domingo, 13 de diciembre de 2009

Enrique ha venido a verme

Alguien ha entrado en casa, alguien ha entrado en casa y no es el viejo, lo sé porque el viejo jamás cierra de un portazo, lo hace delicadamente, como si no quisiera anunciar su llegada. Quien sea que haya entrado ha cerrado la puerta enérgicamente, decidido a hacerse notar, y luego ha dejado caer las llaves en un cuenco de cerámica que no tengo, que no existe. Me asomo al pasillo para verle la cara. Es un chico muy joven, alto y delgado. Camina desenvuelto, ladeando su cabellera rizada al ritmo de sus pasos, desplegando una seguridad impropia de su edad, una seguridad postiza, irreal. Trae consigo una libreta donde guarda un fajo de poemas de los que se siente muy orgulloso, aunque aún no se los haya enseñado a nadie. La libreta lleva enganchada una pegatina de Comisiones Obreras, con la bandera catalana de fondo, lo sé, porque yo también la llevaba impresa. El chico mira hacia donde yo estoy pero no parece verme, así que decido seguirle hasta la cocina. Abre la nevera y agarra una botella de leche, que tampoco existe, para luego servirse el líquido en un vaso. Suspira de placer tras dar el primer sorbo. Puede considerarse que éste es uno de los mejores momentos del día del chico, lo sé porque también era uno de los míos. Lo tengo delante y no me ve; soy invisible. La misma sonrisa, la misma nariz respingona, el mismo descuido ante las cosas ajenas, esa mirada a medio camino entre el miope y el curioso, soy yo, Enrique Gutiérrez a la edad de catorce años. Da marcha atrás y se encamina hacia el salón. Donde antes yacía el viejo ahora hay un tipo calvo viendo la televisión, a su lado, sentado con la espalda apoyada en el respaldo, hay otro viejo que no deja de incordiar al calvo y a todo lo que hace o dice el calvo, de Markus ni rastro, ha desaparecido. El muchacho saluda efusivamente a ambos y luego pregunta por su madre, el viejo contesta que esa gorda a la que tiene por madre aún no ha llegado. Todos ríen, menos el calvo, que sigue con la mirada fija en el aparato televisor. Yo sigo la escena desde el marco de la puerta, no parecen verme. Por si no había quedado claro, el calvo es mi padre y el viejo tan ingenioso es mi abuelo. El chaval toma asiento junto a su abuelo y pone su mano en la rodilla del viejo, éste responde lanzándole un gancho de derecha al mismo tiempo que le grita “¡Atontao!”. Nunca fue fácil tener un abuelo boxeador, pienso. Luego, más relajado, el chico le pide a su abuelo que le cuente cómo fue eso de disparar en la guerra y éste, mordiéndose la lengua, le dice que no es agradable hablar de aquellos años y que será mejor que hablemos de otro cosa o, porque no, ponernos a cantar. Está bien, cántame la de los policías, esa que me gusta tanto, dice el chaval. “Dos de la policía, de la policía dos…” arranca el viejo. Las lucecitas intermitentes del árbol de Navidad subrayan la escena. Son las ocho de la tarde y por un momento me arrepiento de haber crecido. Mi cuerpo de adolescente ocupa su espacio en el salón, un salón que no es el mío, siento que la vida es injusta y mi abuelo me acaricia la cabeza con sus manos amarillas, me resulta imposible escapar a otro lugar. Aquí es donde empieza todo, aquí es donde debo permanecer.

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