El tacto de Enrique me salvó la vida. Él no lo sabe pero fueron sus manos las que me sacaron del frío de la noche, las que me lanzaron a conquistar aquello que había perdido, aquello de lo que huía, fueron sus enormes manos las que me condenaron a sufrir la esperanza. Nunca se lo he dicho pero Enrique acaricia mejor que habla, toca mejor que escribe, abraza mejor que canta, Enrique debería tocarnos a todos, sólo así podríamos salvarnos. Sin embargo el muy tozudo se empecina en escribir y no hay quien le haga cambiar de parecer. No sabe que si hiciera algo con sus manos todo le iría mejor.
Un día, de repente, le vi manoseando un pedazo de arcilla y tuve que felicitarle, me sentí orgulloso. Le dije que no dejara de hacerlo, que ese era el camino, pero el chico no me hizo caso. No tardó en abandonarlo por otra cosa, cualquier estupidez que lo mantuviera entretenido, eso le bastaba.
Aquellos días me sentía perpetuamente en deuda con él aunque por entonces no sabía muy bien porqué. Tenía que ayudarlo como él me estaba ayudando a mí. Más tarde supe como hacerlo pero en aquel momento no tenía ni idea. Por entonces lo verdaderamente excepcional eran los sentimientos respecto a mí mismo, es decir, por primera vez en mucho tiempo sentía como el miedo se iba retirando de mí, era como si mi convivencia con Enrique estuviera provocando esa mutación. Enrique tenía facilidad en extirpar cosas de la gente, ese era otro de sus dones ocultos, extirpaba compromiso, malos rollos, confianza, sueños, y todo sin darse cuenta. Pensándolo bien quizás mis miedos simplemente se estaban marchando o transformando en otra cosa, lo que sí sentía era que el viejo Markus al fin podía sentarse a escribir sin que el corazón le saliese por la boca, y eso sólo podía ser debido a las manos de Enrique, a nada más.
domingo, 13 de diciembre de 2009
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