lunes, 25 de enero de 2010

A quinientos pies sobre el nivel del mar (II)

Todo era infinito, nada tenía principio ni fin, un instante y la visión de la realidad se deshacía, se tornaba irreconocible, frente a él las dos chicas devoraban sus almas dejando un hueco en el vacío donde él pretendía esconderse. Enrique tuvo miedo, un miedo digno y tranquilo que lo mantenía despierto. Aún no lo había entendido, pensaba que se trataba de un juego, pero algo sublime estaba a punto de ocurrir, algo que le obligaría a ser, sin excusas, como nunca había imaginado. Carla y Ana se miraron, parecían hambrientas. De nuevo otra vez miedo. Enrique agachó la cabeza y se miró la polla, no había marcha atrás, pensó, una vez dado el primer paso, éste era irreversible. Escuchó los gemidos de las chicas romper en su cabeza, pensó en personas conocidas, en él mismo pateando una pelota en la playa, en los pezones de Andrea asomando bajo su camiseta, pensó en los días perdidos y en Jorge, su amigo, pidiéndole por favor que regresara. Enrique estaba siendo, remontando el río con sus brazos, estaba siendo, aferrándose a su polla, sintiéndola, imaginando el curso de sus venas, estaba siendo, en silencio, blanquísimo, pálido, moribundo, estaba siendo. Cerró los ojos y una luz le guió por un bosque húmedo de paredes blandas, era él mismo quien tenía que guiarse, estaba solo, su ángel de la guarda le había abandonado, su cuerpo ardía, así es como se incendiaba el mundo, pensaba, de dentro hacia afuera.

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