domingo, 13 de diciembre de 2009

Síntomas dementes

Un día vino a visitarme un desconocido. Eso lo recuerdo bien. Las visitas no abundaban por aquel entonces, de cuando en cuando venía una señora que decía ser mi hija, pero normalmente compartía las tardes con la que decía ser mi esposa. El desconocido nunca había venido antes. Lo recibí en el salón con mi uniforme de gala. El desconocido dijo buenos días, Moshe, cuánto tiempo. Y yo contesté que no sabía a qué tiempo se refería, y que además, hasta donde yo recordaba, siempre me había llamado Markus, luego le pregunté si lo enviaba la Stasi pero el tipo cambió de tema inmediatamente, como si tuviera algo que ocultar. Y se presentó, me llamo Schlomo, Schlomo Finkelstein y soy tu amigo. Pero no podía ser mi amigo porque yo no lo había visto en la vida, y sonreí, porque a veces sonreír es mejor que permanecer callado. Nos conocemos desde hace muchos años, hombre, dijo, es imposible que no te acuerdes de mí. Tuve ganas de explicarle que mis recuerdos son como un cucurucho de chocolate tomando el sol, pero no lo hice, para calmarlo le dije que sí, que ahora le recordaba perfectamente, mi gran amigo Schlomo, cómo podía olvidarlo. Y él sonrío y dijo eso está mejor, aunque sus ojos seguían estando tan vacíos como al principio. Me explicó que mi verdadero nombre era Moshe y que había sido judío hasta que un día, de repente, dejé de serlo, como si me hubiese cansado de serlo, como si la gente se cansara de ser una cosa y se convirtiera en otra, por placer o simple aburrimiento. Le miré y volví a sonreír porque no quería entristecerlo con mis pensamientos, que podían ser muchas cosas, menos pensamientos propiamente judíos, si es que eso, de algún modo, podía existir. Siguió explicándome que mi padre era un hombre honrado al que habían matado injustamente y que mi madre era célebre por su belleza, y que fue muy triste lo que sucedió, que no tenía por qué torturarme, yo no tenía la culpa, el lago se la llevó y punto, como si el lago se tragara la cosas más bellas de este mundo, y me gustó esa idea, un lago que en sus profundidades guarda un tesoro oculto a los ojos de los hombres. El desconocido no paraba de hablar, de un tema saltaba a otro, y yo no me sentía culpable, aunque él insistiera continuamente en eso, por fin, la que decía ser mi esposa, abrió la puerta e invitó al desconocido a abandonar la sala, el tipo se levantó, me alargó la mano y me entregó una foto de un lago, en la que aparecían un niño y una-mujer-mucho-más-bella-de-lo-que-jamás-hubiese-podido-imaginar. Me la guardé en el bolsillo y esperé a que el tipo se marchara, luego, de nuevo, le eché un vistazo. Inexplicablemente mi corazón comenzó a sangrar.

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