miércoles, 27 de enero de 2010

La chica de Washburn (I)

Marylin es el rostro de Washburn a los ojos del mundo, ese mundo pesado formado por vacas, plomo y padres severos. Marylin me pidió ayuda para aprender español y yo le pedí a cambio que me abriera las puertas de América, esa América que tenía incrustada en las paredes de mi estómago.
Desde el primer día en la ciudad había estado buscando a un hombre apuesto con el que pasar buenos ratos, pero ninguno le había aceptado, aún no estaba segura del porqué, pero sospechaba que tenía que ver con el tamaño de su cuerpo. Marylin medía un metro y ochenta centímetros y pesaba cerca de noventa y cinco quilos pero no era culpa suya, ni siquiera su acento gringo era culpa suya, había nacido en el seno de una familia conservadora aficionada a los asados y seguía sin sentirse culpable por ello, me lo dijo una vez: es duro ser gorda en América, es muy duro recorrer los pasillos del instituto y descubrir que tu culo tiene mote, “calabaza rellena”, ¿puedes creerlo? lo llamaban “calabaza rellena”, lo peor no fue eso, lo peor fue que mi maldito trasero creció sin que me diera cuenta, se excusaba, de un día para el otro se convirtió en lo que hoy ves, dijo agarrándoselo con las dos manos. Me encanta, le dije. ¿Qué te encanta?, preguntó. Tu culo, contesté, me fascina, me vuelve loco. Marylin apartó la mirada y se escudó tras sus manos. No deberías avergonzarte de tu cuerpo, le dije, te haces daño. Yo no tengo la culpa de ser enorme, está en mis genes, no puedo cambiarlo, mi abuela era una ballena y mi abuelo un rinoceronte, ¿cómo diablos me convierto en un gacela?, ¿me lo puedes explicar? Quiero unos zapatos como esos, con tacón de aguja, ¿los ves?, me decía señalándolos, pero mis tobillos son tan grandes, quiero un vestido de muñequita, quiero los aires de esa, ¿la ves?, mira como camina, dan ganas de casarse con ella, quiero pintarme los labios cada día y sentirme mujer, en ese momento, mientras hablaba, Marylin descubrió una fuerza que nunca supo que tenía ahí dentro, una fuerza que le cambió la mirada y me arrancó del asiento.
Un minuto. El tiempo necesario para observar. El momento propicio para controlar los nervios y humedecerme los labios. Una pausa entre dos asaltos. Tragué saliva sin ser saliva, era bilis, sangre, levanté la copa para brindar por la locura y ella me siguió. Me sentía a gusto en la redondez del planeta, a gusto entre la generosidad de sus senos, para qué negarlo, era feliz. Cuando paseábamos por las Ramblas dejaba que me adelantase para levantarle la falda y ver sus muslos y magrearla a mi antojo, su trasero se volvía completamente hacia mí, anunciándome su entrepierna, ¿qué voy a hacer contigo?, pensaba, te voy a llenar hasta que reboses, hasta que digas basta, tu mirada encendida me acompañará hasta el abismo, lo sé, lo he soñado, acababa divagando, cachondo, derramando mis lágrimas por el paseo, un paseo que jamás había pisado, y Marylin me seguía con sus ojos turbios y me hablaba de los centros comerciales de su país, ocupando un espacio inexistente, que sólo ella conocía, y tiraba de mis jeans, como quien tira de una mula, arrastrándome hasta el portal de su casa, y de allí hasta su cuarto, un cuarto presidido con la foto de Washburn, el lugar al que un día regresaría.

* Fotografía de Ivan Abreu

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