jueves, 28 de enero de 2010

Oleg Pemiakov (I)

Llovía. No era la mejor manera de comenzar un largo viaje, aunque a mis veintidós años me diera lo mismo. El estado de la mar había obligado al Bravo a volver a puerto en dos ocasiones. De pie tras el bauprés, el viento me azotaba la cara, concediéndome una sensación novedosa, un tanto ficticia, que me permitía olvidar quién había sido, mi nombre, mi procedencia, mi pasado. Dejaba atrás la incertidumbre de mi puesto de por vida en el negocio familiar, abandonaba a mi prometida y a mis suegros millonarios, renunciaba a mis años de bonanza y tranquilidad y me embarcaba rumbo a lo desconocido. Dos días antes había simulado un suicidio en el puente de San Cirilo, justo en frente de la catedral de San Isaac, en mi San Petersburgo natal. Durante aquellos años resultaba muy fácil quitarse de en medio, los bajos fondos de la ciudad suministraban las personas y los contactos adecuados para hacerlo. Ningún transeúnte se dignó en ayudar a aquel pobre joven que saltó decidido sobre las aguas heladas del Neva, nunca nadie supo su nombre, tampoco preguntaron, no había por qué, toda la ciudad lo conocía, una mancha en el cuello lo delataba, una mancha idéntica a la mía.

* Fotografía de Ivan Abreu

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