lunes, 4 de octubre de 2010

Naufragos

Los primeros días me dejaba caer en el espigón rocoso de la bahía, al parecer sólo allí me atrevía a entender lo que ocurría. Rozaba el mar con la yema de mis dedos ansioso de encontrar en él la respuesta que los hombres horas antes me habían negado. Sentía en su textura el paso del tiempo que la gente había olvidado, los años en los que el viento había guiado sus pasos sin premura, con la constancia adecuada, y que ahora, cansado, se había agotado de soplar. Sin embargo la isla existía en los cuerpos agrietados de sus pescadores, se hacía fuerte y solemne en los ojos oscuros, casi negros, de sus madres, que aún no habían olvidado dónde estaban ni quiénes eran. Lo humano se mostraba como un naufragio que ya había tenido lugar. La mentira se había asentado como una segunda naturaleza y la tristeza se iba imponiendo poco a poco. Pero frente a este paisaje desolador asomaba la lentitud de los viejos que entre susurros te hablaban del vigor de los jóvenes los cuales decían haber descubierto el sentido de sus vidas.

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