miércoles, 3 de febrero de 2010

María

Maria bailaba con una armonía fuera de lo común, aprendida a base de empeño y cabezonería. Todo el pueblo la miraba, los chicos se le arrimaban, y las chicas, con mucho pesar, aceptaban su brillo sin insultos ni reproches. Pero la intención de María iba más allá de la seducción, quería convertir su vida en un baile, en una posibilidad. Cuando cumplió nueve años, un chico que solía pasar los veranos en el pueblo, le enseñó un pase nuevo. Le dijo que aquello sólo era el principio, que luego vendrían más, que de donde él venía las chicas y los chicos bailaban dia y noche, sin importarles nada más. María lo tomó como un regalo con trampa. El chico, mayor que ella, le explicó que en la capital existían lugares donde podías escuchar música Americana y que tarde o temprano aquella música acabaría llegando al pueblo. Pero María sabía que eso nunca pasaba, que el cura y el alcalde se encargaban de mantener las cosas como estaban, por Dios y por la patria. Un día el muchacho se llenó de valor y le preguntó si podía besarla. María no dijo ni que sí ni que no. Entonces el muchacho se inclinó sobre ella ofreciéndole sus labios apenas un instante. Ella notó el calor de su boca y descubrió que había lugares donde Dios nunca podría llegar. Llegó el fin del verano y el chico se marchó del pueblo y nada más se supo de él, dijeron que se había ido a estudiar a Paris, pero María sabía que aquel chico no se había ido a ninguna parte, estaba segura de que formaba parte de su imaginación y que por eso siempre estaría donde ella quisiera, sólo tenía que apretar los ojos con fuerza y ponerse a bailar.
Diez años más tarde, pocos meses después de que acabara la guerra, María seguía bailando. Tomás Ramos, un recién llegado al pueblo, la miraba agazapado en un resorte de la iglesia. Su padre, un capitán degradado de la República, no le quitaba el ojo de encima. Tomás jugaba con la copa de Brandy e intentaba imaginar quién sería aquella muchacha que retaba a la vida con tanta osadía. Le hubiera encantado unirse a ella, pero jamás había conseguido superar esa mezcla de timidez y fastidio que lo asaltaba en cuanto empezaba a mover los pies. Cada vez que hacía el intento de bailar, le parecía ver una legión de dobles suyos sacudiéndose a su alrededor, multiplicándose como en un prisma, mostrándole lo ridículo que él mismo se veía. Entonces ya no conseguía distinguir la torpeza del pudor, y ambas se alimentaban mutuamente hasta que corría a ponerse a salvo en un costado.

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