lunes, 7 de junio de 2010

Melinne

He aquí, pues, me dispongo a seguir la pista a William Bibby, el solitario capitán de fragata que partió del puerto de Gibraltar el 7 de julio de 1784 dejando a su paso un reguero de versos pendientes. Se lo explico al camarero que me mira con el mismo desdén que no he parado de coleccionar desde el primer momento en que puse los pies en esta isla. A los ojos de sus habitantes no soy más que un turista excéntrico que deja poca propina y pregunta demasiado, aún así, Gozo, me contagia optimismo. Estoy sentado en una taberna del puerto de Marsalforn dispuesto a comprobar, si como dicen, la mesa es, en su mayor parte, espacio vacío. Y lo es. Por Dios que lo es, un vacío que encierra en sí mismo una larga y pesada travesía por la que, quiera o no, deberé transitar. Es tarde e intento memorizar todo lo que ven mis ojos, quiero retenerlo, metabolizarlo, convertirlo en una extensión de mi cuerpo, porque de otro modo acabaré olvidándolo. Pretendo llevar un registro detallado de los hechos que me acercan a la vida, y eso, aunque suene raro, me lleva en ocasiones a la muerte. Esta palpitante verdad florece en cuanto el camarero me explica que en su isla ya nadie recuerda los días en que los pescadores salían radiantes a fanear, y que ahora, ahogados por las deudas, deambulan angustiados por los muelles. Y aún así no puedo quitarme de la cabeza que hace un rato, en esta misma terraza, cuando el sol empezaba a encogerse, he visto a la mujer más hermosa del mundo. Se llama Melinne y alarga las eses hasta convertirlas en serpientes.

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