lunes, 29 de marzo de 2010

Ya es mío

Caminaba a ráfagas, como si en un despiste alguien se hubiera olvidado de darle cuerda. Sus frenazos repentinos tenían más que ver con una cultivada relación con el titubeo que con un antojo o una simple casualidad. Detenido casi desaparecía, se perdía entre el ir y venir de los viajeros que le miraban extrañados desde el desdén que despierta el que no avanza, el que se hunde con el mundo sin importarle hacia donde va. Tuvo que palparse la cara para cerciorarse de que aún estaba allí, plantado en medio del andén, repasando mentalmente a una gran velocidad los días que había perdido y que ahora le perseguían con la prontitud de un hechizo. Se había arraigado, había dado forma a sus propias raíces, que habían crecido con fuerza, se había salvado de los trenes sin paradas que habían recorrido su infancia, y lo había hecho solo, sin la ayuda de nadie, pero ahora, de pie junto a la pantalla que anunciaba ciudades y pueblos que ya había olvidado, sentía todo el peso de la traición, una traición que el mismo había ejecutado.

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