jueves, 4 de febrero de 2010

Sangre de mi sangre

Yacían sobre la meseta, sin tocarse, en silencio, Tomás la miraba asombrado, incrédulo, sin entender aún por qué la vida le procuraba tanta recompensa después de tanto desprecio. El viento barría sus rostros y oían como se sacudían las celidonias arrastrándose a duras penas por el muro del molino. Un árbol amortiguaba la intensidad de los sonidos, los suavizaba, María agitaba las pestañas acompañándolos, como si los barriera con los ojos, dispuesta a sentir cualquier rubor que cayera sobre sus hombros. Empezaron a besarse y a tocarse, pero el vacío que les rodeaba se imponía a la excitación, no podían dejar de pensar en lo que había pasado y en lo que iba a pasar a partir de entonces. Tomás puso su dedo índice en los labios de María y cerró los ojos, esperando que el viento se calmara, pero no lo hizo, y siguió azotando con fuerza. Tomás sentía lástima por ella y por si mismo, y empezó a llorar silenciosamente, temeroso de que alguien les pudiera escuchar, María se apretó contra él y aspiró el olor intenso de la tierra.

-Casémonos –dijo Tomás.

Ella se sentía demasiado asustada para responderle. Notaba como si tuviera la voz sepultada bajo el peso de sus antepasados, aplastada bajo un montón de secretos que un día u otro debería resolver. María no contestó, se limitó a observar el vaivén de las espigas que se levantaban por encima de sus cabezas.

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