miércoles, 2 de diciembre de 2009

Sinfonía macabra

En la primavera de 1933 cuando Hitler subió al poder mi padre aprobaba firmemente la política económica del nuevo canciller. No le importaba su excesivo antisemitismo, tan sólo lo consideraba un mal menor, nada más. Cinco años antes, en un discurso en Weimar, al que acudieron poco más de cien de personas, Hermann Goering ya había anunciado que la principal aspiración del partido era erradicar la sangre judía de suelo alemán. Nadie lo escuchó, nadie quiso escucharlo. Mientras tanto mi padre intentó afiliarse a varios partidos de la derecha prusiana pero ninguno aceptó su solicitud. El negocio familiar había remontando la crisis del 29 consolidándose en el mercado como un serio competidor. Recuerdo haber brindado por la victoria de Hitler con una botella de mil marcos, recuerdo fuegos artificiales en el cielo encapotado de Orianenburg, recuerdo a mi padre fregándose las manos y diciendo que aquel sería un buen año para nosotros, refiriéndose al negocio, a la maldita imprenta que ocupaba todos sus preocupaciones, y yo seguía ahí, pensando en mi madre, que ya no estaba, que nos había abandonado, mordiéndome las uñas, los dedos y las manos, imaginándome una vida sin ella, envejeciendo como un hombre de negocios que malgastaba sus ahorros en mujeres de compañía, sintiéndome poderoso, amo y señor de las imprentas de Berlín, pero finalmente nada de eso pasó y nuestros brindis se convirtieron en el preludio de una sinfonía macabra que silenciaría para siempre nuestros sueños.

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