viernes, 30 de enero de 2009

Kurt Macevicius


Los tiempos de duda se han acabado. Ese fue el primer pensamiento que ocupó la cabeza de Kurt, el segundo estuvo condicionado por aquella debilidad que lo acompañaba siempre tras formular una idea brillante, fuera ésta del signo que fuera, “no lo conseguiré, no lo conseguiré”.

Fue entre Julio y Agosto cuando Kurt Macevicius tomó la decisión de largarse, un mes después de haber perdido la virginidad y dos días antes de convertirse en algo parecido a un agente de la Stasi. Limpio, solo, desprovisto de su habitual dosis de desconfianza, se abandonó por un instante, guiado por un impulso revelador. Sin temor, con miedo.

Unos cincuenta años atrás su abuelo materno, Filipo Stombergas, había tomado una decisión a la inversa, dejaba su negocio de tejidos en el número 37 de la calle Rudnius, entre Satrijôs y Daugêsliskio, para emprender un viaje hacia el sur donde creía le esperaba su verdadero hogar.

Por supuesto está lloviendo, porque la épica sin lluvia no vale nada, y además porque así es como sucedió, aquel día de verano llovió en Madrid como nunca antes había llovido.

Kurt está empapado. Pero no importa, cómo iba a importar si los días tristes se apagan, desaparecen, sin esfuerzo.

Filipo Stombergas está sentado sobre la cama de una habitación de un hotel de Temêsvar. La ventana está abierta y una espesa niebla se cuela hacia adentro, el viejo se frota las manos mientras piensa en una casa blanca sin cuadros, ni adornos, en lo alto de un peñón poblado de gaviotas.

No nieva, llueve. Kurt toma asiento en Tirso de Molina y el vagón se arruga y se alarga como si temiera llegar a la hora. Atrás quedan aquellos días en los que Kurt, tras vaciar sus cajones y limpiar sus botas, ponía rumbo hacia la estación de autobuses en busca de algún motivo que le obligara a marcharse. No le faltaban motivos. Kurt esperaba el momento adecuado, contaba las agujas del reloj y cuando se descontaba volvía a empezar, observaba las carreras de los niños, las madres persiguiendo a esos niños, los vagabundos acostados sin perseguir a nadie, todo eso ocurría mientras su estomago se enroscaba en su garganta. No había palabra en el diccionario que pudiera definirlo.

Sus piernas nunca se decidieron a dar un primer paso, se agarrotaban, se tornaban inservibles. Kurt veía marchar un coche tras otro mientras sus piernas hacían un agujero en el suelo, donde permanecía el resto del día. Pero nunca se rindió, pensaba en el día que pudiese subir a ese coche, pensaba en el lugar donde le hubiese llevado, se imaginaba como un respetable señor de los negocios en pleno territorio de los señores más sangrientos y temerarios del mundo, y luego se echaba a reír.

Por aquel entonces el cielo era normalmente azul. Kurt pensaba en lo feliz que sería en una piscina de cien metros, con sus carriles señalizados y sus líneas subterráneas. Además había desarrollado una habilidad increíble para mantenerse quieto, era lo más cercano a una farola o a un puesto de telégrafos. La humanidad se había conjurado contra él pero Kurt quería hacer las paces con el mundo, una y otra vez. Cuando anochecía comenzaba a desesperarse, mirando a un lado y a otro en busca de no-sabe-muy-bien-el-qué, no sé, algo así como una señal que le devolviera a la vida. A veces cerraba los ojos y se imaginaba flotando encima de las nubes como si tuviera enormes globos atados a sus pies, alzaba sus brazos en posición de despegue y comenzaba a juguetear con las palomas, luego abría de nuevo los ojos, y se veía a sí mismo haciendo todo aquello y se echaba a llorar. Al rato, sin saber muy bien por qué, se cansaba de esperar, agarraba su mochila y volvía para casa (…)

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