lunes, 1 de febrero de 2010

La chica de Washburn (V)

Comer, dormir y follar, esas eran las palabras que salían constantemente de su boca. Marilyn me había enseñado a convertir la pereza en una posibilidad soportable, los lunes pasaban a ser domingos, como los martes y los miércoles, de hecho, no había día que no fuese domingo. Aprendí a pasear sin motivo, me dejaba engullir por las calles, que me llevaban de un sitio a otro con la delicadeza de un ciego, de la Ribera al Born, del Born al Gótico, cuando me sentía agotado buscaba un lugar donde sentarme y jugaba a ser turista, al rato reanudaba la marcha. Por las mañanas tomábamos baños de sol y arena mientras los oficinistas de la ciudad arrastraban sus maletines a sus puestos de trabajo, entonces confirmaba mi existencia aislada y particular, mi irreductible separación del mundo. No sé por qué pero siempre acababa hablándole de Grecia, de sus islas, de sus manjares cuantiosos, de la mirada penetrante de sus mujeres, y de María, la chica que amaba a Dios por encima de todas las cosas. Un día Marylin no acudió a la cita que habíamos concertado, sin embargo, se las apañó para dejarme una nota con una dirección, si quería verla, decía, tendría que subirme al metro y caminar los doscientos metros que separaban la casa del señor Boix de la estación de Paseo de Gracia. El señor Boix era un amigo personal del padre de Marylin y solía invitarla a pasar las tardes. En esta ocasión, el distinguido potenciado se había ausentado por alguna causa mayor y le había dejado las llaves del piso, para que disfrutara del piano, le había dicho.
Me abrió la puerta vestida de puta, con un corsé que ensalzaba la magnificencia de sus pechos y unas medias de encaje que embrutecían su aspecto aniñado. “No quiero que abras la boca, ¿me has oído?”, me dijo. Asentí con la cabeza. “Soy tu puta y quiero que me trates como tal”. El culo de Marylin ondulaba mientras iba y venía por todos los rincones de la casa, de la cocina al salón, del salón al pasillo, del cuarto de huéspedes a la terraza. Me quedé un rato de pie observándola. Ella, ansiosa, comenzó a desnudarse. “No, no te quites la ropa”, le ordené. “Acércate al espejo y mírate”. Marylin obedecía con gusto. “Ahora mete las manos bajo la falda y tócate, tócate como si fueras otra”. Me acerqué por detrás sin que se diera cuenta, posé mis manos en sus muslos y la obligué a abrirse de piernas. La penetré de una sola vez, tenía el coño abierto como un fruto. Gimió débilmente y tendió las nalgas hacia mí. La embestí siguiendo el curso de mi respiración, Marylin, de bruces contra el espejo, aguantaba el acoso con la boca abierta, dejando una hilo de vaho en el cristal. Se debatía entre el dolor y el placer, con la falda subida, sorprendida ante mi urgencia. Intentaba darse la vuelta pero la tenía bien sujeta. “¡Estate quieta, puta!”, le gritaba. Cada vez las embestidas eran más intensas. Oía los jadeos de Marilyn, me perturbaba no reconocerlos, no era su voz, no era ella la que gritaba, le agarré el culo con las dos manos y la monté enrabietado. Saldaba alguna deuda pendiente, algún mal gesto de un día anterior, algún reproche, saciado de venganza, hinqué mis rodillas en el suelo y seguí colmándola. Su cabeza daba bandazos de un lado a otro. No podía contenerme; furioso, me zafé de ella. “No te muevas”, dije. Me estrujé el glande con fuerza e inhalé todo el oxígeno que cabía en mis pulmones. Exhausta Marylin se sujetó al espejo y volvió tímidamente su rostro hacia mí. No pude distinguir con precisión sus facciones. “¡No me mires!”, dije severamente. Seguido coloqué mi rabo entre sus nalgas y ella, sin habérselo ordenado, comenzó a frotarse contra él, primero retraída, luego con más ímpetu. Su ano iba cediendo lentamente, dilatándose en cada roce. Marylin rompió su silencio: “¡¡Métemela por atrás!!”. Separó las nalgas con sus manos y me ofreció su agujero. Introduje un dedo y maniobré con él durante un rato, hurgando en la estrechez de su recto. “¡¡Ah, aaah, aaaaaaaah…!!”, gritaba. Me agarré la polla y la introduje delicadamente en su ano, primero la punta, luego entera.”Suave, suave…”, suplicaba. Me deslizaba en su interior sin dificultad. Hablaba, Marylin hablaba y gritaba, escuchaba sus alaridos retumbar en mi cabeza, podía sentir el dolor que ella sentía y me estremecía. “¡Tócame el culo, tócamelo!” Sus palabras precipitaron el vacío. Agarré mi polla con las dos manos y me corrí sobre su coño. Marylin se quedó largo rato de rodillas ante el espejo, ausente, sin entender aún lo que había pasado.

* Collage de Mónica B.






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