martes, 13 de enero de 2009

Jacob Gravosky


Ángela no eligió un banco cualquiera. Tenía un número ilimitado de opciones ya que todos los bancos del parque estaban libres, todos, excepto uno. Jacob Gravosky ocupaba el banco más esquinado de todos, el más alejado. Y no era raro, ya que Jacob llevaba más de veinte años sentándose en ese mismo lugar, sin faltar ni un solo día.

Ángela: He dejado el trabajo.
Jacob: ¿Cómo dice?
A: No volveré a pisar ese maldito despacho.
J: ¿Perdón?
A: Ya se lo he dicho.
J: ¿Y qué es lo que dijo?
A: Dije que dejé el trabajo.
J: Eso está bien.
A: Lo sé, es lo mejor que he hecho en mi vida.
J: Entonces ahora podrá darle de comer a las palomas.
A: Sí, ahora podré hacer lo que quiera.
J: Dígame una cosa.
A: ¿Qué?
J: Debería haberlo hecho antes. Dejar el trabajo, digo, debería haberlo...ya sabe...dejarlo antes.
Angela le miró a la cara. Su forma de hablar le convenía lo suficiente como para seguir insistiendo, pero se detuvo unos instantes contando las cicatrices que salpicaban su rostro.
A: A menudo hacemos cosas que no nos convienen.
J: Lo sé, forma parte de la vida.
A: No quiero que se compadezca de mí.
J: Ya sé, señorita. No tiene porque darme explicaciones.
A: Esta bien, le diré la verdad. Sí, dejé el trabajo, pero no vine aquí para hablar de eso. Estoy revolucionando mi vida.
J: ¿Qué quiere decir con eso?
A: Fácil. Se trata de hacer lo que a uno le apetece en cada momento. Si quiero dar un paseo por Central Park, lo hago, si quiero leer un rato me cuelo en Prithard’s y leo, si quiero conversar con alguien me siento en un banco y…
J: ...le explica su vida…
A: Fácil, no…
Ambos sonrieron. La vida no era tan complicada al fin y al cabo.
A: Sabe, lo único que siento es haber tardado tanto en darme cuenta de todo esto.
J: Entonces ¿Qué es lo que le hizo cambiar de opinión?
A: Conocí a alguien.
Jacob intentó imaginarse aquella persona que había conseguido transformar la vida de Ángela. Y no pudo evitar sentir algo de envidia.
J: ¿Y quién es él?
A: Es una mujer. Se llama Nadia.
J: ¿Nadia?
A: Sí, Nadia.
J: Aha…
A: La conocí mientras escarbaba en los contenedores de la Tercera con Broadway. Tropecé con ella.
J: ¿Estaba escarbando en la basura?
A: Sí, digamos que estaba reciclando comida.
J: No entiendo.
A: Se lo explicaré. Iba yo vuelta loca caminando hacia a Braodway. Llegaba tarde a una cita en un restaurante del centro. Una cita importantísima con un tipo que quería acostarse conmigo.
J: Aha…
A: Algo, por otra parte, que no solía suceder muy habitualmente.
J: No me lo creo.
A: ¿El qué?
J: Que no le suceda habitualmente.
A: Ja, ja, ja. Gracias, muy amable. Pero déjeme explicarle.
J: Adelante.
A: Pues mientras me dirigía hacia la cita tropecé con el trasero de Nadia. Miles, qué digo, millones de traseros revoloteando por la ciudad y me tocó aquel culito famélico. Indignada me volteé para pedir explicaciones, pero no tuve tiempo, Nadia ya se había excusado y me había ofrecido un jugo de naranja.
J: ¿Un jugo de naranja?
A: Sí, un jugo recién exprimido, que según sus propias palabras me regalaba la ciudad de Nueva York.
J: Interesante.
A: Espere que no he terminado. Entonces alcé la vista y comprobé que Nadia no estaba sola, a su alrededor había un montón de gente que como ella escarbaba en los contenedores.
J: Aha...
A: Nadia me explicó que cada noche en la ciudad de Nueva York se lanzaban a la basura más de tres mil toneladas de comida en perfecto estado. Y que al mismo tiempo y en la misma ciudad se morían más de diez personas al día por inanición, la mayoría niños.
J: ¿Cómo es posible que mueran niños de hambre en NY?
A: Parece imposible pero eso es lo que ocurre.
J: Sigo sin creérmelo.
Ángela seguía insistiendo.
A: ¿No lo entiende?Aquellos hombres y mujeres que me crucé aquella noche era el resultado de una situación insostenible. Representaban la avanzadilla de un movimiento que no paraba de crecer. Formaban parte de una organización que se autodenominaba Freegan.
J: ¿De qué diablos me está hablando?
A: Le hablo de los freegans…
J: Aha…los freegans
A: ¡Exacto! ¡Los freegans!
J: Ya...
A: Son algo así como un club de comedores de basura.
J: ¿Me está tomando el pelo, señorita?
A: No, para nada. Imagínese a un grupo de gente que se reúne para ir en busca de alimentos que otros desechan. Pero no les empuja ni el hambre ni la pobreza. Sus acciones responden simplemente a la llamada de sus conciencias. Son como superhéroes del reciclaje, ya sabe, como Spiderman, Dare Devil pero sin llevar calzoncillos apretados...
