lunes, 11 de enero de 2010

A quinientos pies sobre el nivel del mar (I)

Enrique tiene dieciocho años, Carla y Ana diecisiete. Enrique soy yo. Puede que sea la primera vez que cuento esta historia, puede que sólo haya ocurrido en mi imaginación, puede que con el tiempo haya olvidado algunos detalles, puede que aquel joven fanfarrón ya no exista, puede que Carla tuviera una peca enorme entre los pechos, puede que Ana no parara de reír, puede que fuera en el pueblo, a quinientos pies sobre el nivel del mar, puede que fuera verano, un verano tórrido que invitaba a quitarte la ropa, puede que Jorge se enfadara conmigo (lo siento, espero que me perdones), puede que tuviera miedo y lo escondiera bajo una sonrisa irresistible, puede que les mintiera diciéndoles que no era mi primera vez, puede que ellas se dieran cuenta y les gustara la idea de incomodarme, puede que Carla me guiñara el ojo antes de que ambas se besaran, puede que haya buscado una piedra como quien busca una salida, puede que ambas me miraran y se perdieran por el monte, puede que empinara la botella de Jack Daniel’s con prisa y las siguiera sin mirar atrás, puede que Jorge gritara mi nombre, puede que la luna llena iluminara el camino, puede que escuchara a Carla decir “¡Ven, Enrique…necesitamos tu ayuda!”, puede que tragara saliva antes de mirar a las estrellas, puede, sólo puede.
¡Éstas empapado!, dice Ana gritando. Enrique las mira asustado, incapaz de aceptar lo que ven sus ojos. Las posibilidades de que las chicas le dejen entrar en su juego es remota, pero el simple hecho de que exista esa posibilidad lo cambia todo, convierte esa noche en “La Noche”, y eso no es cualquier cosa cuando se trata de dos mujeres y un hombre. ¡Ven, no tengas miedo!, dice Carla con el dedo pegado a la comisura de sus labios. Enrique está tan borracho que cualquier paso es una proeza, pero tiene que llegar hasta ellas como sea, cueste lo que cueste. Cuando lo consigue Carla le agarra de la camiseta y lo atrae hacia ella, a un palmo de su cara, le come la boca, retorciendo su lengua hasta la garganta. Enrique se tambalea, a punto de caerse se topa con el cuerpo de Ana, quien comienza a mordisquearle el cuello. Enrique respira hondo, durante unos segundos siente como si flotara, todos sus pensamientos se desvanecen, se ha convertido materia, en piel, sangre y venas. Si en aquel momento le hubieran dicho que aquello era su recompensa por haberles traído aquel helado días antes, cuando nadie les dirigía la palabra, lo hubiese creído, cualquier estupidez se hubiese creído. Enrique comienza a sentir el tacto de los pechos de Ana en su espalda, da media vuelta y los acaricia, ella, a su vez, se quita la camiseta y se los ofrece, exultante, poniendo sus manos bajo el sostén y levantándolos. Enrique fantasea con el vaivén de sus pechos y sonríe. Ana se desabrocha el pantalón y él se arrodilla hundiendo la cara en su coño, restregándose en él, mordiéndolo. Al poco se alza y se topa con la mirada de ambas clavada en su entrepierna, se siente deseado. Tócate, le dicen, queremos que te toques. Enrique se baja el pantalón y comienza a masturbarse (…)

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