domingo, 18 de enero de 2009

Miguel Montenegro (III)

El primer coscorrón de la vida de Miguel tuvo sabor a jugo de tomate. Una puerta cerrada tuvo la culpa, una puerta obstinadamente cerrada y colmada de misterios. Cuando Miguel visitaba la casa de los abuelos siempre miraba de reojo aquella puerta. Día tras día esperaba que alguien la abriera en un descuido pero el descuido nunca llegaba. Tuvieron que pasar dos cumpleaños y un día del padre para que Miguel, después de un sinfín de titubeos e inseguridades, preguntara al abuelo sobre el asunto del que nadie hablaba. Como era de esperar no obtuvo respuesta.
Una tarde mientras el abuelo preparaba la merienda Miguel aprovechó para ponerse su traje de atravesar paredes, pero tampoco tuvo suerte. La puerta seguía atrancada. Lo intentó todo, rayos infrarrojos, patadas voladoras, polvos mágicos y truenos-de-las-ocasiones-especiales. Pero no hubo manera.
Entonces Miguel ideó un plan.
Como robar no es lo mismo que pedir prestado y pedir prestado no es lo mismo que robar sino todo lo contrario Miguel hizo cuatro padrenuestros y le pidió a jesusito que mirara hacia otro lado.
El plan consistía en esperar a la hora de la siesta, convencer a Luisito, el enano, que tres semanas de ropa plegada y cama hecha, bien equivalían a un minuto de guardia, decirle a la abuela que una llave sin llavero es como un hijo sin padres, quitarse los zapatos y arrastrar los pies hasta la puerta y abrirla, sin más. El éxito dependía de su habilidad para atraer un poco de ternura al hecho culminante, parecer un poco dulce y un poco iluso, y dar pasos firmes hacia el otro lado. Llegada la hora el enano ocuparía su lugar y Miguel miraría hacia el techo y pensaría en lo último que le había dicho el abuelo, aquello de que debía olvidarse de lo que creía que tenía que pasar y hacer que aquello pasase, de ese modo todo iría mejor, y luego con un poco de lo que tenía y otro poco de lo que le faltaba caminaría hacia la puerta y la abriría porque así lo había dictaminado el destino. Y eso hizo.
Al otro lado.
Ante él miles de libros dispuestos en armarios que llegan hasta el techo. Veinticinco estantes, treinta centímetros por estante, veintiún siglos de literatura universal, cuarenta y tres manuales de gramática, trescientos mapas cartográficos, ocho atlas de anatomía humana y un librito con letras doradas y torso bronceado que llamó su atención. Miguel trepó para alcanzarlo y lo alcanzó. Y allí lo ojeó y lo volvió a ojear y el mundo se detuvo y la vida, de repente, se transformó en un parque de atracciones.
Pasaron los minutos, Luisito dejó su puesto y el abuelo comenzó a desperezarse. Miguel continuó absorto en la lectura. No había libros que no pudiese alcanzar, ni armarios lo suficiente altos, tan sólo manos y piernas de menos. Por eso se derrumbó. Porque sus pequeños pies ya no sostenían su peso de gigante.
Mientras se desplomaba se imaginaba a si mismo como un astronauta y sólo cuando alcanzó el suelo se impuso el dolor. Tras el impacto se oyeron los pasos apresurados del abuelo. Se avecinaba lo peor. Miguel consiguió levantarse pero no alcanzó a dar un paso. Unas gotas de sangre con sabor a jugo de tomate acariciaban sus mejillas…

Ilustración obra de mi amiga Julieta Fernández ( http://tacosdoradosconsalsa.blogspot.com)

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