miércoles, 4 de marzo de 2009

El tipo de la silla giratoria

Un cuarto blanco iluminado. Armarios, mesas y una pequeña televisión. Eso es todo lo que se espera de una habitación con vistas al paraíso. Hay un tipo sentado junto a mí en una silla giratoria, aunque el tipo no parece que vaya a girar demasiado. La ventana da a las azoteas de otros bloques más pequeños, hace sol. Desde aquí intuyo el mar, oigo a los niños chapotear y a las madres chillar. Es un fin de semana inolvidable. Todo huele a pescadito frito, todo lo que tocamos y pensamos. Le he preguntado al tipo si quiere jugar un rato conmigo pero dice que está ocupado dibujando a tipos duros con pendientes de tres aros. El tipo me ha dicho que si me porto bien y le presto un poco de dinero me dejará jugar con su balón reglamentario. Le he dicho que aunque no lo crea tengo una caja llena de billetes, también le digo que no hay cosa que me haga más feliz que prestarle dinero a la gente y eso no me convierte en una mala persona sino todo lo contrario. El tipo masca chicle como en otro tiempo vio mascar tabaco a los hombres y me perdona la vida una y mil veces antes de pedirme por favor que le vaya a buscar un zumo a la cocina y, que sólo así, dice, me convertiré en un hombre respetable. Recorro lo que me separa de la habitación a la nevera en tres segundos y dos décimas, por el camino, otro tipo de aspecto mormón me dice que no corra descalzo por casa, que es peligroso y que será mejor que haga caso a mi madre, que las madres siempre tienen la razón. De nuevo en la habitación el tipo levanta la mirada del papel que sostiene entre las manos y arruga la cara, como precisando justo esa palabra, esa que siempre está a punto de salir, pero no, nunca sale. Le oigo decir que me asome a la ventana para ver si están los flacos por ahí abajo, y sí están, arañando el suelo con sus suelas chirriantes y cantando goles en el último minuto. Luego me lanza el balón y me pregunta si estoy preparado para saltar al vacío, me lleno de valor y le digo que sí, que no podía ser de otra manera, que somos quienes somos y no tenemos alternativa. Veo al tipo correr hacia mí, no hay marcha atrás.
Bajamos las escaleras de tres en tres, nos cruzamos con vecinos madrugadores que nos desean los buenos días, dejamos atrás a dos gemelos hablando de una mujer bella que hace el amor con desconocidos, recortamos por el bar La Luna y nos colamos entre las rejas del colegio. Es sábado y los sábados en San Ildefonso se juega al fútbol.
Siempre que pongo un pie en la pista miro hacia arriba, hacia el bloque de los maestros, buscando algún secreto que contar, pero nunca pasa nada, nunca veo a nadie en sus ventanas, nadie riega plantas, nadie arregla las parabólicas, nadie toma el sol. Pienso que están deshabitados, que soy el único superviviente del primer pogrom contra maestros de la Historia. Pienso también que tengo que amagar hacia la izquierda e irme hacia la derecha, enseñar y esconder el balón mientras el tipo de la silla giratoria les mantiene a raya. Los flacos son rápidos pero no lo suficiente. Piso el balón. Veo pasar una nube de pájaros, se mueven juntos a gran velocidad, pero nunca chocan. Arranco decidido, una vecina nos grita de lo alto de un balcón, uno de los flacos se interpone en mi camino, amago el pase y driblo hacia un costado, la punta del pie busca la línea de la baldosa, pasos acompasados, sofisticados, la mismísima reencarnación de Bernardo Schuster. 4 a 0. Así de fácil. Los flacos reclaman revancha.
He olvidado decirlo, el tipo de la silla giratoria es mi hermano. Ambos formamos un gran equipo. No somos iguales, ni siquiera nos parecemos, encajamos, somos simétricos, el detiene los goles y yo los marco, como Oliver y Benji.
Nadie sabe en verdad por qué vuelan los aviones, quién sabe por qué los tipos duros llevan las cejas peladas, nadie conoce a nadie, quien sabe por qué Cochemari se cambió de nombre. En el barrio las cosas no son lo que parecen, los niños pobres huelen a colonia barata y los no tan pobres presumen de padres con superpoderes, fingimos ser gangsters cargados de plomo para poder pasaer por el bulevar agarrados de la mano de chicas guapas. Todo lo que puedo decir es que, en aquel momento, lo que más temía en el mundo era que cualquiera de los dos nos cayeramos por un agujero y no volvieramos a saber del otro, que yo me quedara solo, sin tener a quien lanzarle el balón y él se mordiera las uñas y los dedos y se quedara sin atajar balones.
Nos perseguiamos mutuamente, saliamos de casa contentos y ruidosos, moviéndonos con la gracia de los triumfadores aunque no hubiesemos triumfado en nada, se trataba de saludar a desconocidos y sonreir a las amigas feas de las chicas guapas.
Era un sábado por la tarde de primeros de abril, el aire traía los primeros calores, había pájaros en celo y los niños atontados por el sol bombardeaban las ventanas de los vecinos del primero, el tipo de la silla giratoria, mi hermano, se acercó y me dijo:
- Lo primero es la sonrisa, lo segundo un gesto divertido, lo tercero...lo tercero viene solo.

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