la camiseta y se los ofrece, exultante, poniendo sus manos bajo el sostén y levantándolos. Enrique fantasea con el vaivén de sus pechos y sonríe. Ana se desabrocha el pantalón y él se arrodilla hundiendo la cara en su coño, restregándose en él, mordiéndolo. Al poco se alza y se topa con la mirada de ambas clavada en su entrepierna, se siente deseado. Tócate, le dicen, queremos que te toques. Enrique se baja el pantalón y comienza a masturbarse (…)

viernes, 8 de enero de 2010

La reina de los bandidos (II)

¿Por qué lo haces?, me pregunta. ¿El qué?, respondo. ¿Por qué me miras así?, interpone. ¿Cómo quieres que te mire?, contesto. No me mires así, me pones nerviosa, eso es todo. La vuelvo a mirar, esta vez tardo en contestar, quiero ser sincero. Te miro así porque mirarte de otro modo sería una traición, y no quiero traicionarme. Apoyo mi mano en su cadera y presiono suavemente en su vientre. Siento, entonces, una corriente que recorre su cuerpo, afluyendo hacia su entrepierna. Ella queda en silencio y baja la mirada. Aprovecho ese momento para acariciarle la nuca y siento un escalofrío. Una lágrima surca la cara de ella. Deberías irte a tu casa, me dice. Esta es mi casa, contesto. No quiero sufrir más, no voy a tolerar otra decepción, me dice. Aún no sabes lo que te puedo ofrecer, puede ser tan bueno como malo, le digo. No importa, déjame en paz. Cómo se hace eso, cómo diablos te dejo en paz si tu corazón late a mil por hora. Le agarro la mano y la acerco a mi boca, ella tiembla. Le desabrocho despacio la blusa, me deja hacer, sumisa. La llevo con suavidad hasta la cama y la desnudo sin prisa. Luego la penetro sin que cese el llanto, y después ella me monta vigorosamente, enrabietada. Me pide que le sujete el culo con las manos y lo apriete con fuerza, luego que clave mis uñas en la parte inferior de sus nalgas. Percibo en el interior de su coño los ecos lejanos de otro mundo, siento la contracción de sus muslos y constantemente su llanto, quiero enterrarme dentro de ella, sacarle del cuerpo todos sus órganos y sostenerlos en alto. Ella arquea la espalda y me suplica que no deje de penetrarla y mi polla devora sus entrañas, secando su vientre, dejándola sin aliento. Llegamos al éxtasis juntos y nos miramos, convencidos que hay algo en el aire que no podemos ignorar, algo que nos obliga a permanecer quietos, esperando algun tipo de revelación, pero no ocurre nada, tan sólo el demonio del amor asomando tras la puerta.

La reina de los bandidos (I)

La vi en la barra y desde ese primer momento supe que pasaríamos la noche juntos, supe el sabor que tendrían sus pechos, supe que no habría manera de detenerla, que por mucho que pusiera de mi parte, su voracidad me secaría, dejándome hueco. Me acerqué a ella con los halagos acumulados de una semana, una semana repleta de éxitos y reproches, mi reportaje sobre los hakujin de Okinawa había acabado con las reticencias de mi redactor en jefe, al fin me había ganado un lugar en la plantilla. De la noche a la mañana me había convertido en el empleado del mes, del año, del siglo, una foto de mi primera comunión presidía el despacho del consejero delegado. Parecía improbable pero lo había conseguido, ya era uno más, un tipo normal con un trabajo normal, lo que todo demente anhelaba para pasar desapercibido. Sonreí y de inmediato me dieron unas ganas locas de arrancarle el vestido pero no entiendo por qué me conformé con mi número especial, ese mismo que me había salvado la vida dos años antes, cuando aún creía que podía conseguirlo, no se resistió, y me dejó entrar en su dulzura devastadora, y perdí. Lo primero que me dijo es que en el lugar de donde ella venía, desde pequeña, le habían enseñado a no quejarse por el sufrimiento, ni a dejarse trastornar por él, nunca el dolor debía impedirte vivir de una manera digna, perseverar era la única manera sensata de pasearse por este mundo infame, mientras decía todo eso me sentía culpable, yo que había pasado gran parte de mi vida en una familia perfecta, con un padre, una madre y unos hermanos perfectos, me resultaba imposible pensar en algo que no fuera amor, comprensión y respeto, me mordía la lengua para no decir idioteces y asentía con la cabeza como queriendo decir que me gustaba la forma en como acababa las frases y ella seguía diciendo que era mejor aceptar la vejez, la muerte y las penalidades pues todo ello formaba parte de la vida y que no hacerlo era propio de gente estúpida sin idea alguna de lo que significaba vivir y yo la miraba completamente borracho esperando una oportunidad para morderle la boca.

