
El viejo era abducido como un imán por el territorio de la barbarie, pero él se retraía, deteniéndose a pensar ¿qué era aquello que había venido a buscar?, ¿qué fuerza lo empujaba hacia adelante, acaso quería librarse de su vida o tal vez pretendía destruir el mundo y sobrevivir a él?, ¿estaba aceptando su incapacidad para comprender o bien se rebelaba ante esa incomprensión? Mientras la ciudad se desmoronaba presa del ruido y la velocidad Juan se imaginaba en la chabola, sentado en esa caja de cartón, que sardónicamente llamaban el trono, con las piernas colgando, sintiendo el frío en las rodillas y preguntándole a su madre por qué Dios se había olvidado de ellos. En ese estruendo medido y deliberado, en el que las palabras tropezaban unas con otras, se dio cuenta de que las deudas debían pagarse y que no hacerlo suponía la aceptación de la mentira y consigo la humillación perpetua.
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