martes, 26 de enero de 2010

A quinientos pies sobre el nivel del mar (III)

Enrique mira a su alrededor con unos ojos que ya empiezan a estar vidriosos, está cruzando un río, la boca de un río, aunque sus pasos no desembocan en la orilla, sino en su habitación, y allí, junto al póster de Marley, descubre a un chico tumbado en su cama, un chico que bien podría ser él mismo. Camina hacia él, como si bailara, alargando los pasos, esquivando lo que un día fueron sus cosas. Enrique lo observa detenidamente, piensa en perros tumbados al sol y lo resigue con el dedo, nada ha cambiado, todo se ha quedado como estaba, la misma cara, el mismo estupor en sus ojos. Cuenta hasta tres y escucha un portazo, parece que el miedo se ha disfrazado con su propia piel, una piel adhesiva que se solapa a las sabanas de la gente. Enrique alarga el brazo y se topa con unas voces que le envuelven, decidido, enfila rumbo hacia ellas, hundiendo su hocico en las tinieblas del río. Al otro lado le están esperando dos siluetas cóncavas, sin ángulos, que no paran de agitarse, ah, qué alivio llegar a la luz, aunque ésta sea una penumbra vaga, qué alivio notar el calor de las llamas; las palabras salen de su boca, sin tiempo para asimilarlas un hachazo le deja sin aliento, y cae roto, partiéndose la mandíbula.
Aquella fue una noche de cuarenta y ocho horas, no fue un delirio, fue tan real que a menudo se difumina, se pierde entre ensoñaciones, el alcohol le había desengrasado tanto el cerebro y los nervios que por momento pudo ver el mundo tal como realmente era, es decir, como era antes de que lo transformaran en un lugar de desesperación, en una madriguera fangosa cuyo fin era hacer a la gente irritable, afligida y triste. Aquella noche Enrique perdió el vínculo con el tiempo exterior, abandonándose a sí mismo se convirtió en un elemento incontrolado sin continuidad, se transformó en un huracán caprichoso, deteniéndose a veces por completo, otras irrefrenable, remontando montañas, cañones y cerros.

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