jueves, 7 de enero de 2010

Una lucha desigual

Henrietta era una mujer con curvas, de cabello ondulado, del tipo que incita a algunos hombres a chascar la lengua y menear la cabeza. Pero Henrietta tenía un problema, no se daba cuenta de cuanto podia gustar a los hombres, le parecía imposible, absolutamente fuera de su alcance, y eso, si cabe, aumentaba su encanto.
Probablemente si al padre de Tomás no le hubieran destinado a Labajos yo ahora no estaría aquí, tal vez estaría de otro modo, menos preocupado por lo que he hecho o dejado de hacer, tal vez estaría persiguiendo patos en la charca, provocando la carcajada de mis hijos. Siento que mi vida sería más fácil, pero nadie puede estar seguro de ello. También siento que la necesidad de escribir no me convierte en escritor, ni siquiera haber leído ese montón de libros que escondo bajo la cama me convierte en escritor, lo que en realidad me convierte en Enrique Cubiertos son los mil días que pasé junto a ella, nada más.
Abrí los ojos pero seguía durmiendo, me rodeaba la misma oscuridad, la misma innegable presencia de la noche contra la que mi cuerpo se resistía. Al principio tan sólo era una silueta inofensiva, del tamaño del dedo meñique, después comenzó a crecer, a multiplicarse, salían de todas partes, eran tantos que no podía contarlos, nos embestían, uno tras otro, ahogándonos en sus propias heces, sepultándonos bajo un montón de palabras vacías, una montaña de hombres sin rostro que se dilataba y se dilataba cada vez más, un ejército de iluminados que nos señalaba con el dedo y maldecía nuestros nombres, y mi pequeña sufría, agachaba su cabecita entre las rodillas y rezaba, porque nada parecía seguro, porque alguien se había olvidado de explicarle que el amor está reservado para los elegidos y que nosotros, no éramos más que polvo, entonces me armaba de valor y le decía que todo saldría bien, y al instante sentía como mi rostro se descomponía, y que un inmenso vacío, un mundo carente de consistencia y de forma, se instalaba en mí, y maldecía a todos los dioses del universo y me prometía a mi mismo que nunca dejaría de perseguir lo que ardía dentro de mí, fuera eso lo que fuera.

domingo, 3 de enero de 2010

Dar pasos (I)

Enrique caminaba hacia la fiesta con la seguridad de haber elegido el mejor momento para cambiar su vida, unos segundos antes había echado por la borda la indecisión que había asumido como inevitable, nunca más esperaría lo que otros llamaban azar, lo que él simplemente llamaba miedo, un miedo animal que reptaba por los conductos de su cuerpo hasta solidificarse en la punta de su lengua, inutilizándola.
Los monjes budistas se sientan en los tejados, ayunan y no duermen hasta que llegan a la revelación. Yo no tuve que sentarme en ningún sitio, tampoco tuve que dejar de comer ni dormir, como y duermo en cantidades industriales, mi revelación vino por un tipo agresivo de invalidez, la imposibilidad de comprender lo incomprensible, así es como lo viví. De acuerdo con Platón, no aprendemos nada. Nuestra alma ha vivido tantas vidas que lo sabemos todo. Pero hay cosas que se me escapan. También dice que nuestra tristeza es la fuente de inspiración, nuestra musa, que el sufrimiento nos saca de nuestro autocontrol racional y permite que lo divino se canalice a través de nosotros. Es decir, el dolor puede provocar milagros. Mi milagro tiene nombre de película de acción y tiene que ver con eso, con la acción más primaria que existe, la de dar el primer paso.