viernes, 2 de abril de 2010

Abrigado por el hechizo de un soplo

Sus piernas aún tiritaban tras el meneo constante del tren, ya no recordaba nada de las colinas suaves que había repasado con el dedo, tampoco parecía preocuparle el corte de pelo de los operarios que tanto tiempo había ocupado en sus digresiones anteriores, tan sólo la cobardía le incordiaba, amenazándolo con caer sobre él como fruta madura. Con el corazón inválido seguía con la mirada a una joven de rasgos indianos que barría con ahínco un mar de colillas que se había multiplicado tras la espera. La brisa del Mediterráneo se colaba entre los bordes de su camisa y resbalaba hacia abajo, acariciándolo, creía entonces que no se había ido a ninguna parte, que todo lo que tenía estaba ahí, a su alcance, pero de nuevo el presente acudía para complicarlo todo, los viajeros avanzaban tras las virutas humeantes de las locomotoras, que tras dar varias piruetas en el aire ascendían con descaro hacia la bóveda de la estación. El viejo, porque el tipo era un viejo, un anciano más propenso al abandono que al valor, flotaba entre los días como un objeto desfasado al que ya nadie encontraba utilidad. Cercado en medio del andén se mordía la lengua con la intención de no dejar salir ni una sola palabra, quizás por el miedo a que éstas le obligaran a seguir. Le temblaban los labios. Es mi vida, la vida de mis padres, repetía en sus adentros. El viejo tenía nostalgia de un mundo al que no podía volver, pero al que inevitablemente tendían sus pasos.

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