lunes, 1 de febrero de 2010

La chica de Washburn (IV)

Marilyn se ha restregado contra todos los puertos, contra todos los amarres y finalmente ha ido a parar a un rincón inexistente donde yo he decidido construir mi hogar. El fuego encendido nos hacía guiños desde el interior de una cueva para gigantes en la que habíamos decidido alojarnos. “Tengo calor”, decía ella, “Acércate”, decía yo. Habíamos abandonado el túnel oscuro por el que avanzábamos torpemente y nos habíamos lazando contra una marea primitiva que nos lamía los cabellos y nos hablaba de los días soleados que estaban por llegar. Marylin llevaba medias de seda negra que le subían por encima de las rodillas. Cuando se agachaba para recoger algo podía ver sus partes sin ningún reparo, los labios de su coño me insinuaban el espesor de la muerte, una muerte por agotamiento que pretendía sin descanso. “Quiero emborracharme”, me decía, “quiero sentir como mi cuerpo se aleja, quiero convertirme en aire”. Coloqué una jarra rebosante de vino sobre la mesa y ella, sin apartar la mirada, volvió a tomar la palabra, “Quiero sentir el vino en mis entrañas, apártate”, me ordenó, “venga, a qué esperas, ayúdame a subir”. Encima de la mesa, flexionando las rodillas, sin separar sus ojos de los míos, se sentó sobre la jarra, pude ver como empapaba sus nalgas ardientes en el vino, como éste se escurría a lo largo de sus piernas, sobre las medias, desembocando en sus pies descalzos. Me situé a la altura de su vientre y ella comenzó a contornearse, arqueando la espalda y agitando la pelvis, por primera vez pude ver el color rosado de su coño y acabé restregando la polla contra el borde la mesa. “Cómeme el coño”, dijo moviéndose de arriba a bajo, “cómemelo ahora”. Chupé su vello púbico como si fuera opio y sentí el ácido corrosivo de su alma, derramándose por todos los conductos de mi cuerpo, transportándome hacia el patio trasero de mí mismo y me quedé solo. De pronto dejé de escuchar mi soledad y me sentía lleno, saciado, mis enemigos habían dejado de llamar a mi puerta, su grosor era ahora inapreciable, me imaginaba atravesando la selva, abriéndome camino con mis propias manos, desafiando a mis sueños, lo que yo creía que eran mis sueños, y sus nalgas me sonreían. “Mírame, no dejes de mirarme”, me decía, y mi mano, como un imán, acariciaba sus senos mientras mi lengua perforaba la calidez de su boca. Hasta aquel momento en mí no había cabida para ese exceso de vida, no soportaba esa impaciencia, mis días se inundaban de vacío, y entonces Marylin acabó con todo, apareció y me preguntó si podía acompañarle hasta la playa, y yo dudé, pero no importaba lo que yo pensara, ella quería ver el mar. Mi palidez me delataba, hacía meses que no pisaba la Barceloneta. Marilyn me agarró de la mano y me remolcó por las Ramblas, no esperó mi respuesta. Me dejé llevar con el cansancio acumulado de toda una vida, y la miré como quien mira a un ángel, ansioso de ser salvado. Nos perdimos por las callejuelas improvisando una nueva vida, sorteando abismos, jugando a ser bandidos acechados por todos los ejércitos del mundo. Hoy ya no soy el mismo, soy otro, pero qué importa si un día fui lo que sigo esperando, qué importa si su olor sigue impregnando mis cuentos. ”No cierres los ojos, mira”, reclamaba mientras se mordía la lengua. Yo contemplaba la suerte de su voluptuosidad, el balanceo de sus pechos, mientras un aroma corrupto invadía mis pulmones, un olor amargo que trepaba desde sus selvas oscuras y se colaba por mi nariz dejándome completamente sordo. “¿Te gusta lo que ves?”, me preguntó. Una dulce erección asomaba bajo mi pantalón, cosquilleándome las ingles. “Sí, me encanta”, contesté. Marylin clavó su mirada en mi entrepierna y sonrió, consciente del poder que la envolvía. Luego extendió su mano hacia mí y la introdujo en mi boca. “Chúpamela”, dijo, “chúpamela como si fuera tu polla”. Era el aquí y el ahora juntos por primera vez en mi vida, el futuro había desaparecido, asustado ante tanta osadía. Afuera seguía la ciudad anunciado catástrofes y yo renunciaba a sus embustes debajo de su lengua, adherido a su piel, cobijado en el perfume de su cueva para gigantes.

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