miércoles, 9 de diciembre de 2009

La abuela de Enrique

Faustino yacía arrodillado aguantando la respiración. A lo lejos se oían los quejidos punzantes de sus vecinos, arrastrándose hacia la balsa. María, su hija, limpiaba los trastos con un desdén inusitado, víctima de una preocupación que la mantenía en vilo desde hacia más de un año. Aquella noche, después de dar las buenas noches a sus hijos y de besarlos delicadamente, sintió un ligero temblor cuando escuchó el rugir de un motor acercándose por la carretera. Un camión lleno de hombres armados arribó al pueblo. Faustino deseaba que no le pasara nada al señorito, que no le pasara nada a sus tierras, ni a sus ahorros, esperó tener faena el resto de la semana, el resto del año, en ningún momento pensó en Teodomiro, ni en Félix, ni siquiera, en su gran amigo, Juan Gandia, no pensó en ellos porque eran hombres honrados, como él, pero en aquella noche bastaba con ser pobre, con no tener nada, bastaba con tener las manos doloridas para ser culpable, para no tener voz, ni alma. María no durmió aquella noche, ni muchas que vinieron, pero esa es otra historia.

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