
En medio de la apabullante desolación del lugar me encantó descubrir que la vida había reservado un espacio para la esperanza. Anduve unos pasos hasta situarme tras los dos pedruscos que hacían de portería y allí me quedé, esperando mi oportunidad. Y llegó, vaya si llegó, el balón cayó del cielo y no pude evitarlo, lo paré con el pecho y lo dejé muerto en el fango, comencé ha acariciarlo con la suela como había visto hacer al pequeño Weissman en Orianenburg, lo levanté y comencé propinarle toques sutiles que no sobrepasaban la rodilla, los chicos me miraban espectantes, lancé el balón por los aires y lo controlé con la cabeza, mantuve las respiración y el tiempo se detuvo, por un segundo me vi corriendo por el patio del colegio, Lammers me ordenó que parara, pero no lo hice, de repente, los chicos empezaron a jalonarme, sentí, de nuevo, a Moshe Veit dentro de mí, driblando a adversarios, haciendo paredes imposibles, marcando goles en el último minuto, pateando las calles del barrio antes de que el cielo cayera sobre Berlin, antes de que me convirtiera en lo que soy, Markus Vöss, un don nadie.
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