J: Claro, ya veo...
A: Nadia me explicó que en la puerta de supermercados neoyorquinos como D’Agostino, en el barrio de Midtown, se hacinan cada noche decenas de bolsas de supuestos residuos. Pero si uno mira dentro es posible encontrar todo tipo de frutas y verduras en perfecto estado, yogures, zumos de fruta, pasta, arroz, huevos, carne, pescado ahumado…
J: Debería ir a dar una vuelta por Midtown.
A: No hace falta ir a Midtown, en cualquier lugar puedes encontrar alimentos desechados en perfecto estado, restaurantes, supermercados, hoteles, oficinas…
J: ¿Y si están caducados?
A: Quizá lleven un día caducadas. Quizá caduquen dos días después. La diferencia, dicen, es imperceptible. Los comercios ponen esas fechas mucho antes de lo necesario.
J: Pero entonces ¿por qué acaban en la basura?
A: Por la sobreabundancia. Muchos supermercados simplemente tiran productos cuando les llegan otros más frescos por falta de espacio.
J: ¡Cabrones!
A: Escuche esto. Según un estudio de la Universidad de Arizona, el 40% de los alimentos que se producen en Estados Unidos acaba en la basura sin pasar por ningún estómago; lo que significa que las familias tiran cada año al estercolero 40.000 millones de dólares. Un escándalo si se tiene en cuenta que hay 852 millones de personas malnutridas en el mundo, según la FAO, y que dentro de una ciudad como Nueva York, casi dos millones de personas viven por debajo del índice de pobreza, según el censo nacional.
J: No es posible.
Jacob sintió una impotencia arrebatadora. Se aferró al banco, su banco, en el que había pasado la mayor parte de sus últimos veinte años de vida y soltó un quejido sordo. Ángela prosiguió.
A: Hoy hace una semana que tuve mi primera jornada como freegana. Encontré 130 bagels perfectamente limpios y empaquetados. Y me juré a mí misma que nunca volvería a pagar por ellos. Sin embargo esto es sólo el principio. He declarado la guerra al dinero.
Jacob la miró entre aterrorizado y fascinado. Los cimientos del mundo comenzaban a tambalearse. Y gente como Ángela eran los causantes.
A: Además mira –dijo señalándose la blusa. Ves esto. Lo cambié por mi teléfono móvil.
Jacob sonrío, ambos explotaron en carcajadas. El parque se había llenado de vida, niños correteando, jóvenes jugando al beisbol, ancianos leyendo el periódico y un tipo tocando el violín.
Ángela se puso de pie, le tendió la mano y le propuso:
-¿Baila?
Él la miró perplejo.
J: ¿Bailar?
A: ¿No sabe bailar?
J: La verdad es que no.
A: ¿Por qué no?
J: Nadie me enseñó.
A: Venga, le enseñaré.
Ángela le tomó la mano y colocó su mano libre en la espalda de Jacob. El cuál no apartó la vista de los pies de su acompañante, a pesar de que no pudo evitar pisarla. Ella no se quejó. Cada vez que Jacob levantaba la vista se encontraba la mirada fija de Ángela clavada en sus ojos. Hacía tiempo que no se sentían tan a gusto. Giraban de un lado al otro del parque, sorteando a niños, madres y pelotas.
A: ¡Necesitas practicar! Pero después de una semana, quién sabe, ¡quizás te vea subido en los escenarios de Broadway!
Jacob, resoplando, se dejó caer en el banco.
J:¡¡Uff…no puedo más!!
Estuvieron un tiempo en silencio. Luego Ángela hizo ademán de marcharse.
A: Bueno, he de irme, Fred Astaire.
J: No se vaya tan pronto.
A: Es que quedé con un amigo para reparar mi bicicleta.
J: Repárala otro día.
A: No puedo. No tengo forma de avisarle.
J: No tuviste que haber vendido tu móvil.
A: No lo vendí, lo cambié.
J: Ah…
A: Nos vemos otro día. Ya sé donde encontrarte.
J: Esta bien. Aquí estaré.
Jacob se sentía triste y no entendía por qué. Ángela se acercó hacia él y lo abrazó. También ella se sentía rara, hubiese preferido quedarse. No lo hizo. Le deseó mucha suerte y le prometió que algún día regresaría. Cuando ya se alejaba Jacob se puso de pie, y con la mano alzada, gritó:
- ¡Suerte!

En otros tiempos Jacob había sido un tipo importante. Hoy ya no lo era. Sus dedos olían a comida de paloma. Nunca hablaba con nadie de lo que había conseguido, tenía miedo de que alguien le echara en cara su nueva actitud ante la vida. Aquella mañana sintió como ardían sus entrañas. Se levantó y cruzó Central Park a paso ligero. Luego se coló en un cine de adultos de la Quinta Avenida. A su lado se sentó un tipo que dijo llamarse Miguel Montenegro. También dijo que había venido a Nueva York para cazar mariposas, pero que sólo había encontrado gusanos y ratas.